Porque la vida no basta. Encuentros con Miquel Barceló
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Porque la vida no basta. Encuentros con Miquel Barceló

  1. 344 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Porque la vida no basta. Encuentros con Miquel Barceló

Descripción del libro

A finales de 2008, Miquel Barceló invitó a Michael Damiano, un estudiante norteamericano de veintidós años, a vivir en su taller de París. Durante el siguiente año, Michael llegaría a conocer profundamente al pintor, pasando tardes con él en París y acompañándole en viajes a Barcelona, Ginebra o el País Dogón de Mali. También estudiaría la personalidad del artista a través de conversaciones con los miembros de su círculo más íntimo. Este libro, el resultado de este proceso de investigación personal, relata la vida singular de Barceló desde sus años radicales de pobreza en la Mallorca posfranquista hasta las vicisitudes de sus grandes proyectos públicos y sus triunfos y frustraciones en el mundo del arte internacional. De ahí surge el retrato de un hombre brillante y contradictorio, un hombre, en palabras del autor, «de enorme generosidad y a la vez de gran egoísmo, con un lado cariñoso y otro peligroso»

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Información

ISBN de la versión impresa
9788433907950
ISBN del libro electrónico
9788433935489

1. GINEBRA

La inauguración, 18 de noviembre de 2008

Por fin ha llegado el día de la inauguración. La polémica sobre la financiación de la cúpula de Miquel Barceló en el Palacio de las Naciones en Ginebra ha agotado a todos: políticos, diplomáticos, gestores culturales y, sobre todo, al propio artista. En este momento, sin embargo, hay que olvidar la bronca o, por lo menos, ignorarla. Hoy es sencillamente un día para celebrar una obra de arte espectacular. Nadie hablará de dinero, del Fondo de Ayuda al Desarrollo ni de la supuestamente estrecha relación entre el artista y el gobierno de Zapatero.
Los problemas empezaron durante el verano de 2008, cuando salió a la luz que el gobierno español había aportado 500.000 euros del Fondo de Ayuda al Desarrollo al presupuesto para la renovación de la Sala XX del Palacio de las Naciones, sede de la Organización de las Naciones Unidas en Ginebra, proyecto que incluía la cúpula de Barceló. La desacertada decisión acabó convirtiéndose en una polémica exacerbada por el contexto político del momento y por una desastrosa estrategia de comunicación. La derecha aprovechó la situación para acusar al gobierno socialista de ineptitud e irresponsabilidad y la prensa afín al Partido Popular no dudó en jalear la polémica. Se escribió un sinfín de artículos sobre la financiación de la cúpula y se publicaron no pocas columnas disparatadas, como la aparecida en El Mundo en la que se afirmaba que «el gobierno de Zetapé» prefería «subvencionar un gigantesco capricho de arte orgánico firmado por Barceló» antes que «aliviar el hambre de los negritos del África». El gobierno, a su vez, trató de explicar que, de hecho, el mural de Barceló sí tenía que ver con el desarrollo porque guardaba relación con los derechos humanos dado que, tras su inauguración en noviembre, la Sala XX se denominaría «Sala de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones». No fue muy convincente. La revelación posterior de que el presupuesto total del proyecto había superado los veinte millones de euros empeoró la situación y fueron pocos quienes advirtieron que el 60 % del presupuesto había sido sufragado por empresas privadas. Se hablaba de la financiación de la cúpula de Barceló en la radio, en la televisión, en todo tipo de publicaciones y hasta en los bares. Y la mayoría de la gente se mostraba descontenta. Algunas encuestas sin rigor científico publicadas en la prensa sugerían que hasta el 80% de los españoles se sentían indignados por la cuestión de la cúpula. Barceló, involuntariamente convertido en la figura central de la polémica, llegó a preguntarse: «¿Por qué coño habré salido de mi taller?»
