El extranjero
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El extranjero

Dos ensayos sobre el exilio

  1. 136 páginas
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El extranjero

Dos ensayos sobre el exilio

Descripción del libro

Richard Sennett es un autor de gran prestigio entre los lectores interesados en temas sociológicos. Así, La corrosión del carácter estudia las consecuencias antropológicas de la nueva organización del trabajo en el capitalismo de las últimas décadas del siglo XIX, El respeto es una reflexión sociológica sobre las instituciones de asistencia social, El artesano aborda el valor formativo y moral del trabajo personal y Juntos trata de la participación y la colaboración social. Este volumen, breve pero interesantísimo, incluye dos textos: El gueto judío de Venecia, nueva versión de un capítulo de su importante Carne y piedra, obra de 1994 en la que el autor daba muestra de la amplitud de sus conocimientos y de la sutileza de su análisis sociológico, y El extranjero, una versión ampliada y revisada de un ensayo anterior sobre el exilio. En ambos casos, el objeto de reflexión es la condición de extranjero, de extraño, de diferente, y de la manera en que esa condición es concebida por los nativos y vivida por el extranjero, lo cual depende del contexto histórico y social. El estudio del gueto de Venecia a comienzos del siglo XVI muestra el lugar que en esa sociedad ocupaban y el trato de que eran objeto no sólo los extranjeros, sino determinados sectores sociales estigmatizados, como las prostitutas, pero especialmente los judíos. Y, a propósito de éstos, el texto analiza las consecuencias de la segregación como rechazo y a la vez estímulo para la toma de conciencia colectiva de pertenencia a una comunidad cultural. El segundo ensayo se ocupa de las tribulaciones del intelectual ruso Aleksandr Herzen, emigrado de su país en 1924, en su ruta por distintos países de Europa, y de sus dificultades para encontrar una identidad nacional. Aquí es interesante la referencia de Sennett al nuevo concepto de nación en la Europa de mediados del siglo XIX y el cambio en la naturaleza política de la idea de nación, que aludía de manera primordial a la ciudadanía, por una naturaleza de tipo antropológico, que alude más a la fusión del individuo con el conjunto de creencias, tradiciones y hábitos lingüísticos y culturales de un pueblo.

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Información

Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788433963628
ISBN del libro electrónico
9788433934550
Categoría
Literatura

