Un sueño fugaz
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Un sueño fugaz

  1. 184 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Un sueño fugaz

Descripción del libro

Hace una década, lvánThays publicó un libro llamado La disciplina de la vanidad, donde unos jóvenes escritores se angustiaban por saber quiénes eran los llamados al éxito literario. Pero dentro de esa novela había otra novela. La de un escritor que tuvo su cuarto de hora de fama, que luego vivió la frustración y el fracaso en la vida y en la obra, y que va reencontrándose con viejos amigos de un taller literario para adolescentes llamado Centeno, y aceptando en cada encuentro su vida extinguida. Un sueño fugaz es esa novela. Se trata de una road movie literaria que se mueve no a través del espacio sino del tiempo. Un viaje que empieza con un escritor cuarentón que vive en Venecia con una mujer a quien no ama y el fantasma de un hijo fallecido, y termina en Lima, cuando es ya anciano y es visitado por una groupie literaria que lo considera un autor «de culto» y que parece no haberse enterado de que ese hombre vive según la máxima de Rudyard Kipling: «debes encontrarte con el éxito y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera». Al fin y al cabo, ¿qué es el éxito o el fracaso para aquel que ha descubierto que la vida es tan sólo un sueño fugaz del que estamos condenados a despertar?

Después de Un lugar llamado Oreja de Perro, lván Thays con este nuevo libro hace ciertas las palabras de Mario Vargas Llosa, quien escribió en su día: «lván Thays es uno de los más interesantes escritores que han aparecido en América Latina en años recientes.»

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Información

Año
2011
ISBN de la versión impresa
9788433972255
ISBN del libro electrónico
9788433933027
Categoría
Literatura

