Primera parte
¿Qué es lo que le importa a la gente?
Análisis crítico del Estado del bienestar en Cataluña y en España
I. LOS OLVIDADOS PROBLEMAS
DE LA COTIDIANEIDAD
1. IDENTIDAD Y VIDA COTIDIANA
Existe en España un gran debate sobre la naturaleza del Estado español, y se discuten con gran intensidad grandes temas de Estado que tienen que ver predominantemente con problemas de identidad o identidades nacionales y su configuración y articulación dentro del espacio político del país. Los argumentos a favor y en contra del derecho a la autodeterminación, por ejemplo, y su posibilidad dentro de la Constitución Española ocupan un gran espacio en los medios de comunicación del país. Es importante constatar, sin embargo, que la intensidad de este debate está ahogando los temas de la cotidianeidad que preocupan a las clases populares y a la mayor parte de la ciudadanía española. Los enormes problemas de la vida cotidiana tales como la falta de trabajo para grandes sectores de la población (un total de 2.179.500 parados, según el último informe de la EPA, tercer trimeste de 2001), la inestabilidad e inseguridad laboral (el 64% de la población trabajadora, incluyendo a aquellos con empleo fijo, tiene miedo a perder su trabajo, lo que constituye el porcentaje más alto entre los países de la OCDE, después de Estados Unidos),1 la preocupación de los padres por la calidad de las escuelas de sus hijos, que condicionará en gran manera su futuro (las escuelas españolas, tanto privadas como públicas, continúan mostrando los peores indicadores de calidad de la UE en áreas fundamentales como el conocimiento de matemáticas y ciencias y la comprensión de lectura);2 la sobrecarga de responsabilidades de las familias y muy en particular de las mujeres en la atención de niños, adolescentes y ancianos debido a la escasa ayuda estatal (la mujer española es la que más horas trabaja en el cuidado de la familia, un total de 44 horas semanales, el doble que la mujer danesa, que dedica 22 horas);3 la escasez de trabajo y vivienda para los jóvenes, responsable de que España sea uno de los países de la UE donde los jóvenes viven con sus padres hasta edades más tardías, retrasando el proceso de formación familiar, causa a su vez de la baja fertilidad (la más baja del mundo);4 las bajas pensiones (de las más bajas en la UE),5 y otros muchos temas que, con razón, angustian y preocupan a nuestra población quedan postergados, cuando no olvidados, en este gran discurso sobre los temas existenciales del Estado español. Hemos visto, por ejemplo, cómo el tema de si es necesario o aconsejable el derecho a la autodeterminación del País Vasco acapara prácticamente todo el espacio mediático de las campañas electorales en aquel país, mientras que las encuestas populares muestran que el tema que preocupa más a la juventud vasca es el paro, y al que apenas se dedica espacio mediático en esas campañas.
Lo mismo puede decirse de las campañas electorales en Cataluña, donde gran parte del espacio mediático se centra en cuestiones de identidad y esencia nacional, sin que temas de la cotidianidad de la población catalana alcancen prioridad. Esta realidad explica que gran parte de la población catalana –y muy en particular las clases populares– se abstenga en las elecciones autonómicas, por considerar que los temas que verdaderamente le atañen no se tocan en el debate político, mediatizado por unos medios de comunicación que condicionan y determinan en gran manera lo que es importante y visible en él. Hemos visto en esas campañas el gran espacio que han ocupado temas de identidad (como el tener o no selecciones deportivas catalanas), ignorando que para la mayoría de la población catalana éste no es un tema prioritario. Sí lo son en cambio temas de su cotidianeidad que no aparecen en esos debates mediáticos, como la baja calidad de las escuelas públicas en Cataluña (que muestran unos de los peores indicadores de calidad de España), debido en parte a que el presupuesto por alumno es de los más bajos del país; el escaso desarrollo de la atención primaria sanitaria, una de las más retrasadas de España, con el mayor porcentaje de población (en Barcelona más de la mitad de la ciudadanía) atendida en centros no reformados, donde el tiempo promedio de visita es mucho menor que en los centros reformados; las altas tasas de siniestralidad laboral, de las más altas de España (y de la UE); las mayores tasas de infección por sida de España (y de la UE), y un largo etcétera que queda ahogado en ese gran debate mediático sobre la identidad nacional que ha puesto, en ocasiones, el color de las camisetas de los deportistas catalanes en el centro.
