Ébano
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Ébano

Ryszard Kapuscinski, Agata Orzeszek Sujak

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Ébano

Ryszard Kapuscinski, Agata Orzeszek Sujak

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Quien muchos consideran el mejor reportero del siglo se sumerge en el continente africano, rehuyendo lugares comunes y estereotipos. Vive en las casas repletas de cucarachas de los más pobres, enferma de malaria cerebral, corre peligro de muerte a manos de un guerrillero&. pero pese a todo no pierde su mirada lúcida y su voz de gran narrador para adentrar al lector en la compleja realidad de África, con las guerras, miseria e injusticia que atraviesan su historia y lastran su presente. Posiblemente la obra cumbre del autor, ganadora del Premio Viareggio, entre otros galardones.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433933584

EL INFIERNO SE ENFRÍA

Los pilotos aún no han apagado los motores cuando una multitud corre hacia el avión. Colocan la escalerilla. Al bajar de ella, en el acto nos vemos envueltos por un jadeante torbellino humano, por las personas que han alcanzado el avión y ahora se abren paso a codazos y nos tiran de las camisas: un asedio en toda regla. «Passport! Passport!», gritan unas voces muy insistentes. Y acto seguido y en el mismo tono amenazador: «Return ticket!» Y unas terceras, no menos autoritarias: «Vaccination! Vaccination!». Todas estas exigencias, todo este asalto, son tan violentos y desorientan tanto que, sitiado, asfixiado y manoseado, empiezo a cometer un error tras otro. Preguntado por el pasaporte, lo saco, obediente, de la bolsa. Y enseguida alguien me lo arrebata y desaparece con él por alguna parte. Interpelado por el billete de vuelta, enseño que lo tengo. Pero al cabo de un instante lo pierdo de vista: también él ha desaparecido. Lo mismo pasa con el libro de vacunación: alguien me lo ha quitado de la mano y se ha volatilizado acto seguido. ¡Me he quedado sin documento alguno! ¿Qué hacer? ¿Ante quién presentar una queja? ¿A quién recurrir? La multitud que me ha dado caza junto a la escalerilla de repente se ha dispersado y ha desaparecido. Me he quedado solo. Pero al cabo de un instante se me acercan dos hombres jóvenes. Se presentan: «Zado y John. Te vamos a proteger. No te las arreglarías sin nosotros.»
No les he preguntado nada. Lo único que pensé era: «¡Qué calor más espantoso hace aquí!» Eran las primeras horas de la tarde; el aire, húmedo y pesado, era tan denso y estaba tan incandescente que no tenía con qué respirar. Sólo deseaba salir de allí, llegar a algún lugar donde hubiese ¡una pizca de fresco! «¿Dónde están mis documentos?», me puse a gritar, furioso y desesperado. Había perdido el control de mis actos: en medio de un calor como aquel, la gente se vuelve nerviosa, excitada y furibunda. «Intenta calmarte», ha dicho John mientras subíamos en su coche, aparcado delante del barracón del aeropuerto, «enseguida lo comprenderás todo.»
Nos metemos por las calles de Monrovia. A ambos lados de las calzadas se ven, negros, los muñones carbonizados de las casas, quemadas y destrozadas. Aquí suele quedar muy poco de una casa derruida, pues todo, absolutamente todo, incluidos los ladrillos, las planchas de hojalata y las vigas que se han salvado de las llamas, desaparece inmediatamente, desmontado y saqueado. La ciudad alberga a decenas de miles de personas que han huido de la selva, que no tienen techo y que permanecen a la espera de que una granada o bomba destruya alguna casa. Se abalanzan enseguida sobre tamaño trofeo. Con los materiales que consigan llevarse se construirán una cabaña, o una barraca, o, simplemente, un techo que las proteja del sol y de la lluvia. La ciudad, que –a juzgar por lo que todavía se puede ver– inicialmente se componía de casas sencillas y bajas, ahora, repleta de construcciones provisionales hechas de cualquier manera, de mírame y no me toques, se ha reducido aún más, ha cobrado el aspecto de algo instantáneo y recuerda a un campamento de nómadas que se hubiesen detenido sólo un momento, para ocultarse del sol del mediodía, y que partirán enseguida, sin que se sepa muy bien hacia dónde.