Pero hoy, al menos por el momento, nada de eso tiene importancia alguna.
Esta mañana del 18 de noviembre de 2008, tomo el tranvía que me lleva desde mi hostal hasta la sede europea de la ONU en Ginebra. El tranvía –moderno, limpio y con altavoces que anuncian las paradas en varios idiomas– se detiene suavemente en la plaza frente al Palacio de las Naciones, en la que se halla la escultura Broken Chair de Daniel Berset, una monumental silla con una pata rota. Hay una larga hilera de coches negros, BMW o Mercedes con las lunas tintadas como los que utilizan los diplomáticos. Paso el control de seguridad vestido con mi traje, que ha sobrevivido milagrosamente a los vuelos de Santiago a São Paulo, de ahí a Madrid y, finalmente, a Ginebra sin arrugarse demasiado.
Ha sido un viaje muy largo desde Chile, donde estoy estudiando, pero creo que ha merecido la pena. Además, ¿cómo no iba a hacerlo si hace seis meses Barceló me invitó a asistir a la inauguración de la cúpula que acababa de terminar?
Estaba conversando con Javier Mariscal en el patio de su taller en Barcelona. Mariscal se mostraba efusivo y, mientras me relataba historias de sus décadas de amistad con Miquel, gesticulaba e imitaba varias voces de diálogos que recordaba. Al cabo de una hora me preguntó si ya me habían presentado a Miquel. «¡Hombre!, alucino de que no lo conozcas», exclamó. «Ahora lo llamo», decidió. «¡Miguel! ¿Cómo estás?», le dijo Javier. Le explicó que había visto una foto de la cúpula de Ginebra. «¡Muy, muy potente! Muy bonita...» Y luego: «Está aquí un chico americano fantástico que se llama Miguel que me está preguntando sobre tu vida y cosas así. Es buenísimo. El tío lo sabe todo de ti, ¿eh? Te lo paso un momento para que te diga hola.» Javier me pasó su móvil. «Hola, Miguel. ¿Cómo estás?», le pregunté sin saber muy bien qué decir. Un grupillo de colaboradores de Javier se había reunido detrás de nosotros en el umbral de la puerta del patio y dos de ellos se rieron. Miquel me preguntó qué planes tenía. «Ya me marcho de España», le respondí. Llevaba unos meses en España investigando su obra y su biografía, pero mi intención era proseguir la investigación al año siguiente, le expliqué. «Vale. ¿Por qué no vienes a la inauguración de la cúpula de Ginebra?», me preguntó, y apunté el teléfono de su taller de París para organizar el viaje con su secretaria. «Hasta luego», dije, y le devolví su móvil a Mariscal.
Seis meses más tarde aquí estoy y –gracias a mi traje azulno me siento fuera de lugar entre los elegantes invitados.
Tras pasar el control de seguridad accedo a otro control donde unos españoles comprueban la identidad de los invitados en una lista. Una mujer me pregunta quién soy y empiezo a decir mi nombre pero me interrumpe. «Ah, sí», dice, como si me hubiera reconocido, y marca mi nombre en el listado con un rotulador. Me entrega una tarjeta de identificación y un pequeño pedazo de papel en el que se lee:
Déjeuner de Miquel Barceló
L’Entrecôte Couronnée
Bus à 13h45
Me indica que el autobús para ir al almuerzo de Barceló con sus amigos saldrá a las 13h45. Finjo no estar sorprendido y más tarde descubriré que, de los seiscientos asistentes a la inauguración, sólo treinta hemos sido invitados al almuerzo.
