III. El tercer milagro
19. MIGAS DE PAN
Con satisfacción negativa, Julio firmó su carta a Félix Rovirosa con una jota escurrida, la daga que recuperó en el cuaderno de Nieves. Esa noche, a Paola le estallaba la cabeza. El Flaco Cerejido le había dicho: «La crisis de un matrimonio va del momento en que tu mujer empieza a fingir orgasmos al momento en que empieza a fingir dolores de cabeza.» Julio pasó la mejor parte de la noche leyendo en la sala.
Volvió a sus papeles de siempre, el distante archipiélago de los Contemporáneos. Encontró un apunte al margen, escrito hacía años: «López Velarde, Marte en Libra.» Le interesaba la astrología de los poetas. En este caso, el planeta beligerante se encontraba atenuado por el signo de la armonía y la diplomacia. López Velarde fue débil en los conflictos. Un guerrero desarmado. O quizá encontró una forma sinuosa de transformar la lucha en aparente cortesía. Un conciliador interesado.
El otro Ramón, su amigo Centollo, había sido lo opuesto. Se abrió la frente en todos sus ataques. Julio no estaba en condiciones de saber si había derrochado una obra posible, apenas conoció sus primeros pasos en la poesía, versos fulgurantes, destellos de una mente que parecía original y quizá sólo fuese incontrolada. Tal vez había dejado una descomunal producción inédita o tal vez tampoco sucedió a solas, se dejó vencer por un medio de inocuos poetas multibecados que repudiaban la confrontación de las normas. Ésa era la hipótesis del Vaquero del Mediodía: las vanguardias de lumbre no podían ocurrir en las palaciegas oficinas de la cultura mexicana. En eso coincidía con Jean-Pierre Leiris. Centollo se veía a sí mismo como un raro sin permiso de residencia, pero, más que orgullo, su condición le daba rabia. Julio no podía olvidar la intensa cursilería de su mirada, el estremecedor gesto de cariño cuando releía la reseña enmicada que él escribió. Los mensajes que dejaba en las grabadoras representaban un genuino deseo de ser oído, no una provocación. En eso se equivocaba Amílcar Rayas, o se equivocaban quienes se sintieron ofendidos. Ramón Centollo no convirtió el rechazo en un programa de trabajo, ni se alimentó de la resistencia que le oponía el entorno para superarla con un incendio que exigía ser visto. Buscaba oídos, elogios, patrocinios (que en su caso ya alcanzaban el rango de limosnas). Era algo más dramático que un rebelde: un derrotado por la sociedad literaria que despreciaba, pero cuyas infinitas regulaciones terminó por aceptar; luchó hasta el final por tener un mínimo espacio; pensaba que el repudio que sufría era injusto, pero no se hizo a un lado ni desapareció hacia una catacumba o al paso a desnivel que tanto mencionaba en sus mensajes. Reconoció, como nadie, la validez del sistema que lo rechazaba; con cada golpe que se daba en la frente, ratificaba la supremacía del muro. Tal vez, a fin de cuentas, no fuera sino un pésimo poeta, un vanguardista por falta de otros méritos, un asesino de la tipografía, un beat sin más gasolina que el rencor social. «Rayas no lo sabrá nunca», pensó Julio, como si protegiera a su antiguo compañero de su mayor delito. A la tristeza de su muerte y la vida que los trató en forma tan desigual se aunaba la posibilidad de un vacío central: que el poeta hubiese olido a rancio y a atarjea sin que eso significara un peaje para obtener visiones de magnífico maldito. El Vaquero del Mediodía al menos podía contar con el silencio de Julio. El investigador de homicidios, con su extraño aire de sacristán en asueto, no le iba a sacar mayor explicación en torno a sus poemas. Julio prefería recordar a Centollo por su monomanía escritural y su obesión fanática consigo mismo. Ese egoísmo incandescente lo aproximaba a cualquier genio literario. Es posible que de los grandes precursores sólo tuviera los defectos; sin embargo, él prefería atesorar esa gestualidad. Ramón Centollo vivió como Musil o Rilke, tiranizado por su poética, pero sin resultados a la vista. «Le gustaba sufrir de gratis», diagnosticó el Flaco cuando él le habló del asunto. En uno de sus poemas, «El libro de job», Ramón Centollo enumeraba los trabajos en que lo habían rechazado.