Pedí a John y a Zado que me llevasen a un hotel. No sé si había dónde elegir, pero lo cierto es que sin mediar palabra me llevaron a una calle donde se levantaba un edificio desconchado de una planta, con un rótulo saliente de El Mason Hotel. Se entraba en él pasando por el bar. John abrió la puerta pero no consiguió dar un paso más. En el interior, en una artificial penumbra multicolor y un aire viciado y asfixiante, estaban, de pie, unas prostitutas. Decir «estaban, de pie, unas prostitutas» no refleja en absoluto el estado de cosas. En aquel pequeño local se había congregado un centenar de muchachas, unas pegadas a otras, sudorosas y cansadas; hacinadas, apretujadas y planchadas de tal manera que no sólo no se podía entrar, sino ni siquiera resultaba posible meter allí un brazo. El mecanismo funcionaba del modo siguiente: cuando un parroquiano abría la puerta desde la calle, la presión que se acumulaba en el interior arrojaba a una muchacha directamente, como desde una catapulta, a los brazos del sorprendido cliente. Una segunda muchacha ocupaba inmediatamente el sitio vacío.
John retrocedió, en busca de otra entrada. En una pequeña garita-oficina se sentaba un libanés joven, de aspecto sencillo y agradable. Era el dueño. A él pertenecían aquellas muchachas y aquel edificio medio desmoronado, de paredes viscosas y cubiertas de moho y chorreones que, ennegrecidos, formaban una procesión muda de espectros, quimeras y espíritus alargados, flacos y encapuchados.
–No tengo documentación –confesé al libanés, quien se limitó a esbozar una sonrisa.
–No importa –dijo–. Aquí no hay muchos que la tengan. ¡Documentación! –Y soltó una carcajada, tras lo cual lanzó una mirada cómplice hacia John y Zado. A todas luces, yo era para él un visitante de otro planeta. En el que llevaba el nombre de Monrovia se pensaba más bien en cómo sobrevivir hasta el día siguiente. ¿A quién le importaban unos papelotes?–. Cuarenta dólares la noche –dijo–. Pero sin comida. Se puede comer al doblar la esquina, donde la siria.
Invité allí enseguida a John y a Zado. La mujer, entrada en años, desconfiada y que no paraba de mirar hacia la puerta, ofrecía un único plato: pinchos con arroz. No quitaba ojo de la puerta porque nunca sabía quién iba a entrar: unos clientes, para comer algo; o unos ladrones, para despojarla de todo lo que tenía.
–¿Qué puedo hacer? –nos preguntó al entregarnos sendos platos. Había perdido ya todos los nervios, como todo el dinero–. He perdido mi vida –dijo, ni tan siquiera desesperada, simplemente como quien no quiere la cosa, para que lo supiésemos. El local estaba vacío, colgaba del techo un ventilador parado, había moscas volando y en la puerta, a cada momento, aparecía un mendigo extendiendo la mano. Tras la ventana, sucia, también se apiñaban otros mendigos, con los ojos clavados en nuestros platos. Hombres zarrapastrosos, mujeres con muletas, niños a los que las minas habían arrancado piernas o brazos. Allí, sentado a la mesa e inclinado sobre aquel plato, no sabía uno cómo comportarse, dónde meterse.
Guardamos silencio durante largo rato, hasta que, finalmente, les pregunté por mis documentos. Zado me contestó que al tener todos los papeles, yo había decepcionado a los servicios del aeropuerto. Lo mejor habría sido que no hubiese tenido ninguno. Las líneas aéreas ilegales se dedicaban a traer a Monrovia a pájaros de diverso pelaje. A fin de cuentas, nos hallábamos en el país del oro, los diamantes y la droga. Muchos de esos tipos no tenían visado ni libro de vacunación. Eran los que reportaban beneficios: pagaban con tal de que se les dejara entrar. De ellos vivían los hombres empleados en el aeropuerto, pues el gobierno, al no tener dinero, no les pagaba sus sueldos. No, ni siquiera se trataba de gente corrupta. Simplemente, hambrienta. También yo tendría que pagar un rescate por mis papeles. Zado y John sabían dónde y a quién. Podían arreglármelo.
