Avenida de los Gigantes
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Avenida de los Gigantes

  1. 384 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Avenida de los Gigantes

Descripción del libro

Si no midiera casi dos metros veinte y tuviera un coeficiente intelectual superior al de Einstein, Al Kenner sería un adolescente ordinario. El día del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, sin embargo, su vida dará un vuelco y saldrá a la luz que en el cuerpo de ese gigantón habita un muchacho traumatizado por los malos tratos que le inflige su madre alcohólica, que disfruta decapitando gatos y jugando a la silla eléctrica con su hermana menor, y que ha asesinado a sangre fría a sus abuelos. Después de cinco años internado en un psiquiátrico, rehabilitado y sin antecedentes penales gracias a su extraordinaria inteligencia y sus dotes de manipulación, Al pisará de nuevo la calle.
Desconcertado ante el pacifismo y la contracultura de los jóvenes de su edad, esos hippies a los que no alcanza a comprender, y tras ver truncado debido a su altura su deseo de alistarse para ir a Vietnam o ingresar en la policía, Al se convierte en asesor psicológico de la policía de Santa Cruz. Como él mismo afirma, «haber matado confiere una auténtica legitimidad en la comprensión del fenómeno del paso a la acción que siempre será un misterio para el neófito», y está dispuesto a ayudar a poner fin a la ola de crímenes que vive California.
Inspirado en un personaje real, Ed Kemper, un asesino en serie condenado a perpetuidad, y narrado como si se tratara de las memorias escritas por el protagonista desde la cárcel, Avenida de los Gigantes es un perturbador autorretrato de un asesino fuera de lo común.

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Información

Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788433978899
ISBN del libro electrónico
9788433934666
Categoría
Littérature