No podía envidiar la vida de Centollo, pero podía envidiar su vocación. Después de «Rubias de sombra» no escribió nada más. ¿Qué le impidió a Julio convertirse en uno de los novelistas comunes y exitosos que traducía Paola? Algo lo desplazó al estudio de los muertos; se transformó en otro guerrero desarmado. También él tenía Marte en Libra. ¿Qué hubiera sido de López Velarde y sus «intensidades corrosivas» en el México que vino después de la Revolución? En ese país de jóvenes jefes armados que buscaban legitimarse con proyectos educativos y la cercanía de los intelectuales, ¿habría optado, como tantos otros, por combatir la barbarie desde el Estado, al precio de mitigar la rebeldía? Curiosamente, lo que apartaba a López Velarde de los designios oficiales era su talante de criollo católico y conservador. ¿Qué pactos y pacificaciones habría llevado a cabo consigo mismo, bajo la advocación de La Balanza? ¿Habría aceptado el dudoso honor de convertirse, en beneficio de su fama, en un versificador de la identidad nacional, tan cotizada por entonces, o habría llegado a un magnífico poema tardío, irreverente, delator, necesariamente póstumo, como «El idilio salvaje» de su maestro Othón? Y, en el plano más personal, ¿habría resistido las imposturas de la celebridad, la envidia, las rencillas en pos del poder, la posible merma de sus facultades, el aislamiento del soltero que «traza ochos en el cuarto de su soledad», la tentación de trabajar su monumento y administrar en vida su posteridad? La muerte a los treinta y tres años lo salvó de encarar estas normalidades. ¿De qué materia estaba hecho? ¿Qué angustias o deleites podían perfeccionar o entorpecer su poesía?
Marte con una medida de equilibrio en las manos. Deseoso de rehuir conflictos futuros, el poeta quiso desandar sus pasos:
Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
El impulso del regreso siempre se tiñó de melancolía. El anhelo de ser «una casta pequeñez» en la «tarde inválida» donde juegan los niños era un teatro de imposibilidades, una inocencia artificial, recuperada a voluntad. El viaje al pueblo de su infancia en tiempos de Revolución fue aún más grave, un «retorno maléfico» que lo enfrentó con calles marcadas por la «mutilación de la metralla». Ahí definió su «íntima tristeza reaccionaria», las ganas de volver y preservar lo antiguo como un novedoso atributo de los sentidos. La tentación del pasado y el fervor ante las cosas por venir se tensaban como otra de sus contradicciones. El poeta que veía en la lluvia un bautizo y un baño lúbrico, apostaba al cambiante valor de los opuestos; su mito se complicaba por el rico tejido de sus versos y por la vida abierta que dejó a los treinta y tres años.
Después de lo que escuchó en Los Cominos, Julio no podía leer a López Velarde sin más; participaba de ese enredo irrenunciable y gratuito, la sobrevida del poeta. Incluso cuando se sintió al otro lado de la investigación cristera y la lectura de Zozobra, y quiso volver a sus islas de siempre, Julio dio con una mención que lo regresaba a Jerez, San Luis, la ciudad de México, el «más bien muerto de los mares muertos». Desde el futuro del poeta, Julio rebobinaba sabiendo que su propio futuro corría hacia atrás.
Una voz llegó del cuarto contiguo. Paola murmuraba algo en sueños. Julio no alcanzó a oír lo que decía pero le sorprendió que hablara en español. Dormida, seguía siendo traductora.
El Flaco Cerejido le habló con exaltado dramatismo. El más tolerante de sus amigos le había fracturado la quijada a un falso vendedor de hot-dogs. Una historia absurda: Cerejido caminaba por el Parque de los Venados cuando un carrito de hotdogs le bloqueó el paso. Trató de sortearlo y otro carrito de hot-dogs salió de un sendero. Volvió sobre sus pasos: un tercer carrito de hot-dogs. Esto debió alertarlo. Estaba en un mundo donde un carrito es un carrito pero tres carritos son una «acción» o algo por el estilo. Atrapado en ese tráfico, perdió los nervios. «Hice un berrinche apache.» Finalmente, un hombre de camiseta llegó a avisarle que estaba en un programa con cámara escondida. ¿Ser visto por la nación entera justificaba ese abuso? Su furia se volvió perfecta. Arremetió contra la cara que le quedaba más cerca. Todo fue grabado en video. Tenía los nudillos despellejados y una demanda por lesiones.