Llegó el libanés con una llave para mí. Oscurecía y él se iba para casa. A mí también me aconsejaba meterme en el hotel. Por la noche, me dijo, no podría andar solo por la ciudad. Regresé, pues, al hotel y, tras entrar por una puerta lateral, subí al primer piso, donde estaba mi habitación. Abajo, junto a la entrada, y en la escalera me habían importunado unos desharrapados que me garantizaban protección durante la noche. Al decirlo, extendían la mano. Por la manera en que me miraban a los ojos deduje que si no les daba algo, durante la noche, cuando estuviese dormido, irían a buscarme y me degollarían.
Una vez en mi habitación (la número 107), vi que su única ventana daba a un estrecho patio interior, lóbrego y que despedía una peste repugnante. Encendí la luz. Las paredes, la cama, la pequeña mesa y el suelo estaban negros. Negros de cucarachas. En mis viajes por el mundo había vivido con todos los bichos imaginables e incluso había aprendido a mostrarme indiferente y resignado ante el hecho de que viviésemos entre millones y millones de moscas, mosquitos, curianas y chinches; entre incontables jabardos, escamochos y enjambres de avispas, arañas, cárabos y escarabajos; entre nubes de moscardones y zancudos, y de la voraz langosta, pero en aquella ocasión me chocó no tanto la cantidad de las cucarachas –aunque más que imponente– como su tamaño, el tamaño de todas y cada una de las criaturas allí presentes. Eran unas cucarachas gigantes, grandes como tortugas, oscuras, brillantes, peludas y bigotudas. ¿Qué era lo que había hecho que creciesen tanto? ¿De qué se cebaban? Su monstruoso tamaño tuvo en mí un efecto paralizante. Llevaba años descargando golpes mortales, sin plantearme nada, sobre toda clase de moscas y mosquitos, de pulgas y arañas, pero ahora me encontraba ante un problema nuevo: ¿cómo arreglármelas con colosos semejantes? ¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo tratarlos? ¿Matarlos? ¿Con qué? ¿Cómo? Sólo al pensarlo me temblaba la mano. Eran demasiado grandes. Sentí que no sabría, que ni siquiera me atrevería a intentarlo. Más aún: en vista del tamaño tan extraordinario de aquellas cucarachas, empecé a inclinarme sobre ellas y a aguzar el oído a la espera de que emitiesen algún sonido, alguna voz. Al fin y al cabo, muchos seres tan grandes como ellas hablaban de las maneras más diversas –piando, chillando, croando, gruñendo–, ¿por qué, entonces, una cucaracha no habría de hacer algo parecido? Una normal es demasiado pequeña para que la oigamos, pero ¿por qué no aquellos gigantes entre los que me encontraba? ¿Emitirían alguna voz? ¿Algún sonido? Pero la habitación estaba sumida en un silencio absoluto todo el tiempo: todas callaban; cerradas, mudas y misteriosas.
Me di cuenta, sin embargo, de que cada vez que me inclinaba sobre ellas, pensando que tal vez acabaría oyéndolas, las cucarachas retrocedían a toda prisa y se apiñaban en apretados grupos. Yo repetía el gesto y su reacción invariablemente era la misma. Estaba claro que el hombre les daba asco, retrocedían ante él con aversión, lo percibían como un ser excepcionalmente desagradable y repugnante.
Podría hacer más llamativa esta escena describiendo cómo, enfurecidas por mi presencia, se abalanzan sobre mí, me atacan y trepan sobre mi cuerpo hasta cubrirlo por entero, y cómo yo, presa de la histeria, me pongo a tiritar y sufro una conmoción, pero eso sería una mentira. La verdad es que, si yo no me acercaba a ellas, se comportaban con indiferencia, moviéndose soñolienta y perezosamente. A ratos, ya caminaban de un lugar a otro, ya salían de una grieta o, por el contrario, se escondían en ella. Y aparte de eso, nada de nada.
