V. Aprende de un maestro
Para que sea efectivo, un libro de autoayuda requiere dos cosas. La primera: que la ayuda que ofrece sea en verdad provechosa. Algo obvio. Y la segunda, sin la cual la primera es imposible: la persona a quien va dirigido ha de tener cierta idea de la ayuda que necesita. En otras palabras: para que nuestra colaboración funcione, debes conocerte a ti mismo lo bastante para entender lo que quieres y adónde quieres llegar. Los libros de autoayuda son vías de dos direcciones, a fin de cuentas. Interacciones. Así que sé honrado en esto, y hazte la siguiente pregunta: ¿hacerte asquerosamente rico sigue siendo tu meta por encima de todas las metas, la culminación de tus anhelos, el estanque de tierra alta envuelto en niebla donde habrá de desovar tu salmón íntimo?
En tu caso, afortunadamente, la respuesta parece ser afirmativa. Porque te has pasado los últimos años de tu vida empeñado en el siguiente paso esencial, que es aprender de un maestro. Muchas destrezas, como bien sabe todo emprendedor con éxito, no pueden aprenderse en la escuela. Requieren de práctica. A veces una vida entera de práctica. Y en lo que se refiere a ganar dinero, nada acorta el tiempo necesario para dar el salto de una pobreza de «mi mierda se queda donde está hasta que llueva» a la opulencia de «cuál de mis cuartos de baño usaré ahora» como un período de aprendizaje con alguien que ha resuelto ya todos los recovecos de este asunto.
El maestro a cuyos pies debes sentarte en cuclillas metafóricas es un hombre de edad mediana con dedos largos de artista y el espeso vello blanco en las orejas de un primate resistente a los parásitos timpánicos letales. Es de sonrisa pronta y de carcajada lenta, y aunque la piel de los antebrazos nervudos ha empezado ya a perder tersura sigue conservando la flexibilidad de los tendones. Tiene varios coches de segunda mano, ninguno de ellos lo bastante grande para llamar la atención, y suele vérsele solo en el asiento trasero, abismado en un periódico, mientras el chófer y un guardaespaldas de acerada vista ocupan los asientos delanteros. Él no sabe conducir, porque ha llegado tarde y repentinamente a la prosperidad, pero a modo de compensación posee otros talentos más lucrativos, de los que no es el menor su soberbia capacidad aritmética y su fina sensibilidad para los tipos de letra.
Ahora está sentado en una pieza pequeña, sin ventanas, de su fábrica, una casita art déco convertida subrepticiamente en factoría, cuyos muros delimitan y aíslan la propiedad del mismo modo en que lo hacen las residencias privadas colindantes. Pese a su éxito, o más bien, has llegado a la conclusión, asentándose en él, supervisa en persona el recuento de su dinero.
Estás en la cola esperando tu turno, con los bolsillos llenos de billetes y trozos de papel con anotaciones nemotécnicas tan ilegibles que parecen casi cifradas. Cuando su contable te hace un gesto con la cabeza para que procedas, le tiendes lo que traes y le expones verbalmente el desglose, y el contable coteja ambas cosas con los números y asientos de las veces pasadas.
–Las ventas han aumentado –concluyes.
–Han aumentado las de todos –dice el contable en tono displicente.
–Las mías más que las de la mayoría.
Tu maestro menciona a uno de tus clientes.
–El mes pasado dijiste que no veía mercado para el atún.
Asientes con la cabeza.
–Eso es lo que me dijo.
–¿Qué ha cambiado, entonces?
–Le regalé unas cuantas latas.
–Nosotros no regalamos nada.
–Las pagué yo. De mi bolsillo.
–Ya. ¿Y?
–Las vendió. Enseguida. Ahora está convencido.
El contable registra unos números en su portátil. Tu maestro revisa detenidamente el resultado. Gruñe, y el contable te devuelve una pequeña parte de los billetes que has llevado. Es tu compensación, que resulta de sumar un salario fijo ficticio, un porcentaje de comisiones y un plus variable basado en la percepción que el maestro tenga de cómo va el negocio y de cómo encajas tú en él. Tratas de calcular el dinero que recibes por el grosor del fajo y el color de los billetes mientras te los metes en el bolsillo. Los contarás luego.
Estás a punto de marcharte cuando tu maestro te dice que vayas con él en el coche, una petición inusual e inquietante. Le sigues hasta el coche, donde él saca el móvil y marca un número mientras le dice al chófer que inicie la marcha. Su guardaespaldas te vigila atentamente por el retrovisor.
Tu maestro habla por teléfono en un dialecto rural que no sabe, ya que te supone habitante de la urbe, que entiendes sin dificultad. Aunque tu maestro lo supiera, sin embargo, no le preocuparía. Emplea ese dialecto no por una cuestión de intimidad, sino porque hace que el proveedor que está al otro lado de la línea se sienta más cómodo. Tu maestro ha pasado tiempo en muchas de las pequeñas poblaciones de la región que integran el área económica periférica de la metrópolis, y su habilidad camaleónica para acoplar su habla al entorno a menudo le resulta provechosa. Se sentiría orgulloso de ella si fuera del tipo de hombre que se enorgullece de esas cosas. Pero es demasiado práctico para eso.
Vas sentado en silencio mientras tu maestro habla sin parar de movimientos de existencias y fechas de entrega. El coche se acerca a los arrabales de la ciudad, dejando atrás la tierra excavada y los montículos longitudinales de grandes urbanizaciones de clase media. Hileras de postes eléctricos se alzan en diversas fases de acabado, algunos desnudos y otros con el tenso cableado ya tendido; de cuando en cuando uno de los cables, caído, se bambolea cerca del suelo.