Cerejido había hecho los desfiguros concebibles cuando no hay testigos sin saber que lo acosaban en función de los testigos.
Julio recordó los videos que le había dado el ginecólogo de Paola: sus hijas como manchas verdes en el vientre de la madre. Ellas pertenecían a la primera generación que al crecer podría verse en calidad de feto. Más allá de la conveniencia médica, ¿tenía sentido ese souvenir? Lo que más le sorprendió de ese video, semejante al radar de un submarino, fue que Paola llorara tanto al verlo. Tal vez sus hijas, acostumbradas a tantas pantallas trémulas, también se conmoverían al ver las manchas que fueron en otro tiempo.
El Flaco fue víctima de otro tipo de cámara intrusa. Hizo el ridículo en dos etapas, sin saber que lo veían y porque lo veían. El espionaje se justificaba por un abuso estadístico: el alto rating de la televisión normalizaba la intromisión en su vida.
–Necesito que hables con tu amigo Rovirosa –le pidió el Flaco.
El comparatista sugirió que tomaran una copa. Muy en su estilo, lo citó a una hora de limonada. Julio llegó al portón a las once de la mañana. Una buganvilia encendía el muro. Al pie de la puerta, un sapo de piedra anticipaba el sólido gusto artesanal de los dueños de la casa.
Le habían hablado mucho de la mansión que probaba que Félix Rovirosa se había vendido. Algunos rumores la asociaban con el Indio Fernández y la época de oro del cine mexicano; otros, con la amante polaca de un productor.
Una criada con vestido azul pálido y delantal blanco abrió el zaguán hinchado por las lluvias.
–Pase, joven.
La fachada de la casa seguía una línea curva en torno a un jardín. Había sido edificada con materiales de demolición, trozos de iglesias, balcones de palacetes, ventanas virreinales. Un sitio frío y agradable.
La sirvienta lo dejó junto a una alberca. El comparatista debía de sentirse un doméstico Neptuno en ese estanque donde posiblemente se remojaron las diosas del cine de los años cuarenta.
Una mesa blanca, de hierro forjado, sostenía una jarra de limonada, bajo una sombrilla amarilla y blanca. Julio se sentó a esperar. De la casa vecina llegó una voz melodiosa. Cantaba algo triste, sobre un amor perdido con razón. Luego se oyó el triscar de unas tijeras. Un tenor jardinero.
Félix llegó a los pocos segundos, con el abundante pelo cenizo recién lavado, lentes oscuros, el saco colocado sobre los hombros, como un productor de cine.
El agua de la alberca no parecía muy limpia. Julio le preguntó si la usaba.
–Casi nunca. Sumi también es fóbica al agua.
Aunque la frase le interesó, Julio no preguntó por otras fobias.
Un extraño silencio se cernía sobre la casa. Desde un sitio lejano del jardín salía agua de un rehilete. Bajo una palma en forma de abanico había una casita. Una perrera o una trampa para ratas.
Félix se dio masaje en su pulposa cabellera. «Le molestan las agujas», pensó Julio.
–Supongo que ya te buscó el cartaginés.
–¿Quién?
–Amílcar, el seminarista que investiga la muerte de Ramón.
–Sí.
–Su teoría de la conspiración me pareció un alucine, pero le he dado vueltas. En México todas las explicaciones son conspiratorias. Las verdades sencillas nunca han tenido un chance. Ramón jodía mucho. Una vez me lo encontré dormido en un cajero automático, a dos cuadras de la Casa del Poeta. Lo desperté y le dije que le podíamos dar un catre en algún cuarto. Empezó a usarnos de hotel. Llegaba pedísimo, con su mujer. Una tarde el cuidador los sorprendió haciendo el amor.
–Qué pudibundo te h...