El ocupante
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El ocupante

Sarah Waters, Jaime Zulaika

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El ocupante

Sarah Waters, Jaime Zulaika

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«Combina lo espeluznante con una aguda observación social. Una novela apasionante, perturbadora, infinitamente entretenida» (Hilary Mantel, The Guardian)

Un día de verano llaman al doctor Faraday a Hundreds Hall, la mansión de los Ayres, en el desolado centro de la Inglaterra de posguerra. Faraday ya había estado allí cuando era un niño y su madre era una de las criadas de la casa. Ahora es médico, aunque con una posición social no muy cómoda, y piensa que esta visita es un golpe de suerte. Pero Hundreds Hall ya no es más que la sombra de sí misma. La señora Ayres aún es una señora elegante, aunque viva entre paredes desconchadas. Roderick, su hijo, ha vuelto de la guerra enfermo de los nervios. Se ocupa como puede de la casa y va vendiendo las tierras. Su hermana Caroline, excéntrica y masculina, y no desprovista de encanto, ha tenido que volver a Hundreds Hall para ayudarlo. Pero los Ayres han llamado al doctor Faraday para que se ocupe de Betty, la joven criada que quizá sólo está enferma de miedo. Y aunque nadie la cree, en la mansión se oyen ruidos inexplicables y se ven sombras fugaces, y las cosas más familiares pueden volverse perversas...

