1
Una noche del pasado septiembre me llamó mi hermano desde San Elmo para decirme que nuestros padres volvían a hablar de divorciarse.
–¿Y dónde está la novedad?
–Esta vez va en serio –dijo Mario.
Nicholas y Maria Molise llevaban casados cincuenta y un años, y aunque desde el principio había sido una relación infeliz, mantenida y conservada por el inflexible catolicismo de mi madre, que castigaba a mi padre tolerando de un modo irritante su egoísmo y su desprecio, ahora nos parecía una completa locura que quisieran separarse, ya que mi madre tenía setenta y cuatro años y mi padre setenta y seis.
Pregunté a Mario de qué se trataba esta vez.
–Adulterio. Mamá lo pilló con las manos en la masa.
Me eché a reír.
–¿Cómo va a cometer adulterio el pobre viejo?
La verdad es que hacía muchos años que no se le acusaba de una cosa así. La última vez había sido por coquetear con Adele Horner, una empleada de Correos («una arpía pequeñita y borde», según mi madre), una señora cincuentona que cojeaba un poco. Pero había transcurrido mucho tiempo desde entonces y papá ya no era el de antes. Sin ir más lejos, en abril, el día de su cumpleaños, lo había visto doblado en el suelo, gimiendo y golpeando la moqueta con los puños, hasta que se le pasaba el dolor de la próstata.
–Venga, Mario –repliqué–. Es un viejo que está para el arrastre.
Me contó que mamá había descubierto manchas de carmín en los calzoncillos de papá, y cuando le puso delante la prueba (me la imaginé restregándole los calzoncillos por la nariz), papá la asió por el cogote, la obligó a doblarse sobre la mesa de la cocina y le pateó las nalgas. Aunque iba descalzo, los puntapiés le produjeron una moradura en la cadera, y le quedaron señales rojas en el cuello.
Avergonzado de la cobarde agresión, huyó de la casa en el momento en que Mario entraba por la puerta trasera. Al ver los hematomas de mamá, Mario se enfureció tanto que salió corriendo, subió a la camioneta, fue a la comisaría y presentó una denuncia contra su padre, Nicholas Joseph Molise, acusándole de agresión y malos tratos.
El comisario Regan, de la policía de San Elmo, trató de convencer a Mario de que no fuera tan drástico. Regan era un viejo compañero de correrías de mi padre y, como él, socio del Elks Club. Pero Mario aporreó la mesa y obligó al comisario a cursar la denuncia. Acompañado de un ayudante, el comisario Regan se dirigió a la casa de los Molise, sita en Pleasant Street.
A Mario se le revolvieron las tripas cuando vio que el viejo se negaba a entregarse y se quedaba en el porche delantero, empuñando una pala. Los vecinos no tardaron en acudir en tropel. Mi padre y el comisario entraron en la casa, se sentaron en la cocina, se tomaron unos vinos y hablaron de la situación, mientras mamá lloraba con desconsuelo en el dormitorio.
El gentío apelotonado delante de la vivienda de los Molise inundaba ya la calle y hubo que llamar a dos coches patrulla para que acordonasen la manzana. La vieja amistad entre mi padre y el comisario terminó bruscamente en aquel punto y hora. El comisario sacó unas esposas y estalló la guerra. Mi padre pidió socorro a gritos, los ayudantes entraron inmediatamente y mi padre fue inmovilizado contra el suelo y esposado. Lo sacaron a rastras, jadeando, y lo metieron en el coche patrulla.
Mi madre, al ver a su cónyuge esposado, lanzó gritos de angustia. Se abalanzó sobre los policías, se revolvió y dio tales zarpazos con tanta furia que acabó sin conocimiento en la acera. Dos vecinas, las señoras Credenza y Petropolos, la metieron en su domicilio, con los pies arrastrando.
Mi hermano Mario, que había revivido el miedo cerval que le inspiraba nuestro padre, asomó la cabeza tras los cubos de basura del callejón y corrió al sofá donde habían tendido a nuestra madre, para consolarla y acariciarle la mano.
Devorada por el deseo de perdonar a su marido, mamá se levantó con torpeza, cruzó la habitación tambaleándose, cayó de rodillas ante la figura de Santa Teresa e imploró a la Florecilla que no castigara a su impetuoso marido, que una vez más tuviera compasión de sus pecados y rogara por su alma inmortal ante el tribunal de Dios Todopoderoso.
