ELÍAS
Aunque no entendía nada de asuntos políticos, Amalio Bermejo, el padre de Elías, era comunista. Tuvo que huir de España en agosto de 1936, poco después de que los sublevados se hicieran con el control absoluto de la provincia de Salamanca. Atravesó a pie la frontera de Portugal acompañado de su mujer Rosario y de su hijo Elías, que en aquel momento tenía dos años de edad. Iban con ellos otros dos camaradas y sus familias. Llegaron hasta Lisboa y se embarcaron rumbo al puerto de Liverpool, donde el hermano de Amalio, que llevaba varios años trabajando en Gran Bretaña, les esperaba.
Los primeros recuerdos de Elías, por lo tanto, son del paisaje de la campiña inglesa. Amalio consiguió un trabajo en las minas de pizarra de Keswick, en la región de los lagos, y se instalaron todos allí, en una casa que compartían con otras tres familias. Dos años más tarde, el señor Rushmore, un ganadero de la región que quería iniciar un negocio de repostería para dar gusto a su esposa, aficionada a las confiterías y a los dulces, contrató a los Bermejo: a Amalio como capataz de su finca, al cuidado de los rebaños de ovejas, y a la madre de Elías como cocinera en la fábrica de pasteles. Se mudaron entonces a Grasmere, que estaba a pocos kilómetros de Keswick, y comenzaron a vivir solos en una casería pequeña que había en los alrededores de la mansión del amo.
Fue allí donde creció Elías, en un ambiente humilde pero próspero. Mientras los cimientos de Europa se derrumbaban en la guerra, él corría por las montañas, aprendía a pescar y descubría todos los vértices del mundo. Iba a la escuela de la ciudad y a unas clases especiales de canto que le pagaba Rushmore para desarrollar sus dotes musicales. Cantaba casi desde que había empezado a articular la voz, poco después de llegar a Gran Bretaña, y lo hacía con tanto sentido y con un afinamiento tan claro que en las fiestas de la comarca y en todas las celebraciones de la finca le llamaban para que actuara.
Amalio dejó de ser comunista en aquellas tierras. El bienestar del cuerpo, como suele suceder, le apaciguó las reivindicaciones de justicia universal, pero fue sobre todo el trato bondadoso de Rushmore lo que le desfiguró la ideología. En Ledesma, su pueblo, los caciques y los señoritos eran despóticos, arbitrarios y hasta sádicos en sus comportamientos sociales. Encontraban placer en humillar a los braceros y en avergonzar a los pobres. Se metían en la cama de las niñas vírgenes sin que sus padres pudieran evitarlo. Y recompensaban la lealtad o el trabajo de sus peones con abusos mayores que les pusieran a prueba. Rushmore, por el contrario, era un hombre afable y dadivoso. Le gustaba ayudar a sus empleados y mezclarse con ellos sin menosprecio. Su forma de vestir –sencilla, un poco desarregladaera ya una declaración de principios. Con Amalio, que no había sido capaz de aprender inglés con corrección, tenía que hablar muchas veces a través de la mímica, pero a pesar de ello se esforzaba y hacía todo lo posible por entenderle.
–Aquí no hay lucha de clases –le decía Amalio a su mujer cuando se metían en la cama–. Aquí sólo hay hombres buenos.
Rushmore tenía un hijo de la misma edad que Elías y deseaba para él, como todos los padres, un futuro prodigioso. El niño tenía también habilidades musicales y un oído refinado. Le gustaba tocar el piano que había en la casa, y, según decían todos, lo hacía con virtuosismo. Elías y él pasaban juntos mucho tiempo, interpretando canciones populares o escuchando discos en el gramófono de Rushmore.
Un día, cuando los niños tenían doce años, apareció en el periódico local un anuncio que informaba de un concurso musical en el que se elegiría a los mejores artistas infantiles de Gran Bretaña. Rushmore, excitado, escribió enseguida para inscribir a los dos niños. Estaba convencido de que no podría haber en todo el país mayor talento que el suyo y de que, en consecuencia, la gloria les alcanzaría pronto. Los organizadores le respondieron explicándole que Elías no podría participar en el concurso por no tener la nacionalidad británica, pero que su hijo Christopher, en cambio, había sido admitido para las pruebas de clasificación que se celebrarían en Londres en las fechas que la carta indicaba.
Aquel torneo musical se convirtió en el mayor acontecimiento de Grasmere durante las siguientes semanas. Se elaboró un repertorio variado que incluía piezas clásicas y melodías del folclore de la región. Cada día había ensayos públicos a los que asistían los vecinos, y en todas las tertulias y corros de mercado se hablaba del asunto. Algunos periodistas locales incluso entrevistaron a Christopher y auguraron, después de escucharle, que vencería arrolladoramente a sus rivales.