ESTEBAN

Toda la sabiduría de Esteban se resumía en una imagen: la luz de los postes de las aceras que se encienden cuando afuera aún hay claridad. Luego, poco a poco, o de súbito, oscurece. He ahí toda la profundidad de los objetos, todo el misticismo de la tecnología. La naturaleza, principio de todas las causas, terminaba dependiendo de los objetos materiales más pueriles, expuestos y sin magia.
Desde la ventana de su cuarto en el segundo piso, con un libro en la mano, tendido a lo largo de la cama, sin leer, Esteban miraba con paciencia su ventana con la cortina abierta, esperando que se encendiera la luz del poste frente a su casa. Un zumbido y listo, el fogonazo breve pero contundente. Alguien le había explicado alguna vez el sistema: un sensor mecánico que captaba el descenso de la claridad y encendía el foco automáticamente. Una explicación convincente, pero que nada explicaba. Lo cierto es que aquel faro se encendía cuando era inútil, una torpeza aparente, un desperdicio, pero luego la naturaleza, como obligada a darle la razón, se adecuaba a él y se iba ensombreciendo.
De la misma forma, el amor de Esteban por Ana se encendía cuando él iba hasta la computadora y la iniciaba. La demora del disco duro, su sordo rumor; las imágenes que iban apareciendo desde un pozo profundo en el vórtice del monitor; la luz azulina que caía sobre su rostro; las preguntas de rigor: el password, la conexión del teléfono; el Netscape actualizándose..., todo aquello lo disponía para, una vez conectado y listo, contactarse con Ana a través del chat y empezar, ahora sí, a sentir que la amaba demasiado siempre. Ana solía molestarse cuando Esteban le confesaba todo eso. No era bonito, desde luego, ni galante, decirle que la amaba frente a una pantalla, conmovido por el tacto de las teclas, por la letra arial que iba encendiéndose una a una hasta formar una palabra, una frase, una oración, una idea, un sentimiento. «Has tenido que irte hasta el otro extremo del mundo para que me enamore de verdad de ti, para que te sienta a mi lado», escribía Esteban. «No es agradable que me lo digas, oye», replicaba Ana. «Te amo», escribía Esteban. «Más fácil nos hubiera resultado comprarnos una notebook cada uno y comunicarnos a través de ellas uno al lado del otro en la cama», bromeaba Ana, sin decidirse por la tristeza. «Cualquier cosa hubiera sido más fácil que divorciarnos», decía Esteban, decididamente triste.
Mientras tanto, a mí se me había metido un ratón por la oreja, bloqueando durante semanas mi canal auditivo; pero ahora moraba en mi cerebro. Lo imaginaba cascando la masa encefálica como si fuera de galleta, una pasta compacta de canutos. A veces pensaba que no era un ratón real sino uno fantasma, no por eso menos espantoso. Sentado frente a mi computadora lo sentía roer, molesto quizá por la luz de la pantalla proyectándose sobre mi cara. A veces imaginaba que iba a salir por algún orificio, a cual más repugnante. ¿Y si salía por la nariz? ¿Y si lo sentía en la garganta, haciéndome cosquillas antes de deslizarse por mi lengua como un tobogán? ¿Y si salía por mi oído hecho una veloz bola de cerumen y pelo? También podía salir por el ojo del culo. Una vez soñé que salía por una muela, aprovechándose de una caries.
El-Caballo> no lo podrías creer...
El-Caballo> ... es una cosa de locos.
Bufalino> de ti puedo creer cualquier cosa.
El-Caballo> vendrás a Lima o no?
Bufalino> Roma está bien.
Bufalino> también hay una posibilidad en Bologna.
El-Caballo> ¡Bologna? Aggg.
Bufalino> huevón..., te acuerdas de la chica de la carátula...
El-Caballo> que carátula???
Bufalino> ... de mi primera novela?
Bufalino> ahora es profesora en Bologna.
El-Caballo> ah! linda...
Bufalino> y quiza puede conseguirme algo.
El-Caballo> pero... vendrás o no?
Bufalino> a Lima?
Lima. Es decir, Esteban, Milovana, Jaime, Sumalavia, Marco, Mercedes, Fernando, Tomás, Sandro, Connie. Los nombres de mis amigos limeños se iban sucediendo unos a otros, como un mantra, como una onda expansiva, como una serie de olas que suben y bajan a lo largo de un plano. Y también estaba Ana.
El-Caballo> Ana está en Londres pero quiere visitar Roma.
Bufalino> si quieres la recibiré.
El-Caballo> no esperaba menos de ti....
El-Caballo> no sabes el bien que le hará.
Bufalino> a qué viene? turismo?
El-Caballo> ha estado nerviosa últimamente.
El-Caballo> no, turismo no necesariamente...