Pidió a Mario que retirase la denuncia contra el viejo para que lo dejaran salir del calabozo.
–Es un anciano, Mario. No era su intención hacerme daño, pero pierde la cabeza.
Mario, al principio, no quiso ni pensar en la posibilidad de liberar a papá y prefería que pasase unas horas en el trullo para que se calmara. Pero los lamentos de mi madre, su noble resolución y la advertencia de que papá lo descuartizaría si no lo sacaba pronto ablandaron a Mario. Los dos fueron al centro para poner al viejo en libertad.
–¿Qué otra cosa podía hacer? –me dijo Mario al teléfono–. Es un viejo con muy malas pulgas, y cuanto más tiempo pasa encerrado, más se cabrea. Es un perro rabioso.
Pero, ante su asombro y la indignación del comisario Regan, Nick Molise no quiso que lo soltaran ni que retiraran la denuncia. Cubriendo de insultos a Mario y a mamá y mirando con desprecio a sus captores, aceptó voluntariamente la reclusión y juró defender su inocencia ante todos los tribunales del país, incluso ante el Tribunal Supremo, para demostrar que aún existía la justicia en Estados Unidos.
–Y me escupió en la cara –dijo Mario–. Me llamó Judas, asesino de Cristo. Dijo que yo ya no era su hijo. Y me dio una patada en el estómago.
El comisario Regan perdió los nervios, rompió la denuncia y ordenó a papá, a mamá y a Mario que abandonaran la comisaría. Nick Molise no movió un músculo y siguió apretando los barrotes de la celda con las manazas. Tres agentes le golpearon los nudillos, lo sacaron, lo empujaron por el pasillo y lo echaron a la calle.
A continuación estalló una pelea entre el viejo y Mario, los dos cayeron rodando por los escalones de la comisaría, siguieron rodando por la acera y fueron a parar a la calzada. Los agentes los separaron, y habrían podido empaquetarlos por alterar el orden público, pero el comisario, deseoso de poner fin al asunto, ordenó a sus hombres que entraran y atrancaran la puerta. Mi hermano Mario, un cuarentón pacífico, algo jactancioso pero de ningún modo pendenciero, un hombre que golpearía antes a Nuestro Señor Jesucristo que a su padre, recibió en la cara un terrible puñetazo de éste.
La reyerta concluyó con Mario tirado en la calzada, apretándose la nariz con un pañuelo ensangrentado, mientras mamá se desgañitaba ante los vecinos de San Elmo que se habían congregado y que miraban en silencio y guardándose mucho de intervenir.
La verdad es que no era la primera vez que el cabeza de la familia Molise se ponía en evidencia delante de la gente. Unos meses antes la había tomado con un joven camarero del Onyx Club, que le atizó a base de bien y lo echó a la calle, a raíz de lo cual el viejo estrelló una banqueta contra la ventana del establecimiento. La broma me costó cien dólares, que pagué con un cheque, y gracias a Regan no llegó a haber juicio.
Con el paso de los años Nick Molise se había enzarzado en tantas peleas, en esquinas, en bares, en locales electorales, que la reputación de la familia estaba seriamente en entredicho en San Elmo. Sin embargo, todos los vecinos daban muestras de tolerancia y buena voluntad, les caía bien el viejo y simpatizaban con su carácter vehemente. Cascarrabias, alborotador, tirano de la paciencia ajena, borracho casi siempre, hacía en San Elmo lo que le daba la gana, y por la noche lo oían dando bandazos por las calles, entonando versiones desafinadas de «O sole mio», sin que se sulfurasen los vecinos, acostados ya; todos decían: «Ahí va el viejo Nick», y sonreían, porque era parte de la vida colectiva.
Todos, exceptuando a sus hijos Mario y Virgil. Mi hermano Virgil era director del departamento crediticio del First National Bank y estaba convencido de que las bufonadas de papá habían echado a perder su carrera en el mundo de la banca. Mario lo acusaba de haberle impedido estudiar en la universidad y de no haberle dejado tampoco ser albañil y constructor. En cuanto a mi hermana Stella, nunca dejaba de hacerle reproches: que bebiera, que jugara a las cartas, que fuera con mujeres fáciles, que maltratara a nuestra madre. Stella tenía una habilidad siniestra para intimidarlo. Lo fulminaba con sus ojos negros y el viejo se encogía como un perro. Lo quería mucho, pero al mismo tiempo lo despreciaba y estaba decidida a recordarle todo lo que mamá no conseguía olvidar por más que se lo propusiera.