El extranjero

El espejo de Manet

Édouard Manet fue un pintor de la ciudad, pero no un pintor realista tal como este término se entiende comúnmente. No trataba de lograr con la pintura el efecto de sorprender la vida al desnudo, como hicieron los fotógrafos de su época. El registro de Manet tampoco comparte gran cosa con el espíritu de los indignados retratos urbanos de protesta que nos presenta Zola de putas, niños abandonados o familias comiendo ratas asadas. El arte de Manet es capaz de lograr una impresionante declaración política directa, como lo demuestra el cuadro realizado en 1868 titulado La ejecución del Emperador Maximiliano, pero la visión que el artista tiene de la ciudad se vale de otros medios para obtener sus efectos.
En su registro de la vida que veía en París, Manet empleaba detalles visuales que perturban la mirada, que la arrastran de objeto en objeto dentro del cuadro y que a menudo sugieren que la verdadera historia a la que la pintura se refiere tiene lugar en otro sitio, fuera de la tela. En su pintura de la ciudad, Manet es un artista del desplazamiento; y es precisamente a través de su comprensión del desplazamiento como nos habla en términos sociales, tanto hoy como en su día; su arte desafía ciertos supuestos con los que describimos a gente desplazada, ya sea económica, ya sea políticamente, es decir, los inmigrantes, los exiliados, los expatriados.
Estas palabras aluden a los diferentes motivos por los que es posible que una persona viva en el extranjero, pero hoy en día el resultado de tales desplazamientos parece un destino común. Ser extranjero es vivir a disgusto fuera del propio país; nos referimos al inmigrante que siente el impacto de la cultura y se aferra a sí mismo, al exiliado que hiberna con indiferencia en una ciudad que apenas lo roza, al expatriado que pronto sueña con el retorno... Tales imágenes tiñen de sentimientos la necesidad de raíces y de valores que el corazón experimenta. Más aún, niegan a los que se han convertido en extranjeros la voluntad y la capacidad para hacer algo humano a partir de la experiencia del desplazamiento, aun cuando se hubieran visto inicialmente forzados a emigrar. Pese a ser un pintor que se siente absolutamente cómodo en su ciudad y a su interés por los olores y las sombras de su vida cotidiana, Manet imagina lo que la experiencia misma del desplazamiento tiene de positivo. Bajo su pincel se abre la dualidad de «lo propio» y «lo extraño», pues la representación imaginaria de los lugares familiares se vuelve ella misma cada vez más rara y extraña.
La agudeza de Manet para captar el desplazamiento se expresa con toda amplitud en su última gran obra, El bar del Folies-Bergère, realizada en el invierno de 1881-1882. Es interesante la historia de esta pintura. En 1879, Manet se ofreció al Concejo Municipal de París como pintor de murales para la nueva sede del ayuntamiento. Estos murales del París moderno mostrarían el efecto de las nuevas construcciones –puentes de acero, alcantarillado de cemento, edificios de hierro forjado– en la vida de la ciudad. La propuesta de Manet fue rechazada, pero lo significativo es que la gran obra que realizó con posterioridad a esta negativa no presenta ninguna de las escenas previstas para sus murales de París, sino que gira más bien en torno a algo aparentemente más sentimental, más kitsch incluso, un cuadro del Folies-Bergère. El propósito de Manet era infundir a esta escena banal la fuerza de todos los cambios que él sentía que se estaban operando por entonces en París, cambios que habían dado lugar al desarrollo de una sensibilidad moderna.
Para nosotros es importante entender qué era y qué no era el Folies-Bergère en la época de Manet. Era un lugar de permisividad sexual; entre la multitud se paseaban por igual prostitutas y prostitutos y se bailaba el cancán, que en su versión del siglo XIX no tenía nada que ver con su descendiente más moderno y adecentado (el cancán, que se introdujo en París en la década de 1830, lo bailaban en general mujeres sin ropa interior bajo sus faldas cortas y sueltas, de modo que cada vez que levantaban una pierna dejaban al descubierto sus montes de Venus). Pero el Folies-Bergère no era en sí mismo un prostíbulo, aunque estaba estratégicamente situado cerca de varias casas de este tipo, por lo cual las mujeres respetables podían acudir al local a divertirse, lo que hacían en número también respetable. Por tanto, se trataba de un lugar rayano en la indecencia, pero de un lugar público, lleno de gente ruidosa que bebía y flirteaba en un ambiente perfumado por cigarros, café y Beaujolais barato. Los parisinos iban al Folies cuando deseaban relajarse. Era cómodo y acogedor, un hogar alejado, muy alejado, de los rigores del hogar familiar.
La escena que Manet ha aislado nos muestra una mujer de pie detrás de una barra. Pensativa, triste, seria, es una figura aislada en medio del ruido (la figura del cuadro se basa en Suzon, una camarera del Folies-Bergère a quien Manet conocía). El espectador es atraído al interior de la escena por el uso que hace Manet de los espejos, que crean una experiencia especial de desplazamiento.
