Jerry, una introducción
Me apetece contar una historia. ¿Sabré contar algún día algo que no sea mi historia?
PIERRE DRIEU LA ROCHELLE,
Estado civil, 1921
I. Manhattan romance
I knew he’d be a writer. I could smell it.
OONA O’NEILL sobre J. D. SALINGER
En Nueva York, en 1940, todo el mundo fumaba en todas partes, en los bares, en los restaurantes, en los taxis, en los trenes y, sobre todo, en el Stork Club. Al salir, a uno siempre le picaban los ojos y el pelo le olía a tabaco. La gente se arruinaba la salud más que hoy en día, ya que nadie les reprochaba que hicieran aumentar el déficit de la Seguridad Social, que ni siquiera se había inventado. Eran casi las once de la noche; a esa hora se hacía difícil distinguir los rostros de los clientes sentados a las mesas en la larga sala del local. El Stork no era un club, era una nube opaca. Bajo una red llena de globos, la orquesta acometía canciones de Cab Calloway. ¿O era Cab Calloway en persona? En la pared había dibujada una cigüeña con sombrero de copa fumando un cigarrillo. Las noches de domingo el restaurante estaba tan abarrotado que los clientes tenían que gritar para pedir la bebida a los camareros, ataviados con chaquetilla y pajarita negra. Bien es verdad que eso no les molestaba en absoluto: los norteamericanos siempre vociferan, sobre todo cuando les sirven bourbon con hielo picado.
Un joven rubiales procedente de Nueva Orleáns y con la voz de pito no podía dejar de sonreír cuando salía con el Trío de las Herederas: Gloria Vanderbilt, Oona O’Neill y Carol Marcus, las primeras it girls de la historia del mundo occidental, ocultas tras una cortina de humo. Durante el día enviaba textos a periódicos que, de momento, no los publicarían. Y por la noche se limpiaba las gafas redondas con su pañuelo de seda negro antes de volvérselas a colocar sobre la nariz y hacer lo propio con el pedazo de tela, que se metía en el bolsillo exterior izquierdo de su americana blanca, esmerándose en que sobresalieran cuatro triángulos que apuntaban al techo, como flechas dirigidas a los globos que le colgaban por encima de la cabeza. Creía que vestir bien le hacía a uno inteligente, y en su caso era cierto. Tenía dieciséis años, se llamaba Truman Capote y la escena se desarrollaba en esta dirección: el número 3 de la calle Cincuenta y tres Este.
–Queridas, sois mis cisnes.
–¿Por qué nos tratas de cisnes? –preguntó Gloria, lanzándole una bocanada de humo a la cara.
–Bueno, para empezar sois blancas –respondió Capote, reprimiéndose la tos–, además os movéis con elegancia, tenéis un cuello largo y gracioso...
–Y un pico afilado y naranja, ¿no?
–En efecto, tú, Gloria, tienes el pico muy afilado, nos lo demuestras todas las noches. Aunque más bien pintado de rojo, ya que le extiendes por encima, así como sobre tus incisivos, el contenido de tu tubo de pintalabios.
–¿Y dónde están nuestras alas? –preguntó Oona.
Truman Capote sólo tenía ojos (azules) para el camarero, un joven antillano de dientes separados que se parecía a Yannick Noah mucho antes de nacer Yannick Noah.
–Joven, sea tan amable de traernos cuatro vodkas con martini, por favor, así me aseguro de volver a verlo pronto.
Truman sonrió a la más guapa de las tres.
–Oona, querida –respondió–, os he cortado las alas mientras dormíais para impedir que voléis lejos de mí. Os secuestro durante un decenio. No os preocupéis, pasará rápido.
–Truman –dijo Gloria–, si nosotras somos tus cisnes..., ¿tú qué eres, un cerdito?
La carcajada fue general. Gloria había pronunciado aquella pulla como si zanjara definitivamente la cuestión. Truman se volvió todo rosa; es verdad que a un amante de la charcutería le habría costado resistirse a su encanto. Pero sus ojos claros chispeaban de malicia y todo lo que decía era ligero y divertido, lo que al fin y al cabo lo diferenciaba de un plato de embutido. En el mismo bar, en la otra punta, un tipo de metro noventa observaba la mesa seis sin decir nada, puesto que nunca decía nada. De todos modos, todas las miradas del Stork convergían en la mesa seis, la que estaba situada en el rincón, al final de la sala en forma de ele. En 1940, Jerome David Salinger tenía veintiún años. Todavía vivía en casa de sus padres, en el 1133 de Park Avenue, en la esquina con la calle Noventa y uno. Como era alto, guapo y vestía bien, a veces lo dejaban entrar solo en el Stork Club, el lugar más cerrado de Nueva York. Su padre era un judío que se había enriquecido vendiendo queso kosher y carne ahumada. De momento, Jerry no tenía ningún motivo para convertirse en el inventor de la eterna adolescencia a crédito.