Consciente de que me esperaba una noche difícil e insomne (es que, además, en la habitación reinaba un calor sofocante e inhumano), busqué en la bolsa mis notas a propósito de Liberia.
En 1821, en un lugar que debe de encontrarse en las inmediaciones de mi hotel (Monrovia está situada en la costa atlántica, en una península que se parece a nuestro Hel, en el Báltico) atracó un barco procedente de Norteamérica que traía a bordo a un tal Robert Stockton, un agente de la American Colonisation Society. Stockton, encañonando con su pistola una sien del rey Peter, el jefe de la tribu, lo obligó a venderle –a cambio de seis mosquetones y una caja de abalorios– la tierra que la mencionada compañía americana se disponía a poblar con aquellos esclavos de las plantaciones de algodón (principalmente de los estados de Virginia, Georgia y Maryland) que habían conseguido el estatus de hombres libres. La compañía de Stockton tenía un carácter liberal y caritativo. Sus activistas creían que la mejor indemnización por las sevicias de la esclavitud consistía en enviar a los antiguos esclavos a la tierra de donde procedían sus antepasados: a África.
Desde aquel momento, año tras año, los barcos fueron trayendo de los EEUU a grupos de esclavos liberados, que fueron instalándose en la zona de la Monrovia de hoy. No constituían una gran comunidad. Cuando en 1847 proclamaron la creación de la República de Liberia, ésta no contaba más de seis mil habitantes. Es posible que su número nunca haya superado una veintena escasa de miles: menos del uno por ciento de la población del país.
Son apasionantes las andanzas y el comportamiento de aquellos colonos (que se llamaban a sí mismos Americo-Liberians, américo-liberianos). Apenas la víspera habían sido unos parias negros, unos esclavos despojados de todo derecho, en las plantaciones de algodón que cubrían los estados del Sur norteamericano. En su mayoría, no sabían leer ni escribir, como tampoco tenían oficio alguno. Años atrás, sus padres habían sido secuestrados en África, llevados a América con grilletes y cadenas y vendidos en los mercados de esclavos. Y ahora los descendientes de aquellos infelices, también ellos mismos esclavos negros hasta hacía poco, se veían trasplantados a África, tierra de sus antepasados, a su mundo, y se encontraban entre hermanos de raíces comunes y con el mismo color de piel. Por obra de unos americanos blancos y liberales, habían sido traídos hasta allí y abandonados a sí mismos, en manos de un destino incierto. ¿Cómo se comportarían? ¿Qué harían? Pues bien: en contra de las expectativas de sus bienhechores, los recién llegados no besaban la tierra reconquistada ni se lanzaban a los brazos de los habitantes africanos.
Por experiencia propia, aquellos américo-liberianos no conocían sino un único tipo de sociedad: el de la esclavitud en que habían vivido en los estados del Sur norteamericano. De manera que tras desembarcar, su primer paso en la nueva tierra consistiría en copiar la sociedad conocida, sólo que ahora ellos, los esclavos de ayer, serían los amos y convertirían en esclavos a los miembros de las comunidades del lugar, sobre los que, una vez conquistados, extenderían su dominio.
Liberia no constituye sino la prolongación del orden establecido por el sistema de la servidumbre, impuesto por la voluntad de los propios esclavos, que no desean destruir un sistema injusto, sino que lo quieren conservar, desarrollar y usar en provecho de sus intereses personales. Salta a la vista que una mente sometida, envilecida por la experiencia de la esclavitud, una mente –en palabras de Milosz– «nacida en la no libertad, encadenada desde el alumbramiento», no sabe pensar, no sabe imaginarse un mundo libre en el que las personas, todas, también lo fuesen.