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Información

Año
2011
ISBN
9788433933072
Categoría
Literatura

1

Yo tenía diez años la primera vez que vi Hundreds Hall. Fue en el verano después de la guerra, y los Ayres conservaban casi todo su dinero, eran todavía personas importantes en la comarca. Se celebraba la fiesta del Día del Imperio: yo estaba en la cola con otros chicos del pueblo que hicieron el saludo de los boy scouts cuando la señora Ayres y el coronel pasaron por delante de nosotros, entregando medallas conmemorativas; después nos sentamos a tomar el té con nuestros padres en unas mesas largas, en lo que supongo era el jardín del sur. La señora Ayres tendría veinticuatro o veinticinco años, y su marido unos pocos más; su hija, Susan, tendría unos seis. Debían de ser una familia muy hermosa, pero mi recuerdo de ellos es vago. Recuerdo con mucha claridad la casa, que me pareció una auténtica mansión. Recuerdo sus preciosos detalles vetustos: el ladrillo rojo desconchado, el cristal estriado, los bordes de arenisca erosionados. Le daban un aspecto borroso y ligeramente inestable, como hielo, pensé, que empieza a derretirse al sol.
No se podía visitar la casa, por supuesto. Las puertas y las puertaventanas estaban abiertas, pero en todas había una cuerda o una cinta de una parte a otra; los urinarios que nos habían asignado eran los que usaban los mozos de cuadra y los jardineros, en el edificio del establo. Sin embargo, mi madre aún tenía amigos entre los sirvientes, y cuando el té terminó y a la gente se le permitió recorrer los terrenos, me llevó a hurtadillas a la casa por una puerta lateral y pasamos un rato con la cocinera y las chicas de la cocina. La visita me produjo una impresión tremenda. La cocina era un sótano al que se llegaba por un pasillo frío y abovedado que recordaba un poco las mazmorras de un castillo. Una cantidad increíble de gente iba y venía con cestas y bandejas. Las chicas tenían una montaña tan alta de vajilla que lavar, que mi madre se remangó para ayudarlas; y, para mi gran alegría, como recompensa por su gesto me dejaron comer un surtido de las jaleas y galletas que habían vuelto intactos de la fiesta. Me sentaron a una mesa con un tablero de pino y me dieron una cuchara del cajón personal de la familia: un cucharón de plata mate, con una concavidad casi más grande que mi boca.
Pero después vino un regalo aún mejor. Muy alto, en la pared del corredor abovedado había una caja de cables y timbres, y cuando sonó uno de ellos, llamando a la camarera para que subiera, me llevó con ella para que pudiera fisgar lo que había al otro lado de la cortina de paño verde que separaba la parte delantera de la casa de la trasera. Podía quedarme a esperarla allí, me dijo, si me portaba muy bien y estaba callado. No tenía que moverme de detrás de la cortina, porque habría jaleo si el coronel o el ama me veían.
Yo era, en general, un niño obediente. Pero la cortina daba al chaflán de dos pasillos con suelo de mármol, cada uno lleno de cosas maravillosas, y en cuanto ella desapareció sin hacer ruido en una dirección, yo di unos pasos audaces en la otra. Fue una emoción increíble. No me refiero a la simple de entrar en un lugar prohibido, sino a la de la propia casa, que me mostraba todas sus superficies: desde la cera del suelo y el lustre de las sillas y armarios de madera, hasta el bisel del espejo y la voluta de un marco. Me atrajo una de las paredes blancas y sin polvo, que tenía un borde decorativo de yeso, una reproducción de bellotas y hojas. Yo nunca había visto nada semejante, aparte de en una iglesia, y después de contemplarla un segundo hice lo que ahora me parece una cosa horrible: envolví entre mis dedos una de las bellotas y traté de arrancarla de su sitio; y como no conseguí despegarla, saqué mi navaja y la recorté. No lo hice con un espíritu de vandalismo. Yo no era un chico malicioso ni destructivo. Era sólo que admiraba tanto la casa que quería poseer un pedazo de ella; o más bien como si la propia admiración, que sospechaba que no habría sentido un chico más normal, me autorizase a hacerlo. Supongo que me sentía como un hombre que quiere un mechón de pelo de la cabeza de una chica de la que se ha enamorado súbita y ciegamente.
Me temo que la bellota acabó cediendo, aunque menos limpiamente de lo que yo esperaba, con un tirón de fibras y un desprendimiento de polvo blanco y arenilla; lo recuerdo como una decepción. Seguramente me había imaginado que era de mármol.
Pero no vino nadie, nadie me pilló. Fue, como suele decirse, cosa de un momento. Me guardé la bellota en el bolsillo y volví a ponerme detrás de la cortina. La camarera volvió un minuto después y me llevó abajo; mi madre y yo nos despedimos del personal de la cocina y nos reunimos con mi padre en el jardín. Ahora sentía el duro bulto de yeso en el bolsillo, con una sensación como de mareo. Había empezado a preocuparme la idea de que el coronel Ayres, un hombre que daba miedo, descubriera el estropicio e interrumpiese la fiesta. Pero la tarde pasó sin incidentes hasta que llegó el atardecer azulado. Mis padres y yo nos unimos a otra gente de Lidcote para la larga caminata a casa, y los murciélagos revoloteaban y giraban con nosotros por los caminos, como movidos por hilos invisibles.
Al final, por supuesto, mi madre descubrió la bellota. Yo la había estado sacando una y otra vez del bolsillo y había dejado un reguero de caliza en la franela gris de mi pantalón corto. Poco le faltó para llorar cuando comprendió lo que era la extraña cosa que tenía en la mano. No me pegó ni se lo dijo a mi padre; nunca tenía ánimos para discusiones. Se limitó a mirarme con los ojos llorosos, como avergonzada y perpleja.
«Deberías tener más cabeza, un chico inteligente como tú», supongo que dijo.
La gente siempre me decía cosas así cuando era joven. Mis padres, mis tíos, mis profesores; todos los adultos que se interesaban por mi futuro. Estas palabras me enfurecían en secreto, porque por una parte quería con toda mi alma estar a la altura de la reputación de mi inteligencia, y por otra porque me parecía muy injusto que aquella inteligencia que yo nunca había pedido la transformasen en algo con lo que rebajarme.
