Carol
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Carol

Patricia Highsmith, Isabel Núñez, José Aguirre

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Carol

Patricia Highsmith, Isabel Núñez, José Aguirre

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Información del libro

Claire Morgan, una autora desconocida y que eligió permanecer en el más absoluto anonimato, publicó en 1952 una novela, El precio de la sal, notablemente audaz para la época. Los críticos trataron el libro con una mezcla de desconcierto y respeto, pero el éxito de público fue inmediato, y se vendieron más de un millón de ejemplares de la edición de bolsillo. La novela no volvió a editarse, y ahora reaparece con el título Carol, que originalmente le había dado su autora, y firmada por ésta con su verdadero nombre. Carol es una novela de amor entre mujeres?de ahí la decisión de Patricia Highsmith de publicarla bajo un seudónimo, para no ser clasificada como una «escritora lesbiana»?, que se lee con la misma fascinada atención que despiertan las novelas «policíacas» de su autora. Highsmith concibió Carol en 1948, cuando tenía veintisiete años y había terminado su primera novela, Extraños en un tren. Se encontraba sin dinero, y se empleó durante una temporada en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un día, una elegante mujer rubia envuelta en visones entró a comprar una muñeca, dio un nombre y una dirección para que se la enviaran y se marchó. Patricia Highsmith se fue a casa y escribió de un tirón un primer borrador de Carol, que comienza precisamente con el encuentro entre Therese, una joven escenógrafa que trabaja accidentalmente como dependienta, y Carol, la elegante y sofisticada mujer, recientemente divorciada, que entra a comprar una muñeca para su hija y cambia para siempre el curso de la vida de la joven vendedora.

Claire Morgan, una autora desconocida y que eligió permanecer en el más absoluto anonimato, publicó en 1952 una novela, El precio de la sal, notablemente audaz para la época. Los críticos trataron el libro con una mezcla de desconcierto y respeto, pero el éxito de público fue inmediato, y se vendieron más de un millón de ejemplares de la edición de bolsillo. La novela no volvió a editarse, y ahora reaparece con el título Carol, que originalmente le había dado su autora, y firmada por ésta con su verdadero nombre. Carol es una novela de amor entre mujeres de ahí la decisión de Patricia Highsmith de publicarla bajo un seudónimo, para no ser clasificada como una «escritora lesbiana», que se lee con la misma fascinada atención que despiertan las novelas «policíacas» de su autora. Highsmith concibió Carol en 1948, cuando tenía veintisiete años y había terminado su primera novela, Extraños en un tren. Se encontraba sin dinero, y se empleó durante una temporada en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un día, una elegante mujer rubia envuelta en visones entró a comprar una muñeca, dio un nombre y una dirección para que se la enviaran y se marchó. Patricia Highsmith se fue a casa y escribió de un tirón un primer borrador de Carol, que comienza precisamente con el encuentro entre Therese, una joven escenógrafa que trabaja accidentalmente como dependienta, y Carol, la elegante y sofisticada mujer, recientemente divorciada, que entra a comprar una muñeca para su hija y cambia para siempre el curso de la vida de la joven vendedora.

