Dúo
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Dúo

Prólogo de Milena Busquets

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Dúo

Prólogo de Milena Busquets

Descripción del libro

La situación parte de un esquema clásico: un matrimonio lleva una vida feliz y armoniosa hasta que el marido descubre fortuitamente que la esposa ha tenido una aventura, cuyo alcance ignora, con su socio y amigo. A raíz de este descubrimiento, la relación se va deteriorando a pasos agigantados, mientras el marido se debate obsesivamente ante el dilema que se plantea: ¿qué podría soportar mejor: la comunión espiritual entre la mujer y el intruso, o la lujuria desencadenada, que podría ser tan sólo un «capricho de la carne»? «¿Dúo o duelo?»: así rezaba la faja publicitaria de la edición francesa original de este libro. Colette, feminista avant la lettre y sin alardes extraliterarios, muestra con extraordinaria agudeza psicológica el contraste entre la actitud de la mujer –un personaje adulto, desculpabilizado– y la puerilidad moral del marido. El conflicto sucede en una casa de campo, con la verja como testigo y la gente del pueblecito como telón de fondo; gente que husmea y que adivina las más secretas verdades de los «señores», obligados a fingir absoluta normalidad a causa de la sacrosanta obligación de guardar las apariencias, mientras se desencadena una tormenta en sus vidas. La recuperación de Dúo que ahora presentamos viene acompañada de un prólogo de Milena Busquets que es un elogio encendido y una abierta declaración de deuda con esa escritora voluptuosa y vitalista, penetrante, enérgica y virtuosa, que conserva intactas su lucidez y capacidad transformadora.

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788433930262
ISBN del libro electrónico
9788433936936
Categoría
Literatura

