Las cosas que llevaban los hombres que lucharon
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Las cosas que llevaban los hombres que lucharon

Tim O'Brien, Elvio E. Gandolfo

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Las cosas que llevaban los hombres que lucharon

Tim O'Brien, Elvio E. Gandolfo

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«Un espléndido, estremecedor y muy sensible fresco sobre la guerra de Vietnam» (Miguel Dalmau, La Vanguardia).

La supervivencia de un soldado depende de lo que lleva. Pero un soldado también lleva su memoria, lleva amuletos, fantasmas del pasado, objetos triviales que le recuerdan que hay otra vida más allá de la guerra. Los soldados de la compañía Alfa, que combatió en Vietnam, llevaban todo lo que podían. Y esos hombres y esas cosas aparecen en las historias que nos cuenta Tim O?Brien, que también combatió en Vietnam, y participa en su libro a veces como un soldado de veintiún años, o como un escritor maduro que recuerda. Así, en «Viaje al campo», el autor vuelve a Vietnam a buscar el lugar donde murió su mejor amigo. Y «En el río Rainy» cuenta cómo, tras haber huido a Canadá, decidió regresar y aceptó ir a la guerra, porque sintió que, de no hacerlo, no podría soportar las miradas de la gente de su comunidad. Pero este «Timmy O?Brien» es también un personaje ficticio. Porque, como afirma el autor de estos espléndidos relatos, la mejor manera de contar «historias verdaderas» es inventarlas.