1

Como todos los meses, la mujer se encuentra frente a él tras instalarse pesadamente en la silla. Saca los libros de la bolsa, una decena. La mayoría están encuadernados en tapa dura. Echa un vistazo rápido y los deja delante de él. Sonríe con un trazo fino sin mirarle a la cara. Desde hace años evita que sus miradas se crucen y eso la obliga a apartar la vista. A menudo baja la cabeza y eso le brinda a él la ocasión de ver crecer el surco de su calvicie en medio de su cráneo. Tiene el cabello largo y cuesta saber cuándo lo lleva limpio porque ni siquiera cuando lo lleva limpio lo parece. Debió de ser pasablemente guapa, en la medida en que puede adivinarse una antigua belleza detrás de unos rasgos hinchados. Él también está derrengado, pero tiene sus buenas razones. En el caso de ella, sin embargo, no están tan claras. Le gusta esa mujer. De hecho, ha llegado a la conclusión de que le gusta porque no siente nada por ella, ni amor ni odio. A veces un poco de irritación. Le reprocha que sea la única persona que le visita. Le reprocha que los demás no lo visiten nunca, cosa que es un poco injusta puesto que ya no hay nadie más. Es lo suficientemente perspicaz como para haberse percatado de que desde hace tiempo ella tiene algo que decirle. ¿Pero qué? Lo ignora. Sólo siente el peso de una palabra que no se expresa. Es más que una cuestión de timidez. Nunca se comporta con verdadera naturalidad delante de él. Finge. Con bastante torpeza y a menudo con una voz que no acompaña a sus expresiones. A veces la siente iluminada, otras completamente apagada. Tiene unos grandes senos fláccidos que rematan un cuello arrugado. No le parece muy esplendoroso en una mujer que debe de rondar los sesenta. Sin embargo, le agradece que no le haga fantasear. No hay que forzar un motor que ya se ha quedado sin gasolina.
–¿Ha hablado con la prensa acerca de lo que comentamos?
Ella se toma un tiempo antes de responder. No hay en ello nada extraordinario pues siempre se toma un tiempo para responder, como si se sintiera responsable.
–Sí. Con varios diarios de la costa. Están int..., cómo diría, intrigados. Se lo están pensando. Pero me parece factible.
Aparta de nuevo la vista. Cuando hace eso, le daría un puñetazo en la cabeza, aunque en el fondo no tiene muchas ganas de hacerlo. Y además imagina los daños que provocaría mientras ella sigue hablando con su voz en la que cada palabra parece disculparse por salir de su boca pequeña para un rostro de ese tamaño. Debe de tener sangre india. No sangre fresca, sino sangre que se remonta a principios del siglo en que les ajustaron las cuentas.
–Para ellos es un poco arriesgado, ya se lo puede imaginar...
–¿Se refiere a la crítica literaria?
–¡Oh, no! En ese aspecto, cada uno tendrá su propia opinión. Es más por el hecho de revelar o no quién es usted. Si no dicen quién es, un día podrían reprochárselo. Y a la vez se dicen que si revelaran su identidad darían la campanada. Vamos, así es la prensa...
Opina a destiempo como si la conversación ya no le importara. Siempre se ha comportado así. Es una manera de imponerse a sus interlocutores. Se echa atrás:
–He leído a muchos críticos en mi vida y no veo qué tendría que envidiarles. Me he tragado 3.952 libros desde principios de los años setenta; en una lectura minuciosa, no me lo podrá negar. ¿Me da eso derecho a tener una opinión sobre la literatura? Así lo creo.
–Me han dicho que pensaban en usted más como crítico de novela negra.
Trata de no parecer enojado para no asustarla, puesto que ella es muy asustadiza.
–Buena señal. Dígales que la novela negra no me interesa. En absoluto. Demasiadas convenciones, lugares comunes y enigmas sin interés.
Permanecen un buen rato sin decir nada, los dos mirando a otro lado. En esa habitación no hay nada en que posar la vista así que los dos barren la pared opuesta. Ya está harto de ella, pero se controla, no quiere que ella se dé cuenta, no es culpa suya. De repente, espeta:
–Puede darles la cifra. 3.952 libros desde 1971 hasta hoy. Y si quiere hacerles reír, dígales que sólo había leído uno entre mi nacimiento en 1948 y 1971. Lo leí tres veces. ¿Adivina cuál?
Ella responde:
–La Biblia.
–No. Crimen y castigo. Un libro muy bueno, la verdad. No creo que se haya escrito otro mejor.
Lee en los ojos de ella que se pregunta si se trata de una broma. Tiene una bonita nariz recta y los ojos de un color original. Pero apesta a miedo como un cadáver apesta a muerte. Un miedo general a la existencia. No escatima el pachuli para disimularlo. Así debe de engañar a muchos. A él no.
Retoma la inspección de los libros que le ha traído y entre ellos descubre un intruso.
–¿Qué es este libro para niños?
–Una propuesta. Nos hemos dado cuenta de que no tenemos grabaciones para niños. Y hay muchos más niños ciegos de lo que se cree.
–¿Lo ha hecho a propósito?
Ella se derrite como un hielo bajo el sol y se enjuga la frente con el dorso de la mano. No entiende a qué se refiere.
–Sin duda ignora que mi abuela escribía libros para niños –dice despacio para tranquilizarla, pues ella ha adquirido un inquietante rubor–. Pero eso no es lo más importante, ¿se imagina que puedo grabar CD para niños con la voz que tengo? Hay que estar desesperado para tener semejante idea. Y es un trabajo enorme ponerse en el lugar de un niño cuando a uno no le han dado nunca la oportunidad de serlo. No tengo ese don.
Ella encadena a toda velocidad:
–Nadie está más cualificado que usted para la lectura. El editor le quiere a usted, bueno..., le queremos a usted.
Cree halagarlo. Ya no tiene edad para ello, aunque se jacte de sus cualificaciones.
Le promete que lo intentará, eso no cuesta nada y todo el mundo estará contento. Le gusta hacer concesiones. Puede parecer algo estúpido decirlo pero las concesiones le proporcionan un verdadero placer. Está convencido de que si todo el mundo aceptara recorrer la mitad del camino se evitarían los conflictos. Lo dice a menudo en las prédicas a sus muchachos. En cuanto la idea de la concesión germina en la mente, la violencia es derrotada. Aunque uno no tenga intención de recorrer la mitad del camino, con dar un paso hacia el otro se deja atrás la violencia. No quiere darle más vueltas a esa historia de libros para niños, de acuerdo, lo intentará. De lo contrario tendría la impresión de obedecer al pasado y no quiere hacerlo nunca más.