El cuadro representa a la camarera mirando directamente de frente al espectador. El espejo delante del cual se encuentra ella de pie también se opone directamente al espectador. Manet refuerza esta alineación plenamente frontal colocando los brazos extendidos y las manos sobre la barra del bar, ladeadas como un bailarín de ballet que girara las piernas hacia fuera, con los pies en línea recta, manteniendo el cuerpo completamente de frente. A la derecha de esta figura vemos su espalda reflejada en el espejo, en donde la masa plana de su vestido negro es exactamente de la misma medida que el cuerpo, de modo que su figura reflejada carece del efecto de reducción propio de la perspectiva, pues el reflejo se muestra en el mismo plano dimensional que el cuerpo. Digo que vemos su reflejo en un espejo, aunque esto es imposible desde el punto de vista óptico; no podemos verla directamente de frente y al mismo tiempo ver su reflejo a la derecha. Hoy el espectador acepta esta imposibilidad, que parece visualmente lógica, aunque ópticamente imposible. Sin embargo, Charles de Feir, en su Guide du Salon de Paris 1882, hablaba en nombre de muchos contemporáneos de Manet al considerar este extraño espejo como una señal de la defectuosa técnica del pintor.1
En muchas de las últimas pinturas de Manet, la sensación de desplazamiento óptico del espectador se ve reforzada por algún gesto arbitrario y aparentemente menor, que contribuye así a separar la escena del hecho representacional. En El bar del Folies-Bergère esto se produce gracias a la manera en que Manet pinta dos lámparas de gas reflejadas en el espejo; son dos discos de un blanco puro colocados sobre el plano del cuadro, lámparas que no proyectan sombra, que no están rodeadas de penumbras como suele suceder con las luces reflejadas, que no están pintadas del todo. Una vez más, los contemporáneos de Manet vieron en estas extrañas luces una señal de imperfección del pintor. En L’Illustration, Jules Compte dijo de ellas que «probablemente Monsieur Manet ha elegido un momento en que las lámparas no funcionaban adecuadamente, pues nunca hemos visto una luz menos resplandeciente...».2
En la actualidad podemos apreciar que estos discos blancos tienen la misma finalidad que el reflejo desplazado del vestido negro de la camarera, esto es, organizar la pintura de tal manera que nos concentremos únicamente en la experiencia relevante de profundidad y de efecto de retroceso. En el rincón superior derecho del cuadro, reflejado en el espejo, vemos el hombre al que mira la camarera y que a su vez la mira intensamente a los ojos. Sin embargo, así como la espalda de la camarera no podría verse reflejada a su derecha, este decidido caballero de sombrero de copa que le formula una pregunta con la mirada y que provoca en ella esa expresión tan triste, no puede tener presencia óptica, pues en tal caso impediría por completo nuestra visión directa y sin obstáculos de Suzon, que mira directamente al frente. La pintura está organizada de tal manera que el espectador, usted o yo, está delante de ella. Pero, por supuesto, ni usted ni yo nos parecemos a la persona reflejada en el espejo. A causa de la posición completamente frontal del personaje en relación con el espectador, es imposible mirar la figura sin que se produzca esta perplejidad reflexiva. El dramatismo creado por Manet en esta pintura es éste: miro al espejo y veo a alguien que no soy yo.
Este aspecto del cuadro llamó la atención de los contemporáneos de Manet. Alguno trató de superar la perplejidad con una broma (el Journal Amusant del 27 de mayo de 1882 presentaba un grabado del cuadro en el cual se había introducido el caballero reflejado en el espejo, de pie ante la camarera y obstruyendo nuestra mirada), pero la mayoría de los críticos reaccionó con irritación a las perturbadoras preguntas que el cuadro de Manet planteaba al espectador: «¿Es verídico este cuadro? No. ¿Es bello? No. ¿Es atractivo? No. Entonces, ¿qué es?»3 El malestar de los críticos podía tener mucho que ver con el relato que narra la propia pintura, el de las proposiciones de un hombre a una joven camarera que le responde con una mirada de infinita tristeza.
Esta historia, por supuesto, se ajusta como anillo al dedo a un sermón victoriano. Es cierto que Edgar Degas pintó más directamente el mensaje moral de la joven solitaria en un ambiente público saturado de vicio, por ejemplo, en La absenta, de 1876, pero en la pintura de Manet, la perturbación óptica exime a la mujer de servir a una finalidad tan claramente moralizadora. Una cuestión que surge en relación con este cuadro es la de si la visión que del mismo puedan tener hombres y mujeres con otras vestimentas y de otras épocas y lugares será inseparable de la historia que en él se expone. Con la misma técnica pictórica se ha dado particular relieve a los objetos colocados sobre la barra. Las botellas están pintadas con todo detalle y contrastan con los discos abstractos de ese espejo que nos muestra una imagen de uno mismo distinta de aquella en la que habríamos preferido reconocernos. Aunque el espejo cruza la pintura de un extremo al otro, Manet sólo permite ver el reflejo de dos de los densos conjuntos de objetos de esa abigarrada colección, a pesar de que debería verse el de todos. Estos fantasmas ópticos de botellas, flores y frutas parecen los objetos más sólidos del cuadro.
Es así como opera el desplazamiento en El bar del Folies-Bergère. El desplazamiento crea valor, valor reflexivo, lo que quiere decir valor que se da al espectador como inherente a lo que ve y al propio mundo físico, cuya naturaleza y formas nos vemos forzados a evaluar contemplando su transmutación en un espejo distorsionante. Por el contrario, hay en esos objetos una solidez, aunque meramente ilusoria, que no ha sido sometida a este desplazamiento. De haber sido Manet un filósofo –a lo que se hubiera negado enfáticamente– habría podido señalar que lo fundamental de su pintura era que la solidez de las cosas no desplazadas, al igual que la de los yos que no han tenido nunca la experiencia del desplazamiento, puede ser en realidad la mayor de las ilusiones. Esta pintura entraña, por cierto, la promesa modernista de que la perturbación infundirá valor a la experiencia. Pero ¿cómo podría esta promesa de desplazamiento trasladarse de la tela a la calle?