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Información

Año
2011
ISBN
9788433933126
Categoría
Literatura

LOS SOLDADOS FANTASMAS

Me hirieron dos veces. La primera vez, en las afueras de Tri Binh, el impacto me hizo chocar contra la pared de la pagoda, y reboté y giré y terminé en la falda del Rata Kiley. Fue una suerte, porque el Rata era el sanitario. Me ató una compresa y me dijo que me echara hacia atrás para descansar, después se alejó corriendo hacia el combate. Durante largo tiempo me quedé tendido allí, escuchando la batalla, pensando «Me hirieron, me hirieron», como en las películas del vaquero Gene Autry que había visto de niño. En realidad, casi sonreía, salvo que después empecé a pensar que podía morir. Era el miedo, sobre todo, pero me sentía mareado, y después tuve una sensación de inmersión, con los oídos tapados, como si me hubiera hundido bajo el agua. ¡Gracias a Dios por el Rata Kiley! Cuando podía, tal vez lo hizo cuatro veces en total, trotaba de regreso para vigilarme. Lo cual exigía coraje. Era un combate salvaje, con gente corriendo y disparando y reagrupándose y corriendo otra vez, y muchísimo ruido, pero el Rata Kiley se arriesgó. «Tranquilo, no es nada», me dijo, «sólo una herida en el costado, ningún problema, salvo que estés embarazado.» Arrancó la compresa, aplicó una nueva, y me dijo que la retuviera allí apretada con los dedos. «Aprieta fuerte», dijo. «No te preocupes por el bebé.» Después se fue. Era casi de noche cuando el combate terminó y el helicóptero vino a llevárseme junto a dos soldados muertos. «Feliz viaje», dijo el Rata. Me ayudó a subir al helicóptero y se quedó parado por un momento. Pero después hizo algo raro. Se inclinó, apoyó su cabeza en mi hombro, casi me abrazó. Aquella actitud no era habitual en el Rata Kiley.
Durante el viaje a Chu Lai seguí esperando que llegara el dolor, pero en realidad no sentí mucho. Una punzada, eso era todo. Incluso en el hospital me lo pasé bastante bien.
Cuando regresé a la compañía Alfa, veintiséis días después, a mediados de diciembre, habían herido al Rata Kiley y le habían embarcado para Japón, y un sanitario nuevo que se llamaba Bobby Jorgenson le había reemplazado. Jorgenson no era ningún Rata Kiley. Era bisoño e incompetente y estaba asustado. Así que cuando me hirieron por segunda vez, en la rabadilla, junto al Song Tra Bong, al hijo de puta le costó diez minutos reunir el valor necesario para arrastrarse hasta mí. Para entonces yo me había desmayado del dolor. Más tarde averigüé que casi había muerto por el shock. Bobby Jorgenson no sabía nada sobre shocks, o si sabía algo, el miedo se lo había hecho olvidar. Para empeorar las cosas, hizo mal la primera cura, y un par de semanas después se me empezó a pudrir el ojete. En serio: podía arrancarme tiras de piel con la uña.
Era casi gangrena. Pasé un mes sobre el estómago: no podía caminar ni sentarme; no podía dormir. Seguía viendo la blanca cara de susto de Bobby Jorgenson. Aquellos ojos saltones y el modo como se le retorcían los labios y la estúpida colección de garabatos que llevaba como bigote. Después que se curó la infección, una vez que pude pensar tranquilo, dediqué mucho tiempo a imaginar modos de vengarme de él.
Que te hirieran tendría que ser una experiencia de la que sacaras un poquito de orgullo. No me refiero a ser un gran macho. Todo lo que quiero decir es que tendrías que poder hablar del asunto; el rígido golpe sordo de la bala, como un puño, la sensación de que te vacía de aire los pulmones y te hace toser, cómo el sonido del disparo llega unos diez años después, y la sensación de mareo, el olor de ti mismo, las cosas que piensas y dices y haces entonces, el modo como tus ojos enfocan un pequeño guijarro blanco o una hoja de hierba y cómo empiezas a pensar: «¡Joder, eso es lo último que veré, ese guijarro, esa hoja de hierba!», lo cual te da unas ganas tremendas de llorar.
Orgullo no es la palabra exacta. No sé la palabra exacta. Todo lo que sé es que no deberías sentirte incómodo. Aquello no debería implicar ninguna humillación.
Sarpullido de pañal, lo llamaban las enfermeras. Una broma profesional, supongo. Pero me hizo odiar a Bobby Jorgenson del mismo modo que algunos tipos odiaban a los vietcong, con odio africano, un odio que no te abandona ni cuando duermes.
Supongo que mis superiores decidieron que ya me habían herido bastante. A fines de diciembre, cuando me dieron el alta en el hospital de evacuación número 91, me destinaron a la compañía S-4 de plana mayor, que se encargaba de la intendencia del batallón. Comparada con la jungla, era un almohadón de plumas. Teníamos horarios regulares. Había un hogar del soldado con cerveza y películas, a veces incluso espectáculos en directo, es decir, todo el movimiento borroso y lento de la retaguardia. Por primera vez en meses me sentía razonablemente a salvo. La base de operaciones del batallón estaba construida en una colina junto a la salida de la autopista I, rodeada por todos los flancos por arrozales llanos, y entre nosotros y los arrozales había búnkeres reforzados y torres de observación y lanzadores de bengalas y alambradas de púas cortantes como navajas. Aun así podías morir, desde luego –una vez al mes recibíamos fuego de morteros–, pero también podías morir en las gradas del estadio de los Mets de Minneapolis en el momento culminante de un partido.
