Historia del cine
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Román Gubern

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Aparecida en 1969, ha sido traducida y repetidamente editada, en versiones sucesivamente revisadas, convirtiéndose en un clásico.

Esta Historia del cine de Román Gubern, aparecida en 1969, ha sido traducida y repetidamente editada, en versiones sucesivamente revisadas, convirtiéndose en un clásico, utilizado como texto docente en muchas universidades, como obra de consulta o como relato ameno de la historia del nacimiento de un nuevo arte y medio de comunicación que se ha convertido en un lenguaje artístico novedoso, un imaginario colectivo, un moldeador de costumbres sociales, un medio de propaganda ideológica y una forma de entretenimiento masivo. En ella se describe la historia de un espectáculo popular que nació como una derivación de la instantánea fotográfica, creció en barracas de feria o espectáculos de music hall y llegó a convertirse en fábrica de sueños en templos de mármol y suntuosos cortinajes, para recluirse luego en minisalas, pantallas de televisión o soportes informáticos. El libro describe tanto su evolución estética como su evolución técnica y sus implicaciones socioeconómicas e ideológicas. Agente activo de propaganda política, supo entablar un fructífero diálogo con los movimientos de vanguardia del siglo XX e inscribirse en las revoluciones estéticas e intelectuales desarrolladas a lo largo de más de un siglo. Pero de su cantera imaginativa surgieron también historias de aventuras en parajes exóticos, dramas amorosos, sátiras del poder político o económico, gestas heroicas y tenebrosas intrigas criminales. Por no mencionar sus arquetipos de atractivo erótico y sus modelos de seducción, que influirían en los gustos de las masas.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433935243
Categoría
Literatura
EL ARTE MUDO
LA ESCUELA IMPRESIONISTA
«El siglo XX –escribe Hauser– comienza después de la Primera Guerra Mundial, lo mismo que el siglo XIX no comenzó hasta alrededor de 1830.» Ciertamente, la cronología de la civilización y de la cultura no es casi nunca isócrona con el reloj del tiempo histórico. Cuando París despierta con la jubilosa explosión del armisticio, que con su algarabía trata de ahogar el eco de los impresionantes rugidos de la Gran Berta, se pasa una página capital en la historia de la cultura. Acaba de morir Edgar Degas, y Pierre-Auguste Renoir se extinguirá en 1919. Con su muerte se entierra el último estertor de la pintura del siglo XIX. El impresionismo, revolucionario en su día y académico ahora, fue barrido por la resaca cubista, que con su revolución geométrica anunció los tiempos tormentosos que para el arte se avecinaban. Con el final de la guerra se inaugura la era del terrorismo artístico, de la vivificadora demolición de la tradición cultural, cuya veda levantó el movimiento Dadá en 1916 desde la neutral Suiza. Convertido en el ombligo artístico del mundo, París se transformará en una jungla de ismos y en un caldo de cultivo de todos los experimentos que se hacen en nombre de la cultura. El buen burgués irá de asombro en asombro ante las pinturas metafísicas de De Chirico, las aerografías de Man Ray, los caligramas de Apollinaire y los collages de Max Ernst. Nace la nueva literatura por obra de Proust, que recibe el Goncourt en 1919, y del Ulises (1922) de Joyce. El psicoanálisis penetra en el arte y se publican demoledores manifiestos por doquier. No es raro, pues, que el cine vaya a convertirse en el niño mimado de la nueva cultura que nace impetuosamente.
Pero el cine francés padecía una grave anemia. Cuatro años de guerra habían anquilosado su aparato productivo, permitiendo al cine americano adueñarse de su mercado. Hacía falta un auténtico titán para levantarlo de su postración. Y esto fue lo que hizo Louis Delluc, aun a costa de su salud y de su fortuna. Delluc, como todo escritor bienpensante, había comenzado por detestar el cine. Pero algunos amigos actores y su esposa, la actriz Eve Francis, consiguieron hacerle frecuentar las salas oscuras y en ellas se operó en Delluc la revelación del nuevo arte, sobre todo gracias a los westerns de Ince, los films de Chaplin y La marca del fuego de DeMille. Delluc se transformó entonces de su más implacable enemigo en su más abnegado apóstol. Su infatigable actividad como crítico, ensayista, guionista y realizador le llevará a una muerte prematura, a los treinta y tres años, y en completa ruina. Delluc creó la palabra Cine-Club y fundó el primero de la historia (1920), templo del nuevo arte. Fue crítico y ensayista y dio a la palabra fotogenia su actual contenido estético, definiéndola como el particular aspecto poético de los seres y de las cosas susceptible de ser revelado únicamente por el cinematógrafo. Consideró que los elementos creadores del arte cinematográfico eran el decorado (en donde incluía la noción de «encuadre»), la iluminación, la cadencia (es decir, el «ritmo», noción sugerida por las obras de Griffith) y la máscara (en donde englobaba al actor).