El señor Rushmore decidió que Elías les acompañara a Londres. Fue la primera vez que el niño vio una gran ciudad. Su algarabía, sus edificios gigantescos y adornados con cornisas, sus escaparates repletos de objetos diferentes, sus vehículos de colores y sus habitantes ataviados con trajes elegantes o estrafalarios le cegaron. Todo a su alrededor le parecía fabuloso: la variedad de fiambres que había en la mesa del desayuno, los bajorrelieves de mármol de las fachadas, los mendigos tullidos de las calles. Tal vez fue en ese viaje donde tuvo los primeros sueños de inmortalidad. Fue allí donde por primera vez comprendió las realidades geométricas de la vida: el mundo es un círculo en el que hay un centro y un perímetro y en cuya superficie, entre uno y otro, existe una infinitud de puntos intermedios. Los puntos más próximos al perímetro exterior forman parte también del plano, de la figura, y no tienen conciencia de su marginalidad, pero desde los que están alrededor del centro puede vislumbrarse toda la dimensión espacial y medirse, por lo tanto, la distancia real. Las matemáticas demuestran que la circunferencia tiene infinitos puntos; el centro, en cambio, es sólo uno.
Elías quiso siempre estar en el centro del mundo. Construir cosas indelebles, protagonizar hechos memorables y crear obras imperecederas. Todos hemos tenido deseos semejantes en algún momento de la infancia. Él los tuvo durante casi toda su vida.
El concurso musical se celebró en un palacete victoriano que tenía un pequeño jardín lleno de flores muy cuidadas. Los suelos estaban hechos con grandes tablas de madera que crujían al pisarlas. Había jarrones gigantescos decorados con motivos orientales y óleos que mostraban el retrato de próceres desconocidos o de damas engalanadas. Los balcones estaban cubiertos con cortinajes de terciopelo sujetos a media altura por cordones gruesos. Todo era suntuoso y distinguido.
Los participantes y sus familiares debían esperar en una antesala desnuda que estaba amueblada únicamente con sillas. Cuando los Rushmore llegaron, antes de la hora a la que habían sido citados, había allí casi veinte niños más aguardando. Algunos se aclaraban la voz con gorjeos, otros entrenaban los dedos haciendo ejercicios manuales y otros más, por último, afinaban sus instrumentos –violines, clarinetes y un arpa– para obtener de ellos la tonalidad más sublime.
Fueron entrando uno a uno hasta que llegó el turno de Christopher, que de repente tuvo un ataque de nervios y se desmoronó. Hubo unos instantes de pánico. Elías le llevó a una esquina apartada y, con una madurez impropia de su edad, le consoló. Le hizo ver el engaño de las apariencias y le encareció las virtudes del arte: la música estaba por encima de la materialidad de sus circunstancias. «Cierra los ojos y toca como si estuvieras en Grasmere», le dijo. Le puso las manos en los hombros, le tentó la cara como si fuera un sanador y le empujó luego a la sala principal, un gran aposento de techos muy altos en el que estaban sentados, al fondo, en una gran mesa alargada, los miembros del jurado.
Entraron los tres juntos, pero, antes de que pudieran dar un paso en la sala, una señora con aspecto de institutriz –rebeca pálida sobre la blusa, gafas de mariposa colgadas del cuello con cadenilla, peinado alto– les pidió que se identificaran y se interesó en particular por saber quién era Elías. «Los concursantes no pueden entrar acompañados de extraños», dijo con voz desagradable y deliberadamente aflautada. El señor Rushmore tuvo un instante de duda y enseguida respondió con firmeza: «Yo soy su padre y él es su hermano.» A Elías no le pasó inadvertido el gesto de la institutriz, que le examinó a él desde la cabeza hasta los pies y levantó las cejas para mostrar su desaprobación –o su incredulidad– por la ropa tosca que llevaba: unos zapatos viejos, unos calcetines deshilachados, una camisa de tela basta.
Hubo tres pruebas durante dos jornadas, pero al final Christopher ganó el concurso. Regresaron a Grasmere con el retumbo del triunfo. Las autoridades habían engalanado las calles y organizaron una fiesta grandiosa para recibirles. Christopher se convirtió en el héroe local. Le entrevistaban en todos los periódicos de la comarca y le invitaban a participar en conciertos, en kermeses y en recepciones políticas. Apareció varias veces en la televisión nacional y viajo hasta Edimburgo para una exhibición de jóvenes artistas.
No sé si es posible determinar con precisión la importancia que puede llegar a tener en la formación del carácter de alguien un acontecimiento excepcional sucedido en la infancia o en la adolescencia. Algunas teorías psicológicas –y singularmente el psicoanálisis– sostienen que la base de nuestra personalidad está en esos hechos, que a través de ellos se define el carácter y cobra forma la naturaleza de cada individuo. Sea de uno u otro modo, resulta indiscutible que a lo largo de la vida recordamos con una viveza especial algunos sucesos trascendentales de nuestra biografía y que creemos encontrar en ellos una explicación cierta a nuestros comportamientos más irracionales.