De momento, es un gran tímido que se enciende un cigarrillo con la misma desenvoltura que Humphrey Bogart (un gesto impecable que le ha exigido semanas de entrenamiento frente al espejo del baño). Truman Capote es más esnob que él, pero también más sensible y divertido, aunque pagado de sí mismo. Físicamente es el opuesto de Salinger: tan pequeño como gigante es el otro, con los ojos azules, mientras que el otro los tiene negros y penetrantes, el pelo rubio frente al moreno tenebroso (un perfecto rostro de niño de Alabama frente a un grandullón que imita a los intelectuales neoyorquinos). Todos se esfuerzan por fumar cigarrillo tras cigarrillo para parecer mayores; se saben privilegiados por poder beber alcohol en ese lugar tan exclusivo. Es el único momento de su existencia en el que se comportarán como adultos. Capote ya anota todo lo que ve y repite todo lo que oye. Sabe muy bien que nunca habría entrado en ese club sin sus tres cisnes. Ellas son su sésamo: les extienden la alfombra roja en todos lados, posan para Harper’s Bazaar y para Vogue. Son posflappers y prefeministas: saliendo, fumando y moviéndose bajo prendas ligeras de seda coronadas por ruidosos collares de perlas, persiguen sin saberlo una lenta emancipación iniciada en los años veinte y que está lejos de haber culminado. Él no hace sino seguir el movimiento y distraer a sus sufragistas de porcelana. Treinta y cinco años más tarde, lo contará todo con crueldad (en Plegarias atendidas), sus amigas le darán la espalda y él morirá de dolor, sumergido en el alcohol, las drogas y los tranquilizantes. Pero, de momento, Truman luce esa carita circunspecta de los niños abandonados por sus padres que han comprendido muy temprano que tenían que almacenar recuerdos para ocupar su soledad. La fiesta nunca es gratuita para un artista. Los escritores que salen por la noche nunca se divierten del todo: trabajan, qué le vamos a hacer; parece que desbarren, pero en realidad están en la oficina, buscando la frase que justificará la resaca del día siguiente. Si la cosecha es buena, unas cuantas frases sobrevivirán a la relectura y quedarán integradas en un párrafo. Si la noche es un desastre, no habrá nada en el tintero, ni siquiera una metáfora, una broma, un juego de palabras o un chismorreo. Por desgracia, cuando no hay nada por recolectar, los escritores no se dan por vencidos: el fracaso les proporciona un pretexto para salir más, para beber más, como buscadores de oro que persisten con obstinación en una mina abandonada.
J. D. Salinger se acercó a su mesa. Siempre andaba algo encorvado para no sobrepasar demasiado a los demás: no era sólo el más alto, sino también el mayor. El pie de Capote se agitaba bajo la silla como la cola de un perro excitado. Fue él quien habló primero.
–Señoritas, ¿podrían decirme cómo se llama este pájaro de negro plumaje? ¿Una garza? ¿Un flamenco?
–Hello, there. Me llamo Salinger. Jerry Salinger, encantado. Personalmente, mi pájaro preferido es... –reflexionó un poco demasiado– la Chica Americana en Pantalón Corto.
Toda una hazaña, conseguir que sonrían las chicas más displicentes de Nueva York. Truman comprendió el mensaje y observó cómo aquel larguirucho inclinaba la nariz para besar la mano al trío: si se trataba de un ave, entonces era una cigüeña que se encontraba de pleno derecho en ese club (pues stork significa «cigüeña», got it?). Oona era la más tímida de todas. También la más dulce, a pesar de su vestido negro de hombros desnudos. Su silencio, sus sonrojos de pimpinela, estaban surcados por unos ojos negros impenetrables: parecía uno de esos retratos de muchachas ingenuas de Jean-Baptiste Greuze expuestos en la Wallace Collection de Londres. Parecía ignorar que era guapa, a pesar de que todo el mundo se lo repetía desde su nacimiento, excepto su padre. La desmaña, la falta de confianza en sí misma, los tartamudeos embellecían cada uno de sus gestos; su manera de sostener la copa contra su cuerpo, de agitar los cubitos con el dedo índice antes de chupárselo como si le sangrara, de excusarse continuamente por su presencia, como si no supiera que el club la necesitaba para seguir estando de moda. El adjetivo clumsy parecía inventado para designar su temible torpeza. A uno le entraban ganas de adoptar a ese gato abandonado. Gloria era más refinada, Carol más rubia (le copiaba a Jean Harlow el pelo ondulado y las cejas pintadas a mano). Ése era el secreto de su amistad: más que un trío, formaban un panel; había para todos los gustos, ninguna hacía la competencia a las demás. Si te gustaban las mujeres sofisticadas, las vampiresas fatales, tenías a Gloria, la gran multimillonaria. Si preferías a las sensuales o a las histéricas, si temías aburrirte o te gustaba que te gritaran, tu elección era Carol. Y si no te atraían ni el dinero ni la extravagancia..., si buscabas a una autista a la que proteger, a un ángel al que salvar..., tenías muchos números de caer en la trampa de Oona.