El debate sobre la identidad (los grandes debates existenciales sobre la forma del Estado) no tendría por qué ahogar el debate sobre la cotidianeidad si se explicara a la ciudadanía cómo la solución de los problemas de la identidad resolverían los problemas de la cotidianeidad, algo que no se está haciendo, en detrimento de la calidad democrática de nuestro país, donde se percibe un creciente distanciamiento entre lo que las clases populares –la mayoría de la población– consideran importante –la resolución de sus problemas cotidianos– y lo que el establihment mediático considera importante. Este distanciamiento tiene su origen, en parte, en las diferencias de experiencia y percepción de nuestra realidad social existentes entre las élites mediáticas y políticas y la mayoría de la población. Ello contribuye a que se reproduzca un mensaje complaciente de satisfacción con la situación real del país. Vemos cómo, excepto en contadísimas excepciones, se transmite el mensaje de que estamos resolviendo el problema del paro, que es el problema que más preocupa a la población española. Se olvida en este mensaje que la tasa de paro es tan elevada en España que, incluso en el caso improbable de que descendiera durante varios años en la misma proporción en que lo ha estado haciendo desde 1994, nos costaría todavía muchísimo tiempo alcanzar el pleno empleo. Es más, el descenso del desempleo se ha interrumpido en la primera mitad del año 2001, lo cual ha aumentado el escepticismo sobre la posibilidad de alcanzarlo alguna vez. La concienciación de esta realidad explica que la mayoría de medios de información económica hayan abandonado ya el intento de alcanzar el pleno empleo, definiéndolo como un objetivo inalcanzable. Es importante informar a la población, sin embargo, que el pleno empleo es posible en España si hay voluntad política para ello, lo cual no ha sido el caso ni en los gobiernos anteriores (tal como han reconocido algunos de los diseñadores de sus políticas económicas) ni en el gobierno conservador actual.
No pueden considerarse políticas públicas en pro del pleno empleo aquellas que se limitan a crear las condiciones para que el sector privado cree empleo. Y el caso español es un ejemplo claro de esta insuficiencia. En momentos expansivos de la economía, España alcanza elevadas tasas de creación de empleo (mayores que las de Estados Unidos), que son insuficientes, sin embargo, para absorber la gran demanda creada por la gran destrucción de puestos de trabajo en la agricultura y por el creciente deseo de la mujer –sobre todo joven– de integrarse en la fuerza del trabajo, demanda que continuará creciendo durante muchos años debido al elevado porcentaje de mano de obra que todavía trabaja en la agricultura (el 6,7% de la población ocupada) y a la baja presencia de la mujer en el mercado laboral (el 38% de las mujeres adultas, un porcentaje de los más bajos de la UE), lo cual explica, a su vez, la baja tasa de ocupación de la población española. En realidad, uno de los mayores problemas del mercado laboral español –y de los menos visibles en los medios de comunicación– es el bajo porcentaje de la población adulta que trabaja. No se están creando suficientes puestos de trabajo, y ello es debido primordialmente al escaso desarrollo de los servicios en este país, ya sean de tipo personal ya de tipo social. Si España tuviera, por ejemplo, la misma tasa de población adulta trabajando en los servicios del Estado del bienestar como sanidad, educación y servicios de apoyo a las familias que la que tienen los países del norte de Europa (el 18% de la población adulta), nuestro alto nivel de desempleo desaparecería, a la vez que nuestra tasa de ocupación aumentaría a niveles europeos. Es más, el desarrollo de tales servicios de ayuda a la familia, incluyendo servicios de guarderías y de atención domiciliaria a los ancianos e incapacitados, además de mejorar en gran medida la calidad de vida de las familias (y muy en particular de las mujeres), facilitaría la integración de la mujer en el mundo laboral, creando a su vez una demanda de los servicios que ella realizaba antes en su domicilio, creando empleo. En España, estos servicios están muy poco desarrollados, a pesar de un discurso oficial pro familiar (que los hechos denuncian como carente de credibilidad). Para ayudar a las familias españolas se requeriría que el acceso a los servicios como jardines de infancia, servicios de ayuda domiciliaria para los ancianos y personas dependientes y residencias para personas mayores, se declararan derechos de todos los españoles, como lo son hoy la educación y la sanidad. Esta universalización de los servicios de ayuda a las familias, además de mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, contribuiría en gran manera a resolver el problema del paro en España.