Una parte importante de Liberia está cubierta por la selva. Espesa, tropical, húmeda, palustre. La habitan unas tribus pequeñas, pobres y mal organizadas (los pueblos grandes y poderosos, con estructuras militares y de Estado fuertes, solían instalarse en las vastas y abiertas extensiones de la sabana. Las difíciles condiciones de salubridad y transporte de la selva africana han hecho que tales organismos no hayan podido formarse allí). Ahora, en estos territorios, habitados tradicionalmente por la antigua población autóctona, empiezan a establecerse visitantes llegados desde más allá del océano. Desde el principio mismo, ambas comunidades, que se entienden pésimamente, mantienen unas relaciones hostiles. Antes que nada, los américo-liberianos declaran que tan sólo ellos son los ciudadanos del país. Al resto –es decir, al noventa y nueve por ciento de la población– le niegan este estatus, este derecho. De acuerdo con las leyes que promulgan, dicho resto no se compone más que de los tribesmen (los hombres de las tribus), gentes sin cultura, salvajes y paganas.
Por lo general, las dos comunidades viven apartadas la una de la otra, teniendo contactos espaciados y esporádicos. Los nuevos amos se aferran a la costa y a las poblaciones que allí han construido (Monrovia es la mayor de ellas). Sólo cien años después de la creación de Liberia, su presidente (en aquella época lo era William Tubman) se aventuró a viajar al interior del país. Los llegados de América, al no poder distinguirse de los nativos por el color de la piel o su constitución física, intentan demostrar su «otredad», su superioridad, de otra manera. En el clima de calor abrasador y de humedad terrorífica, propio de Liberia, los hombres, incluso en días de cada día, visten de frac y con pantalones tipo Spencer, llevan sombrero hongo y guantes blancos. Las señoras, por lo común, permanecen en sus casas, pero cuando salen a la calle (hasta la mitad del siglo XX Monrovia no conoce asfalto ni aceras), lo hacen ataviadas con rígidas crinolinas, espesas pelucas y sombreros adornados con flores artificiales. Toda esta alta sociedad, exquisita e impenetrable ella, vive en unas casas que son copia exacta de las mansiones y de los palacetes que se construían los dueños de las plantaciones en el Sur de Norteamérica. Los américo-liberianos se encierran, también, en su propio mundo religioso, inaccesible para los africanos del lugar. Son baptistas y metodistas celosos. En la nueva tierra, levantan sus sencillas iglesias. En ellas pasan todo su tiempo libre, cantando himnos piadosos y oyendo sermones para cada circunstancia. Con el paso de los años, dichos templos acabarán convirtiéndose, también, en lugares de reunión social, en una especie de clubs cerrados al público.
Mucho antes de que los afrikáners blancos introdujesen el apartheid (es decir, un sistema de segregación basado en la dominación) en Sudáfrica, este sistema ya lo habían inventado y llevado a la práctica, a mediados del siglo XX, los descendientes de esclavos negros: los amos de Liberia. La propia naturaleza y la espesura de la selva hicieron que entre los aborígenes y los desembarcados existiese una frontera natural que los separaba y que facilitaba la segregación, un espacio deshabitado, una tierra de nadie. Pero no era suficiente. En el pequeño y mojigato mundillo de Monrovia rige la prohibición de unas relaciones estrechas con la población oriunda y, sobre todo, de los matrimonios mixtos. Se hace todo lo posible para que «los salvajes conozcan su lugar». Con este fin el gobierno de Monrovia asigna un territorio a cada una de las tribus (que son dieciséis), en el que se le permite permanecer: esos homelands típicos, que los blancos racistas de Pretoria crearían para los africanos tan sólo al cabo de varias décadas. Todo el que se opone a ello es severamente castigado. Allí donde se declara una rebelión, envía Monrovia expediciones de castigo compuestas por militares y policías. Los líderes de los pueblos sublevados son decapitados in situ; la población insumisa, asesinada o encarcelada; sus poblados, destruidos, y sus cosechas, incendiadas, son pasto de las llamas. De acuerdo con la costumbre que de an...

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