–Los buenos críticos comprenden que el paseo del autor alrededor del tema es más esencial que la esencia del propio tema. Ahí radica el auténtico viaje de la literatura. Dígame, ¿qué interés tendría zamparse miles de páginas sólo por lo que debe ser dicho? He oído muchas bobadas sobre gente que no se lo merece. Al leer lo que Mary McCarthy o Henry Miller han escrito sobre Salinger, cuando sólo son capaces de leerlo al pie de la letra, dudo acerca de la pertinencia de sus juicios y llego a preguntarme si no se trata de la confesión de la mediocridad de sus propios escritos. ¡A veces me pone de un humor de perros! Y ya no digamos todo lo que he llegado a leer sobre Carver. Claro, ahora lo han puesto en el Panteón y a punto han estado de enterrarlo en la cripta familiar de Chéjov, pero yo estaba ahí cuando despotricaban de su minimalismo. Tuvo que morirse. Esa gente prefiere a las momias antes que a los seres vivos. A fin de cuentas, que hagan lo que les venga en gana, pero que no cuenten conmigo para las novelas negras, ¿está claro? Es un género menor, despreciable. Ni la novela negra más miserable es capaz de transcribir un diez por ciento de la realidad de la que habla.
Dice todo eso sin alzar la voz. Rara vez alza la voz. Sus cóleras estallan en una caja estanca. Cuando está encolerizado, es el único que lo sabe.
–Si de verdad no quiere el libro para niños...
Para él el tema está zanjado. ¿Por qué vuelve sobre la cuestión? Ha conocido a mucha gente como ella que no puede dar un paso al frente sin volver la vista atrás.
–Le he dicho que lo leeré.
Ella exhibe una patética sonrisita. Consulta la hora en su reloj y sonríe de nuevo para librarse de la insistente mirada que él le dirige. Le parece malintencionada pero se debe únicamente a que ya está harto de mirar fijamente la pared de detrás de ella.
–¿Cuándo volverá?
Parece súbitamente aliviada.
–Dentro de cuatro semanas.
Podría prohibirle la entrada. Le bastaría solicitarlo a la administración. Ya sólo tendría que depositar los libros. Tiene el poder para hacerlo, está seguro de ello, pero sería abusar de él. A veces siente una cólera sorda ante la idea de estar condenado a que lo único que pueda ver de una mujer sea esa cúspide de cráneo con aspecto de campo de trigo mojado. Está seguro de que ella se droga. Es de esas que a la hora de desayunar sostienen un porro en una mano y un café en la otra y se olvidan de comer. Debe de beber refrescos durante todo el día e intercalar una hamburguesa que habrá absorbido toda la grasa de la plancha. Desde que acude a verlo, hará ya unos treinta años, le está agradecido por no haberle confesado nada personal relativo a ella. No lo habría soportado. Es difícil de explicar, pero se lo habría tomado a mal. Puede aceptar una relación profesional, nada más. Está al acecho de las tentativas de privacidad para cortarlas por lo sano y ella lo sabe. Ella nunca ha cometido una torpeza.
Ha llegado el momento de concluir:
–¿Podría traerme un CD la próxima vez que venga? No me andaré por las ramas, no tengo con qué pagárselo.
Está muy contenta de poder complacerle y asiente temblorosa.
–De acuerdo, pues –dice él poniéndose en pie–. Skip James. Todo lo que pueda, pero sobre todo «Crow Jane» y «I’d Rather Be the Devil».
Ella se lo promete y se pone en pie a su vez. Le cuesta un poco levantarse de su asiento. A buen seguro se debe a la obesidad que pesa sobre sus rodillas. Le da la espalda, alza la mano a guisa de saludo, agacha la cabeza para pasar bajo la puerta y sale de la habitación ajustándose las gafas.
Un hombre respetado puede exigir ciertos privilegios. Uno de los suyos es poder recoger personalmente el correo. El jefe se lo entrega con una sonrisa. Le gustaría tener que relacionarse sólo con tipos como él. No hay día en que no reciba una carta. Es difícil imaginar el placer que comporta abrir el correo con la certeza de que uno nunca recibirá malas noticias. Recibe dos tipos de cartas. Las más frecuentes son los agradecimientos de sus oyentes. No las han escrito ellos, sino que las han dictado a un allegado. Le dan las gracias por el cuidado con el que lee los libros, por sus entonaciones que, a decir de algunos, le sitúan a la altura del Actor’s Studio. Aprecia el cumplido, aunque no le gustan los actores. No confía en esa gente cuyo oficio consiste en ser otra persona. Tarde o temprano, acaban por no saber quiénes son. La empatía no es su fuerte y cree que es mejor confesar las cosas que fingir, aunque tenga buenos sentimientos hacia todos esos ciegos que le escuchan. Imagina el sufrimiento de ser ciego sobre todo en los Estados Unidos, el país con los más bellos paisajes del mundo entero, pero afortunadamente los que nacieron así no lo añoran. Además de las de los ciegos, recibe cartas de admiradoras. A menudo son muy jugosas. Siempre le envían una foto. Una foto de identidad o un retrato de pie. Algunas posan completamente desnudas y con todos los matices que abarcan desde el erotismo a la pornografía más obscena con primeros planos de su sexo. Eso le da asco. Las cartas que las acompañan suelen ser demenciales y prefiere no hablar de ellas pues darían una triste imagen de la humanidad. Hablando claro, le recuerdan a esos córvidos encaramados en las vallas de protección de las autopistas, fascinados por el pequeño cadáver de un animal salvaje aplastado y que aguardan el momento propicio para picotearlo entre dos camiones que circulan a toda velocidad. La administración nunca abre su correo. Así es como le llegan esas fotos. Las conserva en su estantería pero, sinceramente, nunca las mira. A veces rompe alguna. Hacia el cambio de siglo, unos diez años atrás, una mujer le escribió declarándole su amor y proponiéndole matrimonio. Adjuntó a su carta una foto de mala calidad, pero en su rostro bastante regular, porque es difícil hablar de belleza, podía verse que lucía aros de diversos tamaños repartidos por las orejas, la nariz y la lengua. Le mostró la foto a un tipo recién llegado que le dijo que ahora era normal que la gente luciera esos pendientes. Se quedó dubitativo durante más de media hora y finalmente se decidió a responder a aquella mujer que vivía en Reno, Nevada.
«No entiendo su interés por mí. Nunca he tenido intención de casarme, y ahora menos que nunca. Su foto sólo me evoca a una mujer vulgar, perforada sin razón. No sé qué puede usted llegar a imaginar en su delirio de mujer malsana y desequilibrada y prefiero no saberlo. Ya no soy el hombre que fui hace treinta años y ese hombre no la hubiera amado más que yo. Es la primera y última vez que respondo a una de sus cartas, no somos del mismo mundo, métase eso en la cabeza de una vez por todas.»
No ha vuelto a oír hablar de ella.