Bufalino> ya, ha estado nerviosa.
Bufalino> no?
El-Caballo> estoy pensando una cosa que después te digo. Una sorpresa...
El-Caballo> pero me tienes que ayudar.
Bufalino> sorpresa?
El-Caballo> si me ayudas sale bien...
Bufalino> ya, te ayudo.... oye...
Bufalino> ... ¿aún sientes algo por Ana?
El-Caballo> la necesito....
El-Caballo> es una relación de necesidad mutua...
El-Caballo> aunque no podamos convivir más....
Bufalino> sí, entiendo...
El-Caballo> una cosa extraña, inexplicable....
El-Caballo> entiendes?
Bufalino> una cosa enfermiza.
El-Caballo> siempre has dicho que soy un enfermo...
El-Caballo> un amoral...
Bufalino> un badulaque, eso es lo que eres...
Bufalino> ... te gusta decir cosas ingeniosas para sorprender.
El-Caballo> no seas huevón.
Bufalino> te has molestado?
Bufalino> huy, ya te me estás poniendo viejo.
El-Caballo> no jodas.
Bufalino> te molestaste... te molestaste...
El-Caballo> eres un idiota, no estoy jugando,
El-Caballo> te estoy hablando en serio...
Bufalino> jijiji.
El-Caballo> ríete como hombre...
Bufalino> jejeje.
Ana llegó a mi pequeño piso en Via Campo Marcio un lunes por la noche. No la había visto en años, cuando aún nadie pensaba que Esteban y ella se separarían. Ella parecía entonces tan frágil, tan dependiente de Esteban. Desde Lima me llegaban chismes diciéndome que ella lo había dejado a él, que Esteban se había vuelto un chiquillo, millonarísimo, que paraba comprándose carros y ropa estridente, que ella se había ido a vivir con un hombre muy mayor a Londres, que él se había vuelto a casar, con su empleada. Cuando Ana llegó a Roma parecía confundida, cansada del viaje, con muchas ganas de volver a Londres. Desde luego, era mentira todo lo que la maledicencia limeña decía de ella y Esteban. Ana estaba sola, ya no parecía tan frágil como en Lima pero aún podría decirse que era de una pequeña naturaleza. Conversamos sobre los viejos tiempos con medias palabras, tratando de no soslayar la buena educación y modosita cortesía limeña, aunque no era una buena época para ninguno de los dos y lo más probable era que ambos prefiriéramos irnos a dormir sin gastar palabras ni historias sin importancia, que podríamos necesitar luego, cuando no tuviéramos nada de que conversar. Me despedí de ella ofreciéndole que la llevaría a visitar museos, ruinas, lo que quisiera. Una vez en mi dormitorio, pensé que en realidad no había sido una buena idea aceptar a Ana en mi casa. Nunca fuimos amigos, jamás tuvimos mucho en común ni intercambiamos más de cuatro palabras, e incluso me pareció recordar, a altas horas de la noche, que durante una época de nuestra juventud yo no le caía bien, aunque me fue imposible recordar por qué razón, si acaso hubo alguna.
Al día siguiente, me di con la sorpresa de que Ana había madrugado (más bien, yo me había quedado dormido) y ya había salido hacia el barrio turístico. En la cocina, los trastes usados y lavados por Ana me parecían una dolorosa intromisión en mi intimidad. Salí de la cocina como de una casa tomada, expulsado de ella con el rabo entre las piernas, y estuve deambulando por la sala, tratando de capturar nuevas huellas, hasta que, rendido, me senté frente a la computadora dispuesto a comunicarme con Esteban y mentirle. Mi única salvación era inventar un viaje impostergable a Bologna, tratar de ocuparme por unas semanas, dejarle la casa a ella y regresar cuando Ana se hubiera aburrido al fin de Roma, si eso era posible. Una vez frente a la pantalla, otra vez el ruido del vulgar pero avezado mus musculus, el sonido del aserrín, mi cabeza convertida en un cascabel, la migraña. Revisé mis e-mails y encontré uno de Esteban que me dejó sin armas. Él había dispuesto todo desde Lima. No eran sugerencias sino órdenes, un plan detallado, casi un mapa de lo que debían ser nuestros movimientos en los siguientes quince días. Decidí no contestar nada, no tomar ninguna decisión, hasta que hablara con Ana. Unas horas más tarde la oí llegar, correr hacia la sala, buscarme con la mirada, encontrarme tendido sobre el sofá, preguntarme por la hora, pedirme prestada mi computadora, encenderla. Más serena, entonces, mientras esperaba conectarse con un chat, me contó que se le había pasado el tiempo en tonterías o que no había calculado bien el cambio horario, no sé, se contradecía, pero que tenía que encontrarse con Esteban en el chat a