Al cruzar la puerta principal del Palacio de las Naciones veo a una funcionaria de la ONU que comprueba que cuantos acceden tengan una tarjeta de identificación. Mi lado infantil desea que me reconozca, pues ayer visité el Palacio de las Naciones con una pareja de Barcelona que conocí en el hostal y la chica que verifica las tarjetas fue la guía de nuestro grupo. La Sala XX donde se encuentra la cúpula de Barceló todavía no formaba parte de la visita, pero las puertas estaban abiertas y, al pasar ante ellas, la pareja de Barcelona y yo nos separamos del grupo discretamente y accedimos a la amplísima sala recién renovada. Reinaba el silencio. Los modernos muebles de color crema y las enormes pantallas de alta definición resplandecían. Unos quince metros por encima de nuestras cabezas colgaban las estalactitas con las que Barceló había batallado durante casi un año para pegarlas al techo. El campo de estalactitas multicolores –una visión sobrecogedora– cubría toda la cúpula de la sala, una superficie superior a la de tres pistas de baloncesto. Dos o tres minutos después, la guía debió de recontar a los integrantes del grupo y se percató de que faltábamos tres. Cuando dio con nosotros, estábamos contemplando el enorme cuadro invertido de Barceló y se enfadó muchísimo: «¡Está absolutamente prohibido entrar en cualquier sala que no esté incluida en la visita! ¡Y especialmente en ésta!»
Al pasar ante ella, nuestras miradas se cruzan brevemente pero no me reconoce.
Al entrar en la Sala XX del Palacio de las Naciones veo de nuevo el campo de estalactitas colgando del techo. Es una visión inaudita: el techo de una cueva mallorquina sobre una vasta sala de reuniones equipada con tecnología puntera. Desde la puerta principal de la sala, las estalactitas y todo el techo parecen grises, y sin embargo al acceder al perímetro de la sala redonda los colores cambian radicalmente.
Miquel proyectó pintura gris-vert –un gris verdoso con tonos azulados– en un lado de la superficie tridimensional y una gama de colores brillantes en el otro, y por ello, al circular por el perímetro de la sala redonda, los colores empiezan a aparecer primero al borde de la pintura gris-vert, luego compartiendo las formas de las estalactitas y finalmente –al otro extremo de la sala– dominando el paisaje con un impacto polícromo. Al caminar por la sala me doy cuenta de que las formas también cambian. La singular e irregular topografía del enorme mural hace que la cúpula tenga un aspecto diferente desde cada punto de la sala.
La sala está casi llena. Mujeres con vestido largo, hombres con traje oscuro y una decena de fotógrafos que circulan entre la multitud. Me parece que pronto va a dar comienzo el acto y decido presentarme a Miquel. Será nuestro primer encuentro. De repente, en las dos inmensas pantallas situadas al fondo de la sala, veo un primer plano del rostro de Barceló, enorme. Frente a una de las pantallas hay mucha gente y un hombre carga con una cámara de televisión. El objetivo enfoca a Barceló, que los saluda a todos, uno por uno, mientras más gente trata de acercarse a él. Me aproximo y me quedo rondando dubitativo entre la muchedumbre hasta que un hombre de unos sesenta años vestido con traje negro me mira insistentemente. «¿Eres Adán?», me pregunta. «No», respondo, pero no dejo que se aleje. No es posible que esté buscando aquí a otro americano de veintiún años. Es Biel Mesquida, poeta mallorquín y amigo de Barceló desde la adolescencia de éste en Palma, y resulta que sí me busca a mí. María Hevia, directora del Fondo Documental Miquel Barceló, le ha pedido que vaya en mi busca. «¿Te has presentado a Miquel?», me pregunta. Como Mariscal hace seis meses, se ofrece a ayudarme y avisa a Miquel.