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Información

Año
1991
ISBN
9788433936349
Categoría
Literatura

II

12

Enero.
Aquel enero hubo de todo. Y hubo algo casi sólido, como una puerta. El frío encerraba la ciudad en una cápsula gris. Enero era todos aquellos momentos, y también era todo un año. Enero dejaba caer los momentos y los congelaba en su memoria: la mujer que a la luz de una cerilla miraba ansiosamente los nombres grabados en una puerta oscura, el hombre que garabateó un mensaje y se lo tendió a su amigo antes de irse juntos por la acera, el hombre que corrió toda una manzana para alcanzar por fin el autobús. Cualquier acto humano parecía desvelar algo mágico. Enero era un mes de dos caras, campanilleando como los cascabeles de un bufón, crujiendo como una capa de nieve, puro como los comienzos y sombrío como un viejo, misteriosamente familiar y desconocido al mismo tiempo, como una palabra que uno está a punto de definir, pero no puede.
Un joven llamado Red Malone y un carpintero calvo trabajaban con ella en el decorado de Llovizna. El señor Donohue estaba muy contento de todo. Dijo que le había pedido al señor Baltin que fuera a ver el trabajo de Therese. El señor Baltin era un graduado de una academia rusa y había diseñado unos cuantos decorados para teatro en Nueva York. Therese nunca había oído hablar de él. Intentó que el señor Donohue le arreglase una cita con Myron Blanchard o Ivor Harkevy, pero el señor Donohue no le prometió nada. Therese supuso que le era imposible.
Una tarde apareció el señor Baltin. Era un hombre alto y encorvado, con un sombrero negro y un abrigo raído, y miró resueltamente el trabajo que ella le mostraba. Ella sólo había llevado tres o cuatro maquetas al teatro, las mejores que tenía. El señor Baltin le habló de una obra que iba a empezar a producirse al cabo de un mes y medio. Él estaría encantado de recomendarla como ayudante, y Therese dijo que le iría muy bien porque de todas maneras iba a estar fuera de la ciudad hasta entonces. En los últimos días, todo estaba saliendo muy bien. El señor Andronich le había prometido un trabajo de dos semanas en Filadelfia a mediados de febrero, que sería justo el momento en que volviera de su viaje con Carol. Therese apuntó el nombre y la dirección del hombre que conocía el señor Baltin.
–Está buscando a alguien, así que llámele a principios de semana –dijo el señor Baltin–. Será sólo un trabajo de ayudante, pero su primer ayudante, un alumno mío, ahora trabaja con Harkevy.
–¡Oh! ¿Cree que usted o él podrían conseguirme una cita con el señor Harkevy?
–Nada más fácil. Lo único que tiene que hacer es llamar al estudio de Harkevy y preguntar por Charles, Charles Winant. Dígale que ha hablado conmigo. Déjeme pensar, sí, llámele el viernes. El viernes por la tarde, a eso de las tres.
–De acuerdo, muchas gracias.
Faltaba toda una semana para el viernes. Therese había oído decir que Harkevy era inaccesible y tenía fama de no conceder nunca citas y de no acudir jamás a las que había concedido, porque estaba muy ocupado. Pero tal vez el señor Baltin le conociera mejor.
–Y no se olvide de llamar a Kettering –le dijo el señor Baltin al salir.
Therese miró otra vez el nombre que él le había dado: Adolph Kettering, Inversiones Teatrales, y una dirección privada.
–Le llamaré el lunes por la mañana. Muchas gracias.
Aquél era el sábado en que había quedado con Richard en el Palermo después del trabajo. Era el 17 de enero, once días antes de la fecha en que Carol y ella tenían planeado irse. Vio a Phil de pie con Richard en el bar.
–¿Qué tal está el viejo Black Cat? –le preguntó Phil, arrastrando una silla para ella–. ¿También trabajáis los sábados?
–Los actores no, sólo mi departamento –dijo ella.
–¿Cuándo es el estreno?
–El 21.
–Mira –dijo Richard, y señaló una mancha verde oscuro en su falda.
–Ya lo sé. Me la hice hace días.
–¿Qué quieres beber? –le preguntó Phil.
–No lo sé. Una cerveza quizá, gracias.
Richard le había vuelto la espalda a Phil, que estaba al otro lado de él, y ella notó que algo iba mal entre ellos.
–¿Has pintado algo hoy? –le preguntó a Richard.
Richard tenía las comisuras de los labios curvadas hacia abajo.
–A un chófer le ha dado un pasmo y he tenido que sustituirle. Me he quedado tirado sin gasolina en medio de Long Island.
–¡Vaya faena! Quizá prefieras pintar en vez de salir mañana.
Habían hablado de ir a Hoboken al día siguiente, para dar una vuelta y comer en el Clam House. Pero Carol iba a estar en la ciudad y había prometido llamarla.
–Pintaré si tú posas para mí –dijo Richard.
Therese dudó, incómoda.
–Estos días no me siento con ánimos de posar.
–Muy bien, no tiene importancia –sonrió–. ¿Pero cómo voy a pintarte si nunca posas?
–¿Y por qué no me pintas de memoria?
Phil sacó la mano del bolsillo y cogió el vaso de Therese.
–No tomes esto. Tómate algo mejor. Yo estoy tomando un whisky de centeno con agua.
–Vale, probaré.
Phil estaba de pie, al otro lado de Therese. Parecía animado, pero tenía ojeras. Durante la semana anterior, mientras estaba de un humor taciturno, había estado escribiendo una obra. Había leído en voz alta algunas escenas en su fiesta de Año Nuevo. Según él, era una continuación de la Metamorfosis de Kafka. Ella le había dibujado un boceto provisional para la mañana del Año Nuevo y se lo enseñó a Phil cuando fue a visitarle. Y, de pronto, se le ocurrió que Richard estaba enfadado por eso.