Elías guardó siempre en la memoria las experiencias de aquellos días de gloria de Christopher. El deslumbramiento de la ciudad, la molicie de la vida contemplativa, la mirada de la institutriz a su ropa de campesino, el miedo de Christopher, la superación de las dificultades y sobre todo el instante de la coronación, el éxito, la entrega interminable de los laureles. El resto de la vida de Elías –hasta su primera muerte– quedó marcada por esas impresiones. Su único objetivo fue triunfar, lograr el reconocimiento de los otros, ser admirado públicamente. Lo demás –la causa de ese esplendor y el sacrificio que costara– no tenía para él ninguna importancia.
Para la comprensión cabal de esta historia es necesario conocer con pormenor la prosperidad social y económica que experimentaron los Rushmore en los siguientes años. El negocio de confitería de la señora Rushmore, que había comenzado como una afición de aldeana aburrida, conquistó Londres. Los británicos, que en los nuevos tiempos de la posguerra buscaban de nuevo la felicidad en los placeres simples, se maravillaron con la originalidad de los pastelillos Rushmore. Los muffins de frambuesa, las cookies horneadas con canela y los scones ligeramente dulces, con sabores de frutas silvestres, se convirtieron en poco tiempo en un objeto de devoción. Se abrieron tres tiendas en la capital y luego, gradualmente, se fueron inaugurando dulcerías en todas las ciudades importantes del país.
Christopher ayudó al triunfo del negocio confitero con su fama. «Las pastas de té del célebre niño pianista», decía la publicidad de algunos comercios. Y un gacetillero gastronómico escribió en un periódico de provincias: «Uno de los regalos más exquisitos que se le puede dar al paladar son las tartas que inspiraron al Mozart inglés.» Christopher Rushmore dejó de ser un artista infantil para convertirse en un concertista cada vez más prestigioso. Comenzó a participar en festivales profesionales, grabó dos discos con temas de Liszt y de Satie, y fue llamado por algunas de las orquestas más prestigiosas del mundo para actuar junto a ellos como solista. En una época, su nombre llegó a estar a la altura de los de Alfred Brendel, Emil Guilels, Vladímir Hórowitz o Artur Schnabel. Después del éxito de Londres y de las cosas que se decían de él en los periódicos, el señor Rushmore contrató un profesor particular acreditado para que le impartiese lecciones en Grasmere. Al cabo de unos meses, sin embargo, decidieron en asamblea familiar que lo más razonable era que el niño se trasladase a la capital a proseguir sus estudios musicales, pues en aquel ambiente rural, entre vacas y labriegos, era muy difícil cultivar cualquier sensibilidad artística. William Wordsworth y Thomas de Quincey habían vivido allí sin que al parecer ese hecho les mermase su genio, pero una cosa era la poesía –decía el señor Rushmore–, que exige únicamente soledad, y otra muy distinta el virtuosismo musical, que requiere de adiestramiento, tenacidad y disciplina. Wordsworth podía sentarse al borde de un lago a leer a Petrarca, a Shakespeare o a Milton, pero allí, en esas fabulosas colinas verdes, no había conciertos, ni conservatorios, ni sociedad musical, ni críticos relevantes que hicieran sus dictámenes en los periódicos. Si alguien quería prosperar en ese ámbito tenía que marcharse, y eso es lo que hizo Christopher. Durante los seis primeros meses estuvo acompañado por un preceptor que se encargaba de sus asuntos domésticos y de vigilar su conducta. En el séptimo mes, la señora Rushmore decidió trasladarse ella misma a Londres para vigilar a Christopher y para atender de cerca la marcha de las confiterías.
El señor Rushmore, más apegado a la tierra, se resistió a la mudanza, pero en 1953 fue descubierto un yacimiento de carbón gigantesco en su latifundio y recibió una oferta de compra por parte de una de las compañías mineras más importantes del país. El señor Rushmore no pudo dudar: la cantidad de dinero era tan exorbitante que no cabía la incertidumbre. Reservó como solar una pequeña hacienda –que dejó a cargo de Amalio– y el resto lo vendió sin demasiada amargura. Se mudó inmediatamente a Londres, donde construyeron una casa familiar grande que tenía un ala reservada para Christopher: su sala de ensayos, su biblioteca, su dormitorio.