Dúo

Abrió la puerta bruscamente, y permaneció un momento de pie en el umbral. Luego suspiró: «¡Oh, qué fastidio!», se echó a tientas en el diván y se abandonó al baño de la fresca sombra. Pero prefirió las recriminaciones al descanso, y se incorporó con un movimiento rápido.
–¡No me ha ahorrado nada! Chevestre me ha llevado por todas partes, mira mis zapatos... Y el establo que se está derrumbando sobre los bueyes, y los mimbrerales inundados, y el ribereño de enfrente, que pesca con dinamita... He tenido que, óyeme bien, he tenido que...
Se interrumpió.
–Estás muy bonita aquí. Esto merece que se tome en consideración, evidentemente...
Su mujer había colocado el escritorio, viejo y carente de belleza, en el profundo vano de la ventana, bajo la luz de mediodía brillante de polvo. Ante ella, un ramito de orquídeas púrpura en un florero de grueso cristal, lleno de agua, testimoniaba que Alice había ascendido desde los prados más húmedos, alfombrados de raíces de alisos y mimbres. Bajo su mano, una carpeta de cuero repetía el color de las flores, y su reflejo, al alcanzar el rostro de Alice, turbaba el gris verdoso de sus pupilas, que Michel comparaba a la hoja de los sauces.
Ella escuchaba a su marido con complacencia, pero sólo le contestaba con una sonrisa soñolienta. Él experimentaba un inagotable placer al constatar que los ojos de Alice y su boca, dilatados por la sonrisa, se tornaban casi iguales, de forma muy semejante.
–Aquí tienes los cabellos llenos de hilos rojos –dijo Michel–. En París son negros.
–Y blancos –repuso Alice–. Diez, veinte cabellos blancos, aquí encima...
Ofrecía su frente a la luz, y mentía con coquetería, orgullosa de sus treinta y seis años, juveniles, despreocupados, y de su carne ligera. Observó que Michel se levantaba con intención de acercársele.
–¡No, Michel! ¡Tus zapatos! ¡Ten compasión del entarimado, que han encerado esta mañana! ¡Ese barro rojo!
El sonido de su voz contenía siempre a Michel. Incluso dormida y un poco quejumbrosa, sabía protestar suavemente, en el mismo tono, ante lo peor y lo mejor. Michel separó las piernas formando una V y tan sólo apoyó los tacones, con el mayor cuidado, sobre el entarimado de largas tablas gastadas.
–Este barro rojo, querida, es de las orillas del río. El héroe que te está hablando ha salido de aquí a buen paso a eso de las nueve, no se ha sentado desde entonces, excepto para tomar un sorbo de vino blanco, ¡y qué vino! Un vino blanco verdoso y asesino, un producto para quitar el cardenillo al cobre, para afilar cuchillos...
Se levantó con cierto esfuerzo y apoyó una mano en la cadera:
–Querida, es el precio de nuestras vacaciones... ¿Seremos todavía en 1933 los señores de aquí? Este Chevestre... tiene cara de comprador... Mientras que yo... ¿Durante cuánto tiempo tendré aún cara de propietario?
Caminaba de un lado a otro, dejando marcada con arcilla seca las huellas de sus pasos, pero Alice ya no pensaba en el entarimado.
–¡Tú estás bien como estás! –dijo Alice cuando su marido pasó ante el escritorio.
Alice no le tenía acostumbrado a tales vivacidades, y él se detuvo para sonreírle.
–¿Tan mal están las cosas, Michel?
Ante todo, Michel percibió en la voz suplicante de Alice la necesidad que sentía de ser tranquilizada, y la tranquilizó:
–Tan mal no, hija mía. No están peor que en otras partes. Pero ¿qué quieres? Los tejados ya cumplieron con su deber, la granja funciona con medios de hace cincuenta años... Chevestre roba normalmente, creo... Habrá que elegir, consagrar nuestro dinero, todo lo que proporciona la sala del Petit-Casino, a rejuvenecer, a consolidar Cransac. Cuando pienso que no hace más que tres años una película duraba cinco meses, y que montábamos un espectáculo arrevistado todos los inviernos en provincias con los restos del vestuario de Jeanne Rasimi. Cuando pienso...
Alice le detuvo de nuevo tendiendo su mano con los dedos juntos:
–No, no pienses más. Precisamente es en eso en lo que no hay que pensar. Los mimbrerales...
–Resquebrajados. No se sacará de ellos ni tres mil francos.
–Pero ¿por qué se han resquebrajado?
Michel la miró desde lo alto, como le gustaba hacerlo cuando ella estaba sentada y él de pie, con competente conmiseración.
–¿Por qué? ¡Hija mía! ¿No sabes nada?
–No. ¿Y tú?
Michel rió entre dientes.
–Yo tampoco. No sé nada de todas sus artimañas. Chevestre dice que es debido al calor. Pero Maure, el aparcero, afirma que si Chevestre hubiera podado a fondo hace dos años... Aparte de que el terreno es demasiado compacto para el mimbre... Imagínate, yo metido en todo eso...
Levantó la mano, el dedo meñique en el aire como en un juego infantil. Luego dejó de reír, de hablar, se colocó frente a la puerta ventana. Un alud primaveral de hojas nuevas, de serpollos sin cortar, de largos retoños de rosales enrojecidos por la apoplejía de la savia, aproximaba a la casa los macizos descuidados. Bajo los álamos, el oro, el cobre de las hojas nuevas usurpaban aún el lugar del verde. Un manzano silvestre, de pétalos blancos forrados de vivo carmín, había vencido al árbol de Judea un tanto enclenque, y las jeringuillas, para escapar de la sombra mortal de las aucubas barnizadas, tendían a través de las largas hojas exigentes, manchadas como serpientes, sus frágiles ramos, sus estrellas de un blanco de mantequilla.
Michel midió con la mirada la alameda empequeñecida, el avance de los macizos que ya no se cortaban, la mezcla de los aromas.
–Se pelean –dijo a media voz–. Si se les mira demasiado, esto deja de ser alegre...
–¿El qué?