Además de su considerable labor como teórico, como crítico y como fundador de revistas, en 1920 comenzó a dirigir películas. De las siete que realizó (la mayor parte de ellas perdidas en la actualidad), dos revelan un talento creador poco común: Fièvre (1921) y La Femme de nulle part (1922). La primera reflejaba netamente la admiración de Delluc hacia el cine norteamericano y sueco. La acción transcurría en una taberna portuaria de Marsella (equivalente francés del saloon de los westerns) y este decorado, como en los films suecos, jugaba un papel dramático decisivo. Entre los marinos recién desembarcados que iban allí a pasar un rato, la patrona reconocía a un antiguo amante, que comparecía casado con una joven oriental. Estallaba una pelea y el marido de la patrona mataba al antiguo amante de su mujer. Simple drama de «atmósfera», como se ve, con protagonista colectivo más que individual y construido con respeto a la norma teatral de las tres unidades, preludia el realismo poético y populista que dominará en el cine francés de los treinta: Renoir, Carné, Feyder, Duvivier, Chenal.
La Femme de nulle part fue, en cambio, uno de los primeros intentos de cine psicológico, que influido por los realizadores suecos describía con minuciosidad, a través de pequeños detalles, un estado de ánimo: una mujer que abandonó hace veinte años su vida burguesa para seguir a su amante, regresa a la suntuosa villa de su familia, evoca un pasado feliz que ya le es imposible reanudar y se encuentra con otra mujer, más joven, que proyecta fugarse con su amante como hizo ella en otro tiempo. La historia, mundana y banal, está emparentada con la temática del teatro francés de la época, pero relatada con gran finura psicológica y en donde la técnica literaria del monólogo se halla inteligentemente reemplazada por el flash-back visual, que ya Delluc había utilizado sistemáticamente en Le silence (1920), pues el tema del pasado es para Delluc (como lo será para Resnais) uno de los ejes de su narrativa.
Con estas obras se ve claro que Delluc trataba de orientar al cine francés hacia un sendero intelectualmente noble, como años antes hiciera el film d’art en rebeldía ante el cine populachero de Méliès y de Zecca, aunque por fortuna los tiempos no son los mismos y el cine comienza a dominar ya su lenguaje. A través de Delluc una nueva categoría de personas, con preparación cultural e inquietud artística, irrumpen en lo que venía siendo coto de mercaderes y autodidactas. El viraje es importante. A la cabeza de su revista Cinéma Delluc colocó un lema que vino a ser su grito de batalla: Que le cinéma français soit du cinéma, que le cinéma français soit français.
En torno a Delluc se agrupó una serie de artistas que los historiadores catalogan hoy con el nombre de Escuela impresionista, para distinguirlos del contemporáneo expresionismo alemán, del que les separaba su simplicidad estilística y el refinamiento de sus temas. Delluc capitaneó a este heterogéneo grupo formado por Germaine Dulac, Marcel L’Herbier, Abel Gance y Jean Epstein. Eran, para emplear un lenguaje actual, la «nueva ola» de los años veinte, y su confesada voluntad de vanguardia y de elite nació fatalmente, al igual que todas las vanguardias, como negación dialéctica e históricamente necesaria de un arte popular y de masas, en confusa reacción frente al cine-mercancía y al cine-alienación.
Marcel L’Herbier, poeta simbolista y autor teatral antes de orientarse hacia el cine, sintió la vieja fascinación romántica del «color local» y se vino a España a rodar Eldorado (1921), melodrama químicamente puro de los trágicos amores de un pintor escandinavo (prometido con una rica dama) y de una bailarina española, que al final se suicida. En su buceo hacia la realidad interior de los personajes –una de las preocupaciones mayores de esta escuelaL’Herbier dio una interpretación técnica del subjetivismo mediante imágenes empañadas por el «desvanecido» (o flou), que evocaban a los maestros del impresionismo pictórico y que había ensayado ya por vez primera en Phantasmes (1918). Luego, tras la revelación del expresionismo alemán, L’Herbier asimiló su potencial formalista, depurándolo y recurriendo también al cubismo, con Don Juan et Faust (1923), La inhumana (L’inhumaine, 1924), con decorados futuristas-cubistas de Fernand Léger, Mallet-Stevens y Claude Autant-Lara, y El difunto Matías Pascal (Feu Mathias Pascal, 1925), según Pirandello, film para el que el brasileño Alberto Cavalcanti construyó unos decorados provistos de techo.
Hoy se nos aparecen estas cascadas de imágenes refinadas como viciadas por un formalismo exasperante, aunque a veces de una brillantez sorprendente. Pero era bueno, y hasta necesario, que el cine atravesase este sarampión intelectual, a remolque de la literatura y de la pintura, para alcanzar, una vez separada la ganga de lo realmente válido, su mayoría de edad estética.