–Terry, me gustaría que hicieras una maqueta que se pudiera fotografiar a partir del boceto que me hiciste. Me gustaría tener un decorado para presentarlo con el guión. –Phil empujó su whisky con agua hacia ella y se inclinó hacia la barra acercándosele mucho.
–Sí, se podría hacer –dijo Therese–. ¿Vas a intentar que te la produzcan?
–¿Por qué no? –Los ojos de Phil la desafiaron por encima de su sonrisa. Chasqueó los dedos hacia el camarero–. ¡La cuenta, por favor!
–Pago yo –dijo Richard.
–No, no, esto es cosa mía. –Phil tenía en la mano su vieja cartera negra.
Nunca le producirían la obra, pensó Therese, quizá ni siquiera la acabara, porque Phil tenía un humor muy inestable.
–Estaré por ahí –dijo Phil–. Pásate por allí pronto, Terry. Hasta luego, Richard.
Ella le observó salir y subir la pequeña escalera frontal, más andrajoso que nunca con sus sandalias y su raído abrigo cruzado, aunque con una atractiva indiferencia hacia su aspecto. «Como un hombre que se pasea por su casa con su viejo albornoz favorito», pensó Therese. Le saludó con la mano a través de la ventana.
–He oído que le llevaste cerveza y bocadillos a Phil el día de Año Nuevo –dijo Richard.
–Sí. Llamó y me dijo que tenía resaca.
–¿Por qué no me lo habías contado?
–Supongo que se me olvidó, no tenía importancia.
–No tenía importancia. Si tú... –Richard hizo un gesto lento y desesperado con su rígida mano–. ¿No tiene importancia pasarse la mitad del día en el apartamento de un tío y llevarle cerveza y bocadillos...? ¿No se te ocurrió que quizá yo también querría unos bocadillos?
–Si querías, mucha gente te los podría haber llevado. Nos habíamos comido y bebido todo lo que había en casa de Phil, ¿no te acuerdas?
Richard asintió con su larga cabeza, sonriendo aún con la misma sonrisa malhumorada y de soslayo.
–Y estabas a solas con él, los dos solos.
–Oh, Richard. –Ella lo recordó. No tenía la menor importancia. Aquel día Dannie no había vuelto de Connecticut. Había pasado el Año Nuevo en casa de uno de sus profesores. Ella esperaba que Dannie volviera aquella tarde a la casa que compartía con Phil, pero probablemente Richard nunca hubiera pensado ni sospechado que ella prefería con mucho a Dannie.
–Si lo hubiera hecho cualquier otra chica, yo habría sospechado que se estaba cociendo algo y habría acertado –continuó Richard.
–Creo que te estás portando como un tonto.
–Yo creo que tú te estás portando como una ingenua. –Richard la miraba inflexible, resentido, y Therese pensó que su resentimiento no se debía sólo a eso. Sentía que ella no fuera y nunca pudiera ser la chica que él habría deseado, una chica que le amara apasionadamente y quisiera ir a Europa con él. Una chica tal como era ella, con su cara, sus ambiciones, pero que le adorase–. No eres el tipo de Phil, ¿sabes?
–¿Y quién ha dicho nunca que lo fuera? ¿Phil?
–Ese desgraciado, ese absurdo diletante –murmuró Richard–. Y esta noche ha tenido la jeta de afirmar que tú no darías un centavo por mí.
–No tiene ningún derecho a decir eso. Yo no le hablo de ti.
–Ah, muy buena respuesta. Eso quiere decir que si le hablaras de mí, sabría que no das ni un centavo por mí, ¿no? –Richard lo dijo con calma, pero su voz estaba llena de irritación contenida.
–¿Qué es lo que tiene de pronto Phil contra ti? –preguntó ella.
–¡Ése no es el tema!
–¿Y cuál es el tema? –dijo ella con impaciencia.
–Bueno, Terry, vamos a dejarlo.
–Puedes pensar el tema que quieras –le dijo, pero al verle darse la vuelta y apoyar los codos en la barra, casi como si sus palabras le dolieran físicamente, ella sintió una súbita compasión por él. No había sido ese momento, no había sido aquella semana lo que le había herido, sino toda la futilidad pasada y futura de sus sentimientos hacia ella.
Richard aplastó su cigarrillo en el cenicero.
–¿Qué quieres hacer esta noche? –preguntó.
«Cuéntale lo del viaje con Carol», pensó ella. Dos veces había estado a punto de decírselo y luego lo había dejado.
–¿Quieres que hagamos algo? –dijo Therese, enfatizando la última palabra.
–Claro –dijo él, deprimido–. ¿Qué te parece cenar y luego llamar a Sam y Joan? Quizá podamos subir un rato a verles esta noche.
–Muy bien –dijo. A ella le horrorizaba. Eran dos de las personas más aburridas que había conocido, un dependiente de una zapatería y una secretaria, felizmente casados en la calle Veinte Oeste, y sabía que Richard pretendía mostrárselos como un ideal de vida, para recordarle que ellos también podían vivir juntos algún día. Ella los odiaba y cualquier otra noche habría protestado, pero sentía compasión por Richard y la compasión despertaba un amorfo sentimiento de culpabilidad y una necesidad de conciliación. De pronto, se acordó de una excursión que habían hecho el verano anterior, merendaron junto a la carretera, cerca de Tarrytown, y recordó a Richard echado en la hierba, descorchando muy lentamente la botella, mientras hablaban ¿de qué? Recordó aquel momento tan alegre, aquella convicción de que aquel día compartían algo maravillosamente real y extraño, y se preguntó adónde habría ido a parar, o en qué se habría basado. Ahora su larga y lisa figura de pie junto a ella parecía oprimirla con su peso. Ella intentó contener su resentimiento, pero sólo consiguió intensificarlo en su interior, como si tomara cuerpo. Miró las figuras regordetas de dos trabajadores italianos que había de pie en la barra, y a las dos chicas del fondo del bar, a las que había visto antes. Mientras salían, se fijó en ellas. Llevaban pantalones holgados. Una llevaba el pelo cortado a lo chico. Therese miró a otra parte, consciente de que las estaba evitando, evitan...

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