Alice, medio vuelta en su asiento, comparaba a Michel con el Michel del año anterior. «Ni mejor ni peor...» En pie, ambos eran de la misma estatura, pero ella parecía ser muy alta y él un poco bajo. Él, más que ella, hacía uso de una seducción totalmente física, de una juventud en los gestos que provenía de dos o tres oficios que había ejercido y en los que es preciso gustar a mujeres y a hombres. Al hablar enseñaba sus cuidados dientes, sus ojos color tabaco. Para ocultar la parte inferior, algo distendida, de su mentón, lucía desde hacía poco un pequeño barboquejo de barba a la española, fina y rizada, muy corta y como pintada sobre la piel hasta las orejas, que le hacía parecerse –baja frente de redondos rizos, nariz poco prominente y la boca bien dibujada– a muchas hermosas cabezas antiguas.
Alice garabateaba sobre la mesa y miraba a hurtadillas a su marido. Temía, sobre todo, que él le confiara de una sola vez demasiados motivos de preocupación. El buen tiempo, una hormigueante y dulce fatiga corporal la hacían sentirse sin energías, ávida tan sólo de ignorar que, con cada tormenta, el tejado perdía algunas tejas, doradas por el liquen, que en el establo se tapaban con paja los agujeros de las paredes en lugar de ir a buscar al albañil. En París, al menos, no pensaba...
–¿Y luego? –preguntó sin querer.
Michel se estremeció, masculló como un hombre al que se despierta o que desea tomarse tiempo:
–¿Cómo? ¿Y luego? Pues nada. Ya sabes que Chevestre sólo me habla de cosas fastidiosas. Tres horas de estupideces al llegar, tres horas de estupideces la víspera de la partida, una o dos complicaciones durante nuestra estancia; éste es el precio al que yo pago nuestras vacaciones de Pascua. ¿Es caro o no?
Pasó detrás de su mujer, se apoyó en el marco carcomido de la ventana y aspiró el aroma de su país natal. La tierra violácea y blanda, la hierba ya alta, la catalpa en flor por encima del espino rojo, la lluvia de eglantinas sobre el dintel de la puerta ventana, las jeringuillas que el calor apresuraba, los citisos como largos pendientes amarillos... No hubiera querido perder nada de esos bienes llenos de lozanía, abandonados y viejos. Pero lo único que le importaba más allá de toda razón era Alice. A lo lejos, el río invisible y desbordado, todavía frío, humeaba bajo el sol como un rastrojo que se quema.
«Chevestre pagaría un buen precio. El cerdo se muere de ganas. Ha llevado bien su campaña. Ya me previno mi vecino Capdenac: “Cuando tu administrador calce botas, échalo a la calle, o bien será él quien te eche a ti.”»
Una delgada mano se posó sobre su manga.
–En absoluto –dijo Alice.
Sin levantarse, ella había vuelto a medias su sillón hacia la ventana, hacia la irrupción de la luz, de los zumbidos, de los cacareos de gallinas y cantos de ruiseñores. El techo bajo, de oscuras vigas, los sombríos colores de los muebles y del papel floreado sobre un fondo marrón, absorbían la luz y sólo devolvían unas breves reverberaciones sobre la panza de un jarrón, de una jarra de cobre, sobre el bisel de un espejo italiano. Alice vivía en aquel salón biblioteca, pero atrincherada entre la puerta ventana y la chimenea, huyendo de las regiones tenebrosas del fondo de la estancia, de las dos enormes estanterías de libros, sin cristales, que tocaban el techo...
–Eres encantadora –dijo Michel brevemente, acariciando la lisa cabeza de su mujer.
Se sentía vulnerable, próximo al enternecimiento, y trataba de ocultarlo. «¡Estoy desencuadernado! ¡La fatiga y este país! ¡Oh! ¡Este país! ¡Apuesto a que aquí hace más calor que en Niza!»
Como había dirigido «temporadas» de casinos, tenía la costumbre de compararlo todo con Niza, con Montecarlo o con Cannes. Pero ya no se atrevía a decirlo en voz alta, por lo menos delante de Alice, que fruncía las cejas y arrugaba su nariz de gato, riñéndole en tono lastimero: «¡Michel, no hagas de corredor de comercio!»
La cabeza redonda se prestaba a su mano hábil. Michel sabía acariciarla en el buen sentido, siguiendo el peinado inmutable de Alice, que cortaba sus cabellos en espeso flequillo, paralelo a sus cejas horizontales, y no los rizaba. Llevaba vestidos atrevidos, pero una extraña timidez le impedía modificar el arreglo de sus cabellos.
–Basta, Michel, me fatigas.
Michel se inclinó hacia el seductor rostro echado hacia atrás, muy poco maquillado, rebelde a la vejez, hacia los ojos que se cerraban rápidamente tanto bajo la impresión de aburrimiento como del exceso de felicidad.
«Una vez vendido Cransac, me lucirá un poco el pelo. Incluso sin reparaciones, Cransac resulta un peso terrible. Una vez vendido Cransac, me sentiré ligero, me ocuparé del bienestar de Alice... Me deslomaré por ella..., por nosotros dos.»
En sus monólogos interiores empleaba deliberadamente palabras de una jerga romántica, de igual forma que balanceaba inútilmente los hombros, en prueba de lucha por la vida.
–Esta mañana te muestras muy delicada. Anoche, lo fuiste menos...
Alice no protestó, pero de su mirada ya no entregó más que una fina línea de un blanco azulado entre las pestañas ennegrecidas, y la sonrisa de su boca. Michel la acarició con unas palabras brutales, que ella recibió con un estremecimiento de sus pestañas, como si le hubiera salpicado con un ramillete húmedo de agua. Uno y otro se prestaban a aquellos renacimientos de la pasión, regalos del azar, del viaje, de una estación bruscamente despertada. Cuando llegaron la víspera, bajo una tempestad primaveral, encontraron en Cransac la lluvia, el sol poniente, un arco iris encima del río, las pesadas lilas, la luna que se alzaba en un cielo verde, unos pequeños y brillantes sapos bajo los escalones de la escalinata, y durante la noche oyeron caer, de lo alto del oquedal, los chaparrones retardados y los cantos de los ruiseñores e...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo, por Milena Busquets
  3. Dúo
  4. Notas
  5. Créditos