La última realización ambiciosa de L’Herbier, en los albores del cine sonoro, fue Dinero (L’argent, 1928), que trasponía la novela de Zola a la época contemporánea, con las escenas de la Bolsa sonorizadas mediante la grabación de efectos ambientales (ruidos, voces, rumores). Después sepultó su prestigio en una montaña de banalidades que es mejor no recordar y en 1943 fundó el Institut des Hautes Études Cinématographiques de París.
El límite de las contradicciones estéticas de la escuela lo encarnó el exuberante Abel Gance, profeta y visionario, que al grito de Le temps de l’image est venu! se convirtió en el más puro alquimista del cine francés. Para rodar La folie du Dr. Tube (1916) –sobre un sabio que ha descubierto la posibilidad de deformar los rayos luminosos– empleó objetivos deformantes, consiguiendo unas imágenes distorsionadas como las de los espejos de los parques de atracciones. Pero la película no fue exhibida, de modo que su innovación no ejerció en su tiempo influencia alguna. Más importantes fueron su grandilocuente alegato antimilitarista Yo acuso (J’accuse, 1919), en donde los espectadores asistían a la macabra vuelta a la vida de los cadáveres esparcidos en un campo de batalla, y la tragedia lírica La rueda (La roue, 1921-1923), en donde culminó la pedante retórica del desordenado genio de Gance. La rueda narraba, con un tono de un romanticismo exasperado, la tragedia del mecánico y conductor de locomotoras Sísifo, atormentado por la pasión amorosa que le inspira su hija adoptiva y que acaba perdiendo la vista y la razón. Entre los escombros visuales de esta versión del Edipo de la era maquinista, destacó un pasaje antológico al principio de la película, basado en el «montaje corto» –ya empleado por Griffith, especialmente en Intolerancia–, con fragmentos muy breves de película: paisajes, rostros, bielas, vapor, ruedas y, finalmente, la locomotora que se precipita hacia el abismo. Una auténtica sinfonía visual que inspiraría al compositor Arthur Honegger su Pacific 231, poema musical de la locomotora, y a Jean Mitry un cortometraje del mismo título en 1949.
Forzoso es reconocer que Gance, a pesar de sus irregularidades, de su grandilocuencia, su melodramatismo, su mal gusto y sus citas pedantes de la cultura clásica, es quien, después de Griffith, más hizo por investigar los recursos del naciente lenguaje cinematográfico. La obra más ambiciosa de su vida fue Napoleón (Napoléon vu par Abel Gance, 1923-1927), que costó la friolera de 15 millones de francos, que no dieron de sí para concluir la biografía del corso, interrumpida con la partida de los ejércitos de Napoleón para su primera campaña en Italia. En esta obra, Gance dio rienda suelta a sus experimentos y utilizó el Tríptico (o pantalla triple) para desplegar horizontalmente sus más grandiosas escenas, en temprana anticipación del Cinerama de Fred Waller. Otra de las bazas técnicas que jugó Gance en esta película, con la colaboración técnica de Segundo de Chomón, fue el empleo de cámaras muy ligeras con motor de cuerda, que permitían captar agitados encuadres subjetivos, atadas a un caballo al galope, o bien introducidas en un proyectil arrojado al aire o lanzado al mar.
Pero en arte siempre resulta peligroso confundir la grandiosidad con la grandeza, y el extravagante Gance se empeñará tozudamente en conseguir ésta a través de aquélla, lográndolo tan sólo en muy raras ocasiones. Su última gran aventura en el terreno de la creación cinematográfica, que acabó de la peor manera, fue El fin del mundo (La fin du monde, 1930), colosal película futurista en la que el propio Gance interpretaba el papel de Cristo, que quedó inconclusa y fue terminada por V. Turjanski, de modo que El fin del mundo fue también el simbólico fin de la carrera de su inquieto realizador.
Tal vez la personalidad más madura de la escuela impresionista, en parte porque su incorporación fue más tardía, sea la de Jean Epstein, de origen polaco, cuyo Cœur fidèle (1923) causó sensación en su época, no por el banal relato naturalista de un obrero y un chulo rivales por el amor de una mujer, sino por su ejercicio de estilo, en particular en la antológica escena de la feria: tiovivo, columpios, autómatas, primeros planos, montaje corto, cámara subjetiva, encuadres oblicuos... Todo un manifiesto del nuevo lenguaje visual, todavía adolescente, que hace comprensible el juicio de Marcel Proust por estos años: «No amamos tanto el cine por lo que es como por lo que será.»