La expansión de los servicios de ayuda a las familias no puede tener lugar, sin embargo, sin un apoyo muy notable del sector público español, un sector poco desarrollado en su dimensión social. Ahora bien, a esta expansión (así como a los cambios necesarios en el gasto público) se opondrían sectores y grupos muy poderosos en el país. Permítanme que les cite un ejemplo. España dedica un 20% del gasto público sanitario a farmacia, uno de los porcentajes más altos en la UE. Este gasto no se debe a un supuesto abuso por parte de la ciudadanía o de los pensionistas en el uso de medicamentos. En realidad, en España el número de prescripciones por pensionista o ciudadano es ligeramente inferior al del resto de la UE.1 Las causas del elevado gasto público farmacéutico son otras. Veamos.
El gobierno federal de Estados Unidos se gasta en farmacia sólo un 9% del gasto sanitario público, y ello se debe en parte a que el 68% de los productos farmacéuticos que el gobierno utiliza (compra o financia) son medicamentos genéricos (productos de idéntica potencia biológica que los comerciales pero que al haber expirado la patente son fabricados por empresas que producen genéricos, fabricación que ha sido estimulada y facilitada por el gobierno federal). El producto genérico cuesta como media en Estados Unidos un 48% del producto comercial. En España, el Estado español gasta sólo un 3% del gasto público farmacéutico en productos genéricos (y el precio del producto genérico es como media un 70% del precio del producto comercial), y ello debido a la enorme oposición por parte de la industria farmacéutica a su utilización y producción masiva puesto que sus beneficios son menores en productos genéricos que en productos comerciales. La tasa de beneficios de la industria farmacéutica, por cierto, es una de las más altas de la economía española. Si gastáramos en farmacia el 9% de nuestro gasto sanitario público en lugar del 20%, se liberarían millones y millones de euros para financiar, por ejemplo, servicios de atención a los ancianos que, además de mejorar la calidad de vida de las familias, contribuirían a la creación de empleo. No es sostenible –por mucho que se repita– el argumento de que la limitada extensión de nuestro Estado del bienestar sea resultado de que no tengamos los recursos económicos para expandirlo. Los tenemos. Pero existen intereses bien definidos responsables de este retraso, que se acentuará aún más como resultado de la disminución del gasto social per cápita en relación con el PIB al que estamos asistiendo en España, con una disminución de los fondos del Estado dedicados a gastos sociales como las pensiones. Tal como explico más adelante, estos datos son olvidados en una cultura mediática que enfatiza los problemas de identidad a costa de olvidar los problemas acuciantes de la cotidianidad de la mayoría de la ciudadanía española.
2. ESPAÑA NO VA TAN BIEN
La euforia generada por la evolución de algunos indicadores macroeconómicos que nos permitieron el ingreso en la unidad monetaria europea, reflejada en la frase «España va bien», olvida que la economía es un medio y no un fin. El objetivo fundamental y último de las intervenciones públicas debiera ser mejorar la calidad de vida de la población. Hemos visto gobiernos en la UE cuyas políticas macroeconómicas eran aplaudidas por los fórums financieros y económicos internacionales que fueron rechazados y depuestos por grandes mayorías que protestaron por las consecuencias sociales de esas políticas económicas. De ahí que la pregunta que debiera realizarse no es tanto si la economía va bien como si la población va bien.
Y es en la respuesta a esta pregunta –resultado del estudio del estado social del país– donde no hay cabida para tal euforia. Es cierto que se ha hecho mucho desde que se estableció la democracia en España, pero queda muchísimo por hacer. Veamos. Uno de los indicadores sociales más importantes del bienestar de un país es la esperanza de vida, es decir, el promedio de años que una persona puede esperar vivir antes de que le llegue la muerte. Según la información provista por la oficina europea de la Organización Mundial de la Salud, España ha ido descendiendo durante los últimos diez años en el ranking de esperanza de vida entre países de la UE, siendo hoy uno de los países con menor crecimiento de esa esperanza de vida. En realidad, el promedio de años de vida que una persona de 15 a 49 años puede esperar vivir en España ha disminuido debido al crecimiento de la tasa de mortalidad en este grupo etario. Es más, la mortalidad que afecta en mayor grado a este sector de la población –mortalidad debida a accidentes laborales, a accidentes de tráfico y al sida– es de las más altas de toda la UE. Por otra parte, las desigualdades en la frecuencia de muerte entre las clases sociales es también de las más altas de la UE. Hay autonomías en España, como Cataluña, en las que la diferencia en años de vida entre la esperanza de vida de una persona de clase alta y otra de clase humilde es de diez años. En la UE, la media es de siete años.