Pero volvamos al telefonazo de mi hermano.
Tras golpear a Mario, mi padre volvió a la escalera de la comisaría y desde allí dirigió un violento discurso a la multitud. Acusó de traición a su hijo por haberlo denunciado, llamó criminales a los policías por maltratar a un ciudadano que respetaba la ley y calificó a mamá de vieja chocha y demente por acosar a un hombre honrado que sólo deseaba vivir en paz.
Mario se ahogaba en su propia cólera al describirme los alaridos de mamá, que negaba las acusaciones mientras corría con desesperación hacia los mirones, les tiraba de las mangas y les explicaba lo del carmín en los calzoncillos de su marido.
–¿Verdad que un hombre casado no debe comportarse así? –les imploraba–. ¿Quién le lava la ropa, le limpia la casa, le hace la comida? ¿Es ése el agradecimiento que recibo, pintalabios de la boca de alguna puta?
La multitud se alejó horrorizada. Incluso papá huyó de aquella vulgaridad, bajó como una flecha por Oak Street, cruzó las vías del tren y entró en el Café Roma, un refugio para italianos de la tercera edad.
Cubierto de sangre y vergüenza, Mario ayudó a mamá a subir a la camioneta. Como por una maldición del destino, la batería estaba descargada y el vehículo se negó a arrancar. Madre e hijo cruzaron penosamente el pueblo, como refugiados de guerra, hasta la casa de secoya de Pleasant Street. Mario fue a la estación de servicio Shell, pidió prestada una batería y volvió a la camioneta. En el parabrisas había una multa de aparcamiento. Volvió a Pleasant Street.
Nada más llegar a casa, mamá se puso a hacer la maleta, con intención de tomar el autobús de Denver, donde pensaba instalarse en casa de su hermana Carmelina. Sabía que la recibiría con los brazos abiertos, porque nuestra anciana tía Carmelina detestaba a nuestro padre y había convertido en pasatiempo vitalicio sabotear su matrimonio.
Mientras hacía la maleta entraron como una tromba mis hermanos Virgil y Stella, que se habían enterado por fuentes diversas de la desagradable escena que había tenido lugar delante de la comisaría. Mi madre, que nunca escatimaba las improvisaciones dramáticas delante de sus hijos, cayó redonda en el suelo de la cocina, posponiendo así el precipitado y mal concebido viaje a Denver a través de las montañas, un viaje que le habría resultado muy fatigoso, ya que sufría dolores de espalda e incontinencia crónica.
Un ajo machacado bajo las fosas nasales la devolvió a la vida y, con el coraje de una Santa Bernadette, empezó a moverse, a llevar vino y tartas genovesas a la mesa, alrededor de la cual se celebró una conferencia sobre sus problemas con papá.
Recuerdo perfectamente que celebrábamos estos simposios con mucha frecuencia y que nunca llegábamos a nada útil. Sacábamos a relucir las viejas ofensas, todos hablábamos a voz en cuello y tras el desahogo emocional nos quedábamos resentidos y mustios. Al igual que el misterio de la Inmaculada Concepción, el problema de mi padre era insoluble, se oponía a la lógica y carecía de sentido por completo.
Mi hermano Virgil era víctima de una indignación especial. Su jefe, J. K. Eicheldorn, presidente del banco, había presenciado el espectáculo que había tenido lugar delante de la comisaría, y aquel distinguido ciudadano de primera de San Elmo estaba disgustado. Tras llamar a Virgil a su despacho, J. K. le dijo sin rodeos que las payasadas de Molise y señora eran una afrenta para la reputación del banco y que, si proseguían, el puesto de Virgil peligraba.
Virgil golpeaba la mesa y derramaba lágrimas mientras acusaba a papá y mamá de estar como cencerros, de ser socialmente irresponsables y de comportarse como viejos chochos a los que habría que encerrar.
Mi madre,...