Terrence Molly, un consejero financiero de renombre, guió a partir de aquel momento sus inversiones. El señor Rushmore compró participaciones sobre todo en la British South Africa Company, que tenía negocios en Rodesia y en Sudáfrica, y en la British Intercontinental Sea Transport, que había sido fundada a finales de los años cincuenta por Arrotegui padre y por su socio de Crowley para unificar en una gran corporación todas las operaciones mercantiles de transporte –europeas y de ultramar– y poder competir con otras compañías en este campo abriendo rutas nuevas. En cinco años, la fortuna de la familia –engordada también por los resultados de las confiterías, que comenzaron a diversificar su oferta comercial– se multiplicó por tres. Los Rushmore fueron acogidos poco a poco en todas partes, desde los círculos de la cultura hasta las recepciones sociales de la monarquía. Nadie los consideraba unos parvenus, a pesar de que diez años antes eran aún unos aldeanos sin demasiada instrucción. El dinero abundante, el brillo artístico de Christopher y la simpatía cautivadora de la señora Rushmore habían borrado en sólo unos años todo su pasado. Fue un caso sorprendente de ascenso social vertiginoso, sin curso de generaciones. Y entonces, cuando la mudanza estaba consumada, el Partido Conservador le ofreció al señor Rushmore unirse a ellos y entrar en la lid política.
La historia de los Bermejo en esos años fue menos floreciente, pero aprovecharon también la bonanza de los Rushmore. Amalio se quedó a cargo de la hacienda, Rosario se ocupó de experimentar con recetas de repostería –que nunca llegaron a usarse– y Elías comenzó sus estudios primero en Workington, luego en Manchester y por último en Londres, donde volvió a encontrar la camaradería ocasional de Christopher.
Elías fue formando ese temperamento anheloso y desconfiado que determinó su vida. A pesar de que hablaba el inglés a la perfección, pues lo había aprendido casi al mismo tiempo que el castellano, la pertenencia a un mundo distinto, a un país lejano y atrasado en el que gobernaban los hijos del diablo –según decía a cada rato su padre–, le provocaba un oscuro sentimiento de inferioridad. Tenía sueños imposibles, como todos los niños –ser piloto de avión, conquistar un continente, convertirse en una estrella de Hollywood–, pero a una edad muy temprana, cuando todos los demás estaban convencidos de que se cumplirían, él ya sabía que eran sólo quimeras. En este aspecto, como en tantos otros, su progresión emocional contravino la biología y actuó inversamente a todas las reglas de la formación del espíritu: durante la infancia y la adolescencia tuvo el convencimiento de que sus ambiciones eran irreales, y a medida que fue creciendo comenzó a creer ciegamente en algunos delirios desatinados. A los dieciséis años, inaugurando esa madurez invertida, elaboró la primera de sus listas: los diez personajes históricos que, partiendo de la miseria, de la mayor pobreza, lograron admirar al mundo. El primero de todos era Thomas Alva Edison, que a Elías le parecía en aquellos años un alquimista, pues el fonógrafo –o el tocadiscos, que los más pudientes tenían ya en sus casas– era un instrumento mágico que había revolucionado la vida de la gente permitiendo envasar la música. Edison había nacido en una familia humilde y había sido humillado en la escuela por su esterilidad intelectual. Obtuvo su educación autodidacta leyendo libros en una biblioteca pública para entretener la espera del tren, que tardaba varias horas en cargar y descargar la mercancía. Con esos conocimientos llegó a crear el telégrafo, el fonógrafo y la bombilla incandescente.
El segundo nombre de la lista era Francisco Pizarro, el explorador español que había conquistado las tierras del Perú después de derrotar a los incas. Pizarro, que llegó a ser marqués y a gobernar una parte del imperio, fue analfabeto y trabajó como porquerizo en su infancia extremeña, según la biografía –llena de errores históricos– que Elías copió en su cuaderno.
El tercer personaje era Isaac Newton, hijo de campesinos, que tuvo una infancia desgarrada –no llegó a conocer a su padre y su madre lo dejó con su abuela para poder vivir con otro hombre– y que sin embargo llegó a convertirse en un científico ensalzado en su tiempo y en uno de los grandes prohombres de la humanidad.
Giotto fue también hijo de campesinos y de niño trabajó como pastor. Al morir, la ciudad de Florencia le tributó honores reservados a los nobles y fue enterrado en un lugar de privilegio.
Los padres de Abraham Lincoln, el presidente de los Estados Unidos más respetado universalmente, eran agricultores, y uno de sus primeros empleos fue de remero en una almadía que transportaba mercancías a través de un río.
La lista la completaban las biografías de Benjamin Franklin, Henry Ford, Tintoretto, Beethoven y Walt Disney. Todos ellos habían alcanzado la gloria partiendo de unos orígenes modestos y venciendo una serie de dificultades y de penurias formidables. Ése era el modelo que Elías quería imitar. No tenía nada, pero estaba seguro de conseguir los honores de la celebridad. En algún tiempo, cuando fuera vi...