No me quejaba. De un modo curioso, sin embargo, había momentos en que extrañaba la aventura, incluso el peligro de la guerra auténtica, allá en la jungla. Es algo difícil de explicar para quien no lo ha sentido, pero la presencia de la muerte y el peligro tiene un modo de mantenerte alerta. Hace que las cosas sean vívidas. Cuando tienes miedo, realmente miedo, ves cosas que nunca viste antes, prestas atención al mundo. Haces amigos íntimos. Te vuelves parte de una tribu y compartes la misma sangre: la dais juntos, la recibís juntos. Por otro lado, ya me habían herido dos balas; era supersticioso; creía en la suerte con la misma superstición con que mi amigo Kiowa había creído en Jesucristo, o del modo en que Mitchell Sanders creía en el poder de las moralejas. Imaginaba que mi guerra había terminado. De no ser por el constante dolor en mis posaderas, estoy seguro de que las cosas habrían resultado espléndidas.
Pero me dolían.
Por la noche tenía que dormir boca abajo. Eso no parece tan terrible hasta que piensas que yo había dormido boca arriba toda la vida. Yacía nervioso y tenso, y después de un momento sentía que me invadía una oleada de ira. Me retorcía, maldiciendo, medio enloquecido de dolor, y pronto empezaba a recordar cómo Bobby Jorgenson casi me había matado. El shock, pensaba: ¿Cómo pudo olvidarse de tratar el shock? Recordaba cuánto tiempo había tardado en llegar hasta mí, y cómo tenía los dedos convulsos y nerviosos, y el modo en que se le retorcían los labios bajo aquel ridículo bigotito.
Las noches eran desdichadas. A veces vagabundeaba por la base. Me dirigía a las alambradas y me quedaba con los ojos fijos en la oscuridad, donde estaba la guerra, y pensaba cómo hacer que Bobby Jorgenson sintiera exactamente lo que yo sentía. Quería hacerle daño.
En marzo, la compañía Alfa llegó para un descanso. Yo estaba en la pista para recibir a los helicópteros. Mitchell Sanders y Azar y Henry Dobbins y Dave Jensen y Norman Bowker me saludaron con un golpe de mano y apilamos el equipo que traían en mi jeep y nos dirigimos a los barracones que les habían asignado.
Charlamos hasta la hora de la comida. Después, seguimos charlando. Era uno de los rituales. Aunque no tuvieras ganas de charlar, lo hacías por principio.
Hacia medianoche era el momento de las historias.
–A Morty Phillips se le acabó la suerte –dijo Bowker.
Sonreí y esperé. Había un «tempo» para contar las historias. Bowker se arrancó el pellejo de una ampolla en la mano y la chupó.
–Adelante –dijo Azar–. Cuéntaselo todo.
–Bueno, de eso se trata. Al pobre Morty se le acabó la suerte. La derrochó toda.
–Por nada –dijo Azar–. El imbécil la derrochó toda por nada.
Norman Bowker asintió, empezó a hablar, pero después se detuvo y se paró y fue hasta la nevera y metió las manos bien hondo en el hielo. Estaba desnudo salvo los shorts y las placas de identificación. En cierto sentido, yo le envidiaba... los envidiaba a todos. El bronceado profundo de la vida al aire libre, las raspaduras y las ampollas, las historias, la estrecha unión que había entre ellos. Me sentía cerca, sí, pero también tenía una nueva sensación de distanciamiento. Llevaba el uniforme almidonado y el pelo bien cortado, y despedía el olor limpio, estéril, de la retaguardia. Seguían siendo mis compañeros, al menos en un nivel, pero una vez que dejas de estar en campaña, la cuestión del compañerismo se invierte. Te conviertes en civil. Pierdes el derecho a ser un integrante de la familia, a compartir la fraternidad de sangre, y por más que lo intentes, no puedes fingir que sigues formando parte.
Así es como me sentía –como un civil– y eso me entristecía. Aquellos tipos habían sido mis hermanos. Nos amábamos los unos a los otros.
Norman Bowker se inclinó hacia adelante y sacó un poco de hielo y se lo puso contra el pecho, apretándolo un momento, después cogió una cerveza y la abrió con un sonido seco.
–Fue allá en My Khe –dijo con serenidad–. Uno de esos días de calor tremendo, sofocante, y estábamos tragando tabletas de sal sólo para seguir conscientes. Apenas se podía respirar. Todos están tendidos, haraganeando, y después de un rato alguien dice: «Eh, ¿dónde está Morty?» Así que el teniente nos cuenta, ¿y qué pasa?, Morty no está.
–Desaparecido –dijo Azar–. Ni señales del jodido Morty.
Norman Bowker asintió.
–De todos modos, enviamos dos patrullas de búsqueda. Nada. Ni un pelo. –Bowker hizo una pausa de un segundo, tiró un poco de cerveza sobre la ampolla y la saboreó–. Para entonces ya era casi de noche. El teniente Cross parecía a punto de tener un ataque..., ya sabes cómo es, ¿no? Y, entonces, adivina qué pasa. Vamos, arriésgate.
–Aparece Morty –dije.
–Acertaste, viejo. Aparece Morty. Casi lo habíamos declarado desaparecido en combate y entonces, ¡zas!, aparece.
–Hecho sopa –dijo Azar.
–Eh, escucha...
–De acuerdo, pero cuéntalo.
Norman Bowker frunció el entrecejo.
–Hecho sopa –dijo–. Resulta que el zoquete se había ido a nadar. ¿Puedes creerlo? Completamente solo, sin encomendarse a nadie se va, camina un par de kilómetros, encuentra un río y se desviste y se zambulle y empieza a nadar estilo braza o alguna mierda parecida. Sin seguridad, sin nada. Quiero decir, que el tipo se tomó un baño de película.
Azar soltó una risita.
–Un día ardiente.
–No tan ardiente –dijo Dave Jensen.
–Caluroso, sin embargo.
–¿Captas el cuadro? –dijo Bowker–. Estamos hablando de My Khe, con vietcong por todas partes, y el...

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