También es positivo que, mientras Hollywood ponía en circulación un mundo lujoso y sofisticado, frívolo y decadente, algunos vanguardistas franceses demostraban una cariñosa vocación populista, prefiriendo la taberna, el suburbio, el puerto y los lugares y tipos populares, testimonio, aunque deformado y subjetivista, de cierta realidad social. Jean Epstein llevó esta tendencia naturalista a su extremo en Finis Terrae (1929), interpretada por actores naturales, pescadores auténticos, e importante antecedente del neorrealismo italiano, aunque el material documental aparezca fuertemente manipulado por sus virtuosismos técnicos. Pero el año anterior, el proteico Epstein había pulsado el más opuesto registro al realizar un experimento expresionista (cuando este estilo estaba pasado ya de moda) con El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928), en el que para trasponer el desquiciado mundo de Edgar A. Poe a la pantalla se valió del ralentí, que crea un clima irreal y fantasmagórico a lo largo de toda la obra. Se trata de un expresionismo depurado, no meramente escenográfico al estilo alemán, sino en donde los elementos dinámicos –movimientos de cámara, como el viento figurado por travellings recorriendo los pasillos, y el tempo irreal de la acción– han sido distorsionados expresivamente.
Violentar la naturaleza del tiempo real, ésa era una de las ambiciones de Epstein, que en sus escritos exalta las posibilidades «sobrenaturales» del cine, en especial la modificación de la naturaleza del tiempo, conseguida por vez primera en la historia de la ciencia y del arte gracias al acelerado, al ralentí y a la inversión de movimientos. Y cuando, siguiendo el rastro de su maestro Delluc, trata de penetrar la secreta esencia de la fotogenia, escribe: «A decir verdad, fotogenia y fotogénico no eran otra cosa que palabras que designaban vagamente una función mal definida. Los objetivos continuaban buscando al azar sus formas en la realidad. Sin embargo, poco a poco se fue haciendo claro a los operadores y a los directores que la fotogenia dependía fundamentalmente del movimiento: movimiento del objeto cinematografiado y de los juegos de luces y de sombras, e incluso del objetivo de la cámara. La fotogenia aparecía, sobre todo, como una función de la movilidad. Así, el movimiento, esta apariencia que ni el dibujo, ni la pintura, ni la fotografía pueden reproducir, se descubría como la primera cualidad estética de las imágenes en la pantalla.»
Como puede verse, estamos asistiendo a las primeras formulaciones teóricas del nuevo arte. El italiano Ricciotto Canudo, afincado en París, fue quien primero se atrevió a afirmar que el cine era un arte, el séptimo arte, teoría estética revolucionaria que razonó en su curioso Manifiesto de las siete artes (1911), en el que afirmaba que el cine es una síntesis de las tradicionales artes del espacio y artes del tiempo. Luego vino Delluc, que con su noción de fotogenia trató de asir el secreto estético del nuevo arte. Teoría balbuciente, que no encontró su primera formulación madura hasta la aparición del húngaro Béla Balázs, que expone sus ideas en un libro titulado El hombre visible o la cultura del cine (1924), en donde opone a la tradicional cultura de la palabra (la cultura literaria) la novísima cultura de la imagen creada por el cine. El cine, lenguaje internacional no supeditado a particularismos idiomáticos, como el literario, ha creado al hombre visible. Casi nada. Tres son, para Balázs, los elementos que hacen del cine un arte: el primer plano, el encuadre y el montaje.
El encuadre es «la porción de realidad elegida con determinada perspectiva, mediante la cual el director expresa en el cuadro su voluntad subjetiva». Es el encuadre-opinión de los expresionistas, que mediante la angulación u otro recurso técnico otorga un especial significado al material plástico. Por otra parte, los encuadres se unen y combinan entre sí mediante el montaje, «como si fuesen palabras en un texto literario». De todos los posibles encuadres hay uno que fascina a Balázs, y con razón, pues es uno de los ejes de la estética cinematográfica: el primer plano. El primer plano, que aísla y agranda los objetos convirtiéndolos en personajes dramáticos y descubriendo la secreta microfisonomía del rostro humano, que ha incorporado al arte una nueva topografía dramática, antes ignorada, porque, como escribirá Josef von Sternberg, «al agrandarse monstruosamente sobre la pantalla, una cara debe ser tratada como un paisaje, con su relieve de luz y sus depresiones tenebrosas. Se debe mirar como si los ojos fueran lagos, la nariz una montaña, las mejillas praderas, la boca un campo de flores, la frente un cielo y los cabellos nubes».
No cabe duda de que el cine está comenzando a comprenderse a sí mismo.
EL «STURM UND DRANG» ALEMÁN
En 1916, el cine contaba solamente con veinte años de historia –poquísimos años en la vida de cualquier arte– y ya hemos visto cómo su lenguaje comenzaba a ser inventado por entonces en los Estados Unidos por el patriarca D. W. Griffith. Pero mientras Griffith estaba operando su sen...

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