2

El día en que Lee Harvey Oswald me robó el protagonismo, nada indicaba en esta parte de Sierra Nevada que estuviéramos en noviembre. Alrededor de la granja de mis abuelos la naturaleza estaba desguarnecida, pero los árboles diseminados por la colina de enfrente no cambiaban de color en otoño. El día había comenzado como tantos otros. Me había masturbado dos veces en la cama antes de levantarme. Una vieja receta para empezar el día calmado. Apenas había acabado cuando mi abuela se puso a gritar que me levantara. Luego entró en mi habitación sin llamar. Sólo tuve tiempo de echarme encima la manta. Con una voz que pretendía ser amable dijo sin mirarme: «Hace un día muy hermoso, espabílate y ve a dar un paseo.» No me lo tomé a mal como una vez que creí que iba a matarla porque se metió en mi cuarto cuando estaba a dos segundos de la liberación. Nunca había sentido crecer en mí semejante violencia. Acabé levantándome, pero más tarde. No recuerdo si era entre semana o el fin de semana. No sería difícil comprobarlo, pues el 22 de noviembre de 1963 es una fecha bastante memorable. Tres días antes celebramos mi cumpleaños con ella y mi abuelo. La vieja había hecho un pastel que sabía a plástico frío. El viejo desenvolvió su regalo con los ojos húmedos: un Winchester Henry .22 Long Rifle. «Para cazar conejos y topos», precisó apoyando su mano sobre mi brazo. Su mano me pareció muy vieja y arrugada, a pesar de que sólo tenía setenta y un años. Era un buen hombre pero a mí no me gustaba porque era como un perrito ante mi abuela. Ésta se pasaba el día dándole órdenes como a un mozo de cuadra con entonación de demócrata para no humillarlo. Y el viejo obedecía. Cuando se cruzaba con mi mirada de desprecio, bajaba la v...

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  77. NOTA DEL AUTOR
  78. CRÉDITOS