La bellota acabó en el fuego. Al día siguiente vi su cogollo ennegrecido entre la escoria. De todos modos, debió de ser el último año de grandeza de Hundreds Hall. El siguiente Día del Imperio lo organizó otra familia, en una de las mansiones de los alrededores; Hundreds había iniciado su declive continuo. Poco después murió la hija de los Ayres, y el coronel y su mujer empezaron a vivir una vida menos pública. Recuerdo oscuramente el nacimiento de sus dos hijos siguientes, Caroline y Roderick, pero para entonces yo estaba en Leamington College, y ocupado con mis pequeñas y acerbas batallas. Mi madre murió cuando yo tenía quince años. Tuvo un aborto tras otro, al parecer, a lo largo de toda mi infancia, y el último la mató. Mi padre vivió lo justo para verme volver a Lidcote como un hombre de provecho, licenciado en medicina. El coronel Ayres murió unos años más tarde: de un aneurisma, creo.
Tras su muerte, Hundreds Hall se distanció aún más del mundo. Las puertas del parque estaban cerradas casi permanentemente. La sólida tapia de piedra parda no era especialmente alta, pero sí lo suficiente para resultar disuasoria. Y a pesar de lo grandiosa que era, no había un solo punto, en todos los caminos de aquella parte de Warwickshire, desde donde pudiera vislumbrarse la casa. A veces pensaba en ella, escondida allí dentro, cuando pasaba por la tapia en mi ronda de visitas, y siempre me la representaba como la había visto aquel día de 1919, con sus bonitas fachadas de ladrillo y sus fríos corredores de mármol, llenos de cosas maravillosas.
Así que cuando volví a ver la casa –casi treinta años después de aquella primera visita, y poco después del final de otra guerra–, los cambios me horrorizaron. Fui allí por la más pura casualidad, porque los Ayres eran pacientes de mi socio, David Graham, pero él atendía una urgencia aquel día, y cuando la familia mandó a buscar un médico me avisaron a mí. El corazón se me empezó a encoger casi en el momento en que entré en el parque. Recuerdo que había un largo recorrido hasta la casa entre pulcros rododendros y laureles, pero el parque estaba ahora tan cubierto de maleza y descuidado que mi pequeño coche tuvo que abrirse paso por el sendero. Cuando por fin me liberé de los arbustos y me encontré en una explanada desigual de gravilla, justo delante del Hall, puse el freno y me quedé boquiabierto de consternación. La casa era más pequeña que en mi recuerdo, desde luego –no era la mansión que yo evocaba–, pero eso ya me lo esperaba. Lo que me horrorizó fueron los signos de decadencia. Partes de los preciosos rebordes desgastados parecían haberse desprendido, y los vagos contornos georgianos de la casa eran incluso más inciertos que antes. La hiedra había crecido y después se había marchitado en zonas disparejas, y colgaba como greñas enredadas. Los escalones que llevaban a la amplia puerta de entrada estaban agrietados, y entre las grietas crecían exuberantes hierbajos.
Aparqué el coche, me apeé y casi tuve miedo de cerrar de un portazo. Para ser una estructura tan grande y sólida, el edificio parecía precario. Como nadie dio señales de haberme oído llegar, tras un pequeño titubeo avancé por la gravilla crujiente y subí con cautela los escalones agrietados de piedra. Era un día caluroso y tranquilo de verano, con tan poco viento que cuando tiré de la campanilla de marfil y viejo latón deslustrado, oí su tañido puro y limpio, pero lejano, como en el vientre de la casa. Al sonido le siguió inmediatamente el débil y bronco ladrido de un perro.
Los ladridos cesaron muy pronto y reinó el silencio durante otro minuto largo. Luego, desde algún lugar a mi derecha, oí un crujido de pasos irregulares y un momento después el hijo de la familia, Roderick, asomó por la esquina de la casa. Me miró con los ojos entornados de recelo hasta que vio el maletín en mi mano. Retiró de la boca un cigarrillo de aspecto consumido y gritó:
–Usted es el médico, ¿no? Estamos esperando al doctor Graham.
Su tono era bastante amistoso, pero con un deje lánguido, como si ya le aburriera mi presencia. Bajé los peldaños, me dirigí hacia él y me presenté como el socio de Graham, explicándole lo de la emergencia. Respondió insulsamente:
–Bueno, está bien que haya venido. Y en domingo; y con este calor asqueroso. Sígame, por favor. Por aquí es más rápido que atravesando la casa. Por cierto, soy Roderick Ayres.
De hecho ya nos habíamos visto en más de una ocasión. Pero estaba claro que él no se acordaba, y al ponernos en marcha me estrechó la mano con desgana. Sentí el extraño tacto de su mano, áspero como el de un cocodrilo en algunos puntos, y extrañamente suave en otros: yo sabía que se había quemado las manos en un accidente durante la guerra, así como una buena parte de la cara. Cicatrices aparte, era guapo: más alto que yo pero, a los veinticuatro años, todavía juvenil y esbelto. También vestía ropa juvenil, una camisa de cuello abierto, pantalones de verano y zapatillas de lona manchadas. Caminaba sin prisa y con una cojera visible.
–Sabe por qué le hemos llamado, supongo –dijo, según caminábamos.
–Me han dicho que es por una de sus sirvientas.
–¡Una de nuestras sirvientas! Me gusta eso. Sólo hay una: nuestra chica, Betty. Parece que es un problema de estómago. –Pareció dubitativo–. No lo sé. Mi madre, mi hermana y yo procuramos apañarnos sin médicos, por lo general. Nos las arreglamos con los resfriados y los dolores de cabeza. Pero supongo que, en estos tiempos, no atender a los criados es un delito capital; parece que merecen mejor trato que nosotros. Así que hemos pensado en llamar a alguien. Cuidado aquí, mire dónde pisa.
Me había llevado a través de una terraza con gravilla que flanqueaba toda la longitud de la fachada norte; me indicó un punto donde el suelo se había hundido y formaba hoyos y grietas traicioneros. Los sorteé, agradecido por la oportunidad de ver aquel lado de la casa, pero espantado de nuevo por el terrible declive que había sufrido. El jardín era un caos de ortigas y correhuelas. Había un tenue pero perceptible tufo de desagües atascados. Pasamos por delante de ventanas rayadas y polvorientas; todas estaban cerradas, la mayoría con unos postigos, excepto un par de puertas de cristal abiertas en la cima de una serie de peldaños de piedra tapizados de convolvuláceas. A través de ellas pude ver una habitación grande y desordenada, un escritorio con un revoltijo de papeles encima, el borde de una cortina de brocado... No me dio tiempo a ver más. Habíamos llegado a una entrada de servicio estrecha, y Roderick se hizo a un lado para dejarme pasar.
–Entre, por favor –dijo, con un gesto de sus manos quemadas–. Mi hermana está abajo. Ella le llevará donde Betty y le informará.
Sólo más tarde, al recordar su pierna tullida, conjeturé que no debió de querer que yo le viese renqueando en la escalera. En aquel momento juzgué su actitud muy informal, y pasé de largo sin decir nada. De inmediato, mientras se alejaba, oí el sigiloso crujido de sus zapatillas con suela de goma.
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