El aspecto de Miquel es muy diferente del de los asistentes a la inauguración. En lugar del traje oscuro y sobrio imperante, viste un conjunto extraño y discordante: pantalones morados, americana de tela basta y camisa blanca abotonada hasta el cuello pero sin corbata. Lleva el cabello de punta y engominado. Es un peinado moderno, con estilo, pero que no encaja con las entradas que luce a sus cincuenta y un años.
Biel lo dirige hacia mí. Me acerco a él y la cámara de televisión que seguía a Miquel me enfoca a mí también. Desde mi metro setenta y dos de altura, bajo ligeramente la vista para mirarlo a la cara y me devuelve la mirada con frialdad, imperturbable. Después de media hora en la sala, se ha cansado ya de los innumerables aduladores que quieren saludarlo y compartir un momento con el célebre artista. Su mirada es intensa y la verdad es que me intimida. No sé qué decir. Hago un intento: «Hola, soy Michael.» Sigue mirándome inmutable y sin decir palabra. Un segundo intento: «Soy Michael Damiano.» Ahora sí. Al instante, su expresión muda de arisca a afable y siento un gran alivio. En ese momento no me percato de ello, pero acabo de conocer las dos caras públicas de Miquel. La fría y recelosa de ojos ligeramente entornados ante los desconocidos y la cálida y amable con una amplia sonrisa y una mirada intensa y franca que te hace pensar que, en ese instante, sólo tú le importas. De hecho, ésa es la más peligrosa de las dos. Es seductora, embriagadora y algunos se vuelven adictos a ella. «¡Encantado de que hayas venido!», me responde.
«¿Qué piensas de la cúpula?», quiere saber. «Espectacular», le digo. Me pregunta si he paseado por toda la sala para ver cómo cambia el cuadro. Le aseguro que sí y me percato de que lo primero que ha querido saber es si he experimentado bien su obra. «Tienes que verla desde arriba», dice. Se vuelve y me hace señas para que lo siga. Mientras se aleja de una nube de admiradores, otros se aproximan por ambos costados y él sigue caminando, sin hacerles caso, cabizbajo, mirando al suelo ante sus pies. «Ven, Michael», repite. En el perímetro de la sala me deja con su ayudante, Jean-Philippe, y le da instrucciones en francés. «Luego nos vemos», me dice, se da la vuelta y regresa al bullicio.
Poco después comienza la ceremonia: bella, sobria y elegante, en cierta medida representa un triunfo para Barceló. Asisten y pronuncian discursos los Reyes de España, Zapatero, el secretario general de la ONU, el presidente de Suiza y el primer ministro de Turquía. Miquel también pronuncia un curioso discurso, primero en francés y luego en catalán y castellano:
Un día de gran calor, en pleno Sahel,
recuerdo con la vividez de los espejismos
la imagen del mundo goteando hacia el cielo.
Árboles, dunas, asnos, gentes multicolores...
escurriéndose gota a gota. Consumiéndose también.
Todo esto puesto al revés es un mar pero también es una cueva.
La unión absoluta de contrarios.
La superficie oceánica de la tierra
y sus oquedades más escondidas.
En este mar agitado, cabe suponer varios niveles:
el fondo del agua y sus moradores polícromos,
el plano del agua, la espuma blanca del agua revuelta en marejada
y al final el reflejo, lo que refleja este mar,
lo que está debajo: nosotros.
Al terminar se sienta entre aplausos sin más explicación ni comentario adicional. Durante el resto de la ceremonia, Miquel se muestra contento y recibe los elogios del Rey, del secretario general de las Naciones Unidas y de los demás oradores. A continuación, un violonchelista interpreta El cant dels ocells, la pieza que Pau Casals hizo famosa y ejecutó en las Naciones Unidas en Nueva York en 1971, y finalmente se proyecta un breve documental sobre la creación de la cúpula que tan sólo alude al tremendo esfuerzo que ha costado crearla.