Un cambio en el exilio

Si fuéramos capaces de recorrer las calles del París de la juventud de Manet –las calles comprendidas entre la Rue de Rivoli y el Boulevard SaintMichel de norte a sur, y entre lo que son hoy los puentes de Saint-Michel y Carrousel de este a oeste– veríamos que el método de pintura de Manet plasmaba en la tela una escena de la vida real.
Esta sección de París contenía una multitud de extranjeros mezclados entre los estudiantes de las facultades de bellas artes, medicina y derecho de la Universidad de París. El contingente mayor y más antiguo estaba formado por centroeuropeos, polacos y bohemios que habían sido desplazados de forma permanente de sus respectivos países en la década de 1830. En la década siguiente llegaron a esta zona de la ciudad los emigrados políticos italianos, a los que en 1846 se unió un contingente de griegos. La mayoría estaba en París por razones políticas; muchos de ellos eran intelectuales, aunque entre los griegos había un gran número de marineros que habían sido capturados una generación antes, durante la guerra de Independencia.
Podríamos concebir ese mundo como un mundo premoderno de extranjeros. Los parisinos idealizaron la resistencia que en otros lugares oponían los burgueses locales a la explotación de la aristocracia y la realeza. Aunque los franceses no son en general particularmente accesibles para los forasteros, recibieron con simpatía a polacos y griegos; las revueltas en esos dos países se percibían más como revoluciones de la clase media que como revueltas de los pobres. Durante la década de 1830, las universidades de Francia estuvieron abiertas a los extranjeros y se produjo la primera codificación moderna del derecho de asilo político (según la cual un individuo puede solicitar este estatus a través de una tramitación estatal establecida, sin tener que suplicarlo como favor a un gobernante). En estas condiciones, los emigrantes de las décadas de 1830 y 1840 trataron de movilizar a los parisinos a favor de sus diversas causas, con la esperanza de obtener dinero y presionar a la opinión pública para que impulsara a la acción al gobierno francés. Hoy se conoce el lado elegante de esos esfuerzos, como la música que Chopin escribía a modo de pièces d’occasion para conciertos de beneficencia, pero había también una adhesión más popular del público, como el proselitismo que los marineros griegos hacían entre los estibadores y los transportistas de los quais del Sena en busca de ayuda, y con tal fortuna que en los muelles se usaba la ropa de trabajo griega como señal de solidaridad. Además, la policía de París, en general, daba su aprobación, pensando que los intereses extranjeros desviarían a los trabajadores franceses de sus motivos locales de descontento, desviación que, con respecto al proletariado parisino, se había conseguido efectivamente durante las guerras napoleónicas.
Era, pues, curiosa la situación de esta nación xenófoba que encontraba atractivos a los extranjeros perseguidos, pero que era también un escenario de consecuencias históricas, pues fue en París donde resultaron por primera vez patentes los cambios que producirían la imagen más moderna del extranjero como figura necesariamente sufriente. Esos cambios, paradójicamente, se debieron al desarrollo del nacionalismo moderno; fue el nacionalismo lo que hizo que quienes abandonaban sus respectivas naciones parecieran pacientes sometidos a una amputación quirúrgica.
Es verdad, por supuesto, que a partir de los antiguos griegos se pensó que la pertenencia a una nación era necesaria para dar forma a un ser humano completo; a los extranjeros de las ciudadesEstado griegas –los metecos–, los ciudadanos griegos los consideraban jóvenes inconsistentes, porque no podían ejercer el privilegio adulto del voto. Pero el significado de «nación» ha experimentado enormes variaciones en el curso de la historia occidental. Unas veces, la nacionalidad fue inseparable de una determinada práctica religiosa, otras, se consustanció con...

Índice

  1. Portada
  2. Introducción
  3. El gueto judío de Venecia. El exilio crea un hogar
  4. El extranjero
  5. Notas
  6. Créditos