esa hora, como siempre, para decirle que todo estaba perfecto y no se preocupara. Al fin, el nombre de El-Caballo apareció en la pantalla al lado del suyo, Ana21. Ana sonrió, serena de pronto, con una risa infantil, mirándome de soslayo, compartiendo conmigo su alegría. No me había movido del sofá y la observaba sentada frente a mi notebook. Escribía con lentitud, buscando las letras en el teclado. Sin percatarse de que estaba de visita en mi sala, y que yo estaba frente a ella, fue sacándose sin mirar el zapato derecho, mostrando una planta de pie pálida con un lunar en el medio que anunciaba viajes interminables. Concentrada en el chat, bajó lentamente un brazo y hurgó en uno sus zapatos. Su mano iba de un lado a otro, sin sacar la vista de la pantalla pero haciendo un mohín de disgusto porque no encontraba lo que buscaba. Yo estaba maravillado. El arco de su pie era perfecto. De pronto, sacó una semilla espinosa que arrojó sobre un cenicero sin detenerse a inspeccionarla. Reconocí en esa semilla el fruto rebelde de una planta rastrera que rodeaba un parque a espaldas del edificio. Cerca de ahí había una heladería y una tienda de sombreros. Ana había estado haciendo tiempo. Cuando al fin me levanté y me atreví a acercarme por la espalda para pedirle (murmurando como si temiera interrumpir en un concierto, como si Esteban me pudiera escuchar, como si estuviera ahí mismo, en la sala, con nosotros) que después me dejara escribirle un par de cosas a Esteban, ella señaló con cierto pudor la semilla erizada de espinas y me dijo:
–Me estuvo molestando toda la tarde, un infierno.
Esteban había dispuesto todo. Una villa a dos horas de Roma, en la campiña, ofrecida por un socio de su empresa. Ahí podría descansar Ana, quien, me confesó él, estaba con los nervios destrozados y su viaje a Roma, si no se sometía al turismo frenético, podría convertirse en un ahorro de cuatro años de terapia. Yo estaba desempleado, pero aun así Esteban decidió recompensarme por el tiempo que «dejaba de trabajar». Unas vacaciones pagadas; el dinero me esperaría en el banco a mi regreso. Tomamos el tren que nos llevaba a la villa y fuimos ensartando monosílabos entre chisme y chisme, entre recuerdos superados, olvidados y súbitamente resucitados para salvarnos el reencuentro. Ana parecía aún menos conversadora que yo, y miraba con ojos más huraños que los míos a los vendedores de naranjas y vino casero, e incluso a los demás pasajeros del tren. De pronto, en medio de largos silencios, emergió una Ana distinta. Conversadora, interesada, rememorativa, incontinente. Descubrí con emoción que esta nueva Ana tenía la facultad de hablar en colores. Mientras recordaba a Esteban sus sílabas se pintaban de un celeste casi cerúleo, o de un verde pálido. Luego, mientras recordaba Lima, el color descendía unas escalas, hacia el turquesa tenue o el gris esfumado. Sus sílabas fueron llenando de color el día, hasta llegar a una cúspide en que todas parecían amarillas y naranjas. Luego de ese júbilo, se atenuaron hacia un palo rosa acogedor, y luego un marrón mustio que precedió al bostezo y el sueño. La dejé dormir con la excusa de que quería mirar en silencio el paisaje insulso por aquella ventanilla llena de polvo. Pareció agradecérmelo. Al despertar, cerca ya de la estación donde debíamos bajar, vi que a Ana se le habían formado unas ojeras eclesiásticas que aún eran sólo unas líneas delgadas alrededor de los párpados pero pronto serían, sin lugar a dudas, dos enormes oscuridades.
Estuve aporreando la puerta de la casa durante varios minutos, quizá más de media hora, sin ningún éxito. Esteban nos había asegurado que estaría esperándonos un muchacho, encargado de cuidar la villa durante el invierno y parte del servicio doméstico durante el verano. Pero al parecer el muchacho no había sido advertido de nuestra llegada. Golpeé un par de veces más la puerta antes de voltear y mirar a Ana, que parecía desfallecer sobre sus maletas. Levanté los hombros, solté alguna maldición ahuecada, para mí mismo, y moví el pomo de la puerta en un gesto con intenciones dramáticas más que prácticas. Sin embargo, la puerta cedió con un chi...

Índice

  1. Portada
  2. PRÓLOGO: BLANCA NIEVES EN NUEVA YORK
  3. TOMÁS
  4. MILOVANA
  5. ESTEBAN
  6. MERCEDES
  7. JAIME
  8. EL PROFESOR DELGADO
  9. SUMALAVIA
  10. EPÍLOGO: VISITA AL MAESTRO
  11. Créditos