El proceso, agosto de 2007 a junio de 2008

Tras una ceremonia tan solemne parecía inconcebible que el proyecto que se había realizado allí, en aquella misma sala, hubiera estado al borde de acabar en catástrofe. La creación de la cúpula comenzó en el verano de 2007, cuando dos ingenieros suizos diseñaron la estructura que soportaría el gran mural. Era un disco cóncavo de unos mil metros cuadrados formado por largos radios curvos de acero cubiertos por setecientas placas de Aerolam, un innovador aluminio utilizado en la construcción de aviones. Era como un enorme platillo volante que sobrevolara la sala de reuniones vacía.
Estaba previsto terminar la pintura de la superficie en tres meses, empezando a principios del otoño y acabando para Navidad. Sin embargo, en Nochevieja, Barceló y su equipo de veinte ayudantes sólo habían logrado pintar la superficie de blanco. Fue un milagro que los funcionarios no cancelaran el proyecto en aquel mismo instante. Ya habían sobrepasado el presupuesto y no había ningún plan viable para terminar la obra. Barceló, frustrado, calculó sardónicamente que tardaría unos quince años en acabarla. Se trataba de una broma, pero a los funcionarios del gobierno español y de la ONU no les hizo ni pizca de gracia.
La visión que Miquel tenía de la cúpula –un vasto campo de estalactitas como las que cuelgan de los techos de las cuevas de Mallorca– planteaba muchos problemas y el primero de ellos era que nadie sabía cómo crear las estalactitas. Pero Miquel se negaba a cambiar de plan. Una vez que se le había ocurrido la idea de las estalactitas se sentía obligado a crearla y ni se le pasaba por la cabeza hacer algo diferente. En varias ocasiones afirmó que preferiría abandonar el proyecto a verse obligado a cambiar el concepto, pero abandonar no era una opción viable. La cúpula era el proyecto más importante, de mayor alcance y más caro que había emprendido nunca. Abandonar supondría prácticamente que jamás recibiría otro encargo público.
Antes de empezar, en otoño de 2007, y a la vista de la magnitud del proyecto, quedó claro que Barceló necesitaría un equipo para llevarlo a cabo, así que se reunió a unas veinte personas, mayoritariamente españoles y franceses. Sin embargo, trabajar con un equipo fue un desafío. Barceló había trabajado casi siempre solo. En contadas ocasiones –la creación del mural de la capilla de San Pedro en la catedral de Mallorca, el espectáculo Paso doble o, en general, en su trabajo con cerámica– ha trabajado con expertos que aportan su pericia técnica, pero hasta entonces nunca había trabajado con más de unos pocos a la vez, por lo que contar con un equipo tan numeroso constituía para él una situación sin precedentes.
Sus planes originales para llevar a cabo el proyecto reflejaban su ingenuidad como jefe de personal, pues preveía que todo el proceso sería como una performance que contaría con música en directo, interpretada por grupos a los que Miquel iría invitando. Él se situaría en el centro del espacio con los veinte ayudantes a su alrededor y éstos lo mirarían e imitarían sus movimientos. Cuando él hiciera un gesto, por ejemplo aplicar una estalactita al techo con las manos, todo el equipo haría lo mismo. Así el equipo sería una extensión, o una multiplicación, de él mismo para poder trabajar toda la superficie a la vez, como le gusta hacer en el taller sobre telas de unos nueve metros cuadrados. Era una idea tan fantástica como absurda. Cuando Agustí Torres, el fotógrafo y realizador que hizo un documental sobre la creación de la cúpula, me explicó la idea, me quedé asombrado. ¿Realmente pensaba realizarlo así? «Es lo que me había explicado. Por eso, al plantear el documental pensé en que haría el vídeo de una performance, con lo cual iba a tener muchas cosas solucionadas. La música, por ejemplo.»
Miquel insiste en que este método era un plan serio. De hecho, ya había seleccionado a los primeros grupos que tocarían; al enfrentarse a la realidad, sin embargo, el excéntrico plan, desde luego, no prosperó.
Cuando Miquel y el equipo llegaron a Ginebra aún faltaba mucho para que se empezaran a crear las primeras estalactitas. El retraso fue debido, sobre todo, a la determinación de Miquel de crear toda la obra sólo con pintura. Barceló es fundamentalmente un pintor y la imagen que tenía en mente del campo de estalactitas era, por supuesto, hecha de pintura. Est...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. 1. Ginebra
  4. 2. Mallorca
  5. 3. Barcelona
  6. 4. Nueva York
  7. 5. Mali
  8. 6. París
  9. 7. Vietri sul Mare
  10. 8. Venecia
  11. Epílogo
  12. Notas
  13. Agradecimientos
  14. Imágenes
  15. Créditos