La respuesta frente a esta situación ha sido frecuentemente culpabilizar a las víctimas, atribuyéndoles comportamientos irresponsables (en el caso de los accidentes laborales) o «inmorales» (en el caso del sida). Esta interpretación contrasta con los hechos; sus causas son más sociales que individuales. La gran mayoría de siniestros laborales (el 84%), por ejemplo, tienen lugar entre trabajadores precarios cuyas condiciones de trabajo están más deterioradas y cuya presión empresarial es más acentuada que entre los trabajadores fijos. Lo mismo sirve para el caso de mortalidad por sida, una de cuyas más frecuentres causas de transmisión, hasta hace poco tiempo, era la drogadicción, fenómeno que se da sobre todo entre la juventud que tiene mayores dificultades para encontrar trabajo. La tasa de paro entre el grupo etario y social que representa al 76% de todos los drogadictos es del 68%. Es más, la vía de transmisión entre drogadictos puede prevenirse fácilmente, pese a lo cual la tasa de sida entre drogadictos en España es más de seis veces la media europea. El hecho de que España sea hoy uno de los países de la OCDE con mayor mortalidad susceptible de ser prevenida es un indicador más del gran subdesarrollo de la infraestructura de salud pública del país, responsable de que España sea uno de los países de la UE con peor control de la higiene de los alimentos, con peores indicadores de salud ambiental, con mayor accidentalidad y fatalidad laboral, con mayor número de enfermedades infecciosas prevenibles, etc.
En otros sectores, como la educación, también asistimos a una situación preocupante. Hemos visto el revuelo que causó la publicación de la primera evaluación de la educación en España, que mostraba entre otras realidades cómo las escuelas de Cataluña están por detrás de la media de España en algunos indicadores importantes de calidad educativa, hecho que el presidente de la Generalitat de Cataluña ha atribuido, en parte, a la inmigración. Tan preocupante como las desigualdades interautonómicas son las desigualdades a nivel internacional, es decir, la calidad de la educación española en comparación con otros países de la UE y de la OCDE (el grupo de países más desarrollados). La OCDE publica periódicamente un informe en el que compara la educación primaria, secundaria y universitaria española con las del resto de la OCDE.1 España es el país (de los 29 de la OCDE), junto con Turquía y Portugal, que tiene un porcentaje mayor de población adulta (72%) con escasa educación (diez o menos años). España es, también, junto con Turquía y Portugal, el país que tiene mayor porcentaje de población joven (25-34 años) con un número menor de años de educación. Países con porcentaje de población inmigrante más elevado que España y Cataluña tienen, por cierto, porcentajes mayores de educación que España y Cataluña. En realidad, para explicar la cobertura y calidad de la enseñanza es mucho más importante el gasto por estudiante que la composición étnico-cultural de la población. Y en este indicador España está en la cola de los países de la OCDE. El gasto por estudiante, sea éste estudiante de primaria, secundaria o universidad, es de los más bajos de la UE. El gasto por estudiante universitario, por cierto, es casi la mitad de la media de la OCDE. La respuesta racionalizada de los que creen que «España va bien» es que ello se debe a la masificación, es decir, al gran porcentaje de población que está en las escuelas o en las universidades. Pero, de nuevo, la evidencia empírica no apoya estos supuestos. El porcentaje de la población que está en las escuelas primarias y secundarias es menor, no mayor, en España que en el promedio de la UE y el porcentaje de la población que está en las universidades es semejante, o incluso ligeramente inferior, al promedio de la UE. Es la pobreza de medios en educación (cuyos recursos han sido recortados en los últimos presupuestos) la responsable en gran parte de esta situación. España es (junto con México, Turquía y Portugal) el país de la OCDE que gasta menos en infraestructura en los tres niveles educativos. Como consecuencia, el promedio de alumnos por maestro en las escuelas (tanto en la privada como en la pública) es mayor que el promedio de la UE. En el caso de la universidad, el número de estudiantes por profesor académico es de casi el doble.
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