Cuando tu maestro cuelga te pregunta qué opinas de un colega tuyo.
–Pienso que es bueno –dices.
–¿El mejor?
–Uno de los mejores.
–¿Me estaba robando?
Todo el mundo roba, al menos un poco, pero dices:
–No está loco.
–¿Dónde estaba hoy?
–No le he visto.
Tu maestro resopla.
–No volverás a verlo más.
La rotundidad plana de su tono es como el filo de una navaja.
Tú mantienes el tuyo sin inflexiones.
–Sí, señor.
–¿Me entiendes?
–Sí.
El coche se detiene y tu maestro te indica que bajes. Lo haces y te quedas quieto. Supones que el guarda te está mirando con fijeza la espalda. No haces ningún movimiento brusco, y mantienes las manos a la vista. Sólo cuando el coche reanuda la marcha te vuelves, y te quedas a un lado de la carretera agobiado de calor, a la espera de un autobús.
En el camino de vuelta te ves estrujado contra una ventana por la mole de un horticultor obeso, y, por tanto, próspero, cuyo clan ha hecho recientemente la primera de una serie de ventas de su tierra comunal a una planta de montaje de frigoríficos que desea ampliar su superficie de almacenaje. Lleva un reloj chapado en oro y un grueso anillo de oro con tres rubíes sin tallar del color negro pardo de la sangre coagulada. Aún no tiene coche. Pero pronto pondrá remedio a esta carencia.
Tu ciudad es enorme; tiene más habitantes que la mitad de los países del mundo. Cada varias semanas se incorpora a ella una población equivalente a la de una pequeña república tropical insular llena de playas arenosas, pero tal población no llega en canoa de balancín o en dau de vela latina sino a pie y en bicicleta y en autobús y en escúter. Hay una carretera de circunvalación de acceso limitado en construcción, que forma un cinturón más allá del cual la panza urbana empieza a abultarse, y desde el que se elevan rampas que se arquean en todas direcciones. Tu autobús va a toda velocidad bajo las sombras de estas obras públicas, nuevas arterias polvorientas que alimentan esta ciudad, que, pese a su inmensidad, no es sino uno entre muchos órganos que se estremecen en el torso del Asia emergente.
Cuando llegas a casa es de noche. Te lavas el cuerpo con jabón, utilizando un cubo de plástico para recoger el agua de un grifo reacio y que casi no funciona, y te pones unos pantalones negros, una camisa blanca y una pajarita negra de clip que te ha proporcionado, junto con un pase de seguridad de plástico, un antiguo compañero de escuela que trabaja de camarero para una empresa de catering. Estás excitado y nervioso, pero te gusta tu apariencia cuando te miras en el espejo de la motocicleta, y piensas que tu atuendo sugiere riqueza y clase.
Como habéis convenido, tu antiguo condiscípulo te espera a la entrada de un club privado en el que esta noche se celebra un desfile de modelos en un par de pabellones de su enorme jardín. Un portero uniformado os somete a examen con un detector de metales con un aro en un extremo para comprobar que no lleváis armas, y luego os hace una seña desganada para que paséis al interior. La camisa que llevas es media talla más pequeña que la que necesitas y te aprieta en el cuello, y empiezas a sentir un roce cuando tragas, pero haces caso omiso de esta incomodidad. Tus pensamientos están en la chica guapa.
No logras acceder al pabellón de la pasarela, así que esperas a que se acabe la fiesta posterior al desfile, o, mejor, la recepción de después del desfile, porque la fiesta propiamente dicha, de la cual no tenías noticia, se celebrará mucho más tarde en la casa del modisto cuya colección acaba de mostrarse. Allí, en el segundo pabellón, entre sus barras y mesas y salones enmoquetados y medio empotrados en nichos, te paseas de un lado para otro esperando verla aparecer con una bandeja de bebidas en la mano izquierda, en equilibrio precario, se ha de señalar, ya que nunca has hecho este trabajo antes.
La chica guapa es ya una persona de cierto «peso» en su medio, a pesar de que este sustantivo suene extraño en una profesión en la que impera el «menos es más». No es una modelo de primera fila, pero es bien conocida por fotógrafos y modistos y otras modelos, y por los lectores de suplementos de fin de semana, con profusión de fotografías, de los periódicos locales, lectores entre los que, dado tu deseo constante de verla, a menudo te encuentras tú. La chica guapa gana lo suficiente para poder costearse un apartamento propio, un coche modesto pero fiable y una criada interna que sabe cocinar, lo cual significa que gana lo mismo que un empleado de banca de su edad, y quizá el doble que tú, incluso sin contar los regalos que recibe de sus múltiples y cambiantes admiradores.
En este momento entra acompañada de uno de estos caballeros, hijo de un magnate textil, agraciado, aunque de sazón tardía, y agresivamente inseguro, y se las arregla para caminar a un tiempo con aire furtivo y con la cabeza y la mandíbula alineadas paralelamente al suelo, creando ese efecto de carnalidad imperiosa que hoy día se aprecia tanto en todas partes.
No sabes cómo atraer su atención, y durante un momento te atenaza la desesperación, y tu empeño parece descabellado y condenado al fracaso. Pero ella está tan alerta como siempre, pese a su semblante inexpresivo, y percibe la mirada fija de un hombre de entre veinticinco y treinta años que parece fuera de lugar y en el que cree ver algo que le resulta familiar. Te devuelve la mirada al instante. Se separa de su acompañante y se acerca.
–¿Eres tú? –pregunta.
Asientes con un gesto y te ves envuelto en un abrazo. Su cuerpo largo se aprieta contra el tuyo, y te sientes turbado, pues estáis en un lugar público, pero también te emociona. Su tacto te recuerda un tejado a la luz de la luna. Cuand...