Oona imponía respeto por su calma. Era la menos exuberante de la pandilla, pero no la menos fascinante. Cuando sonreía, se le marcaban dos hoyuelos en las mejillas y uno se decía que, en el fondo, la vida era casi soportable a condición de tener siempre los ojos brillantes. Desde los quince años, su madre apenas se ocupaba de ella; Oona vivía en casa de Carol, en el 420 de Park Avenue. Desde los quince años, el portero de uniforme azul dejaba entrar a Oona O’Neill en el Stork siempre que ella quería, puesto que el jefe estaba loco con el apellido de la muchacha. Sherman Billingsley la vigilaba, la llamaba «my most beautiful baby», la acomodaba en la mejor mesa de la Cub Room (la zona VIP) y la invitaba a copas. El tipo era esnob como un bidet del Waldorf Astoria, y así es como hacía funcionar el negocio: un grupo de chicas guapas, aunque sean menores –sobre todo si son menores–, dan ambiente, en especial si poseen apellidos famosos que atraen a los fotógrafos y a los hombres ricos.
–Echaos a un lado, chicas –dijo Truman–, haced sitio a Jerry, ¡vamos! Jerry, le presento a mis cisnes.
–No creo que esta señorita se parezca a un cisne –dijo Jerry–. Más bien la veo como una paloma herida. ¿Cómo se llama usted, querido pájaro-caído-del-nido?
–Mmm... Se reirá de mí... –vaciló Oona.
–Dígamelo.
–Oona. Es gaélico.
–Qué bonito, Oona. Y significa...
–Única, según dicen.
–Pues claro, qué tonto soy, si se reconoce al oído: Oona = «One».
Capote soltó una carcajada aguda.
–«Una» es un hada de las leyendas célticas –dijo–. La reina de las hadas.
–Ah... ¿Y tiene usted poderes mágicos? –preguntó Jerry.
El camarero joven trajo las copas. He olvidado mencionar que, en ese mismo instante, Francia estaba ocupada por Alemania. En París, teniendo en cuenta la diferencia horaria, las tropas alemanas desfilaban por los Campos Elíseos.
–Pues sí, como puede usted ver –intervino Truman–. ¡Oona hace aparecer vodka en las mesas!
–También sé hacer desaparecer ceniceros... –dijo Oona.
–La muy cleptómana colecciona ceniceros robados –dijo Gloria, riendo sarcásticamente.
–Me pregunto para qué está la policía –dijo Carol.
Fue entonces cuando Oona sonrió por segunda vez en aquella velada. Cuando Oona sonreía, con los párpados entornados, uno dejaba de oír el griterío. Era como si alguien hubiera bajado el volumen del resto del mundo. Al menos eso le parecía a Jerry: la boca de Oona, el contraste entre sus labios rojos y sus dientes blancos, sus pómulos respingones, su esmalte de uñas burdeos a juego con su boca color cereza, esa perfección de niña de la alta sociedad, lo volvían completamente sordo. ¿Qué significaba esa morena? ¿Por qué aquella chica, que conocía desde hacía cinco minutos, le provocaba dolor de barriga? ¿Podía prohibirle alguien poner esa cara de niña pillada en falta? A él también le daban ganas de llamar a la policía. El Estado debería impedir que las mujeres se sirvieran tan bien de sus párpados. Jerry murmuró para sus adentros:
–Una ley anti-Oona...
–Perdone, ¿qué ha dicho?
–¡Está refunfuñando!
–¡Ja, ja, ja! ¡Otra víctima de Oona! –dijo Truman–. ¡Puede usted fundar un club con Orson!
Truman se volvió hacia la mesa que estaba al otro extremo de la ele, desde donde Orson Welles les observaba de reojo por encima del hombro de una chica que se parecía a Dolores del Río, pero que era la mujer de Errol Flynn, la actriz francesa Lili Damita, cuyo marido se encontraba de rodaje. (Nadie que no fuera famoso podía sentarse a la mesa del otro extremo de la ele.) Orson Welles no paraba de lanzar miradas misteriosas a las chicas, sobre todo a Oona, hasta que apartaba la vista cuando percibía que su amante estaba a punto de sorprenderlo. A sus veinticinco años, el famoso locutor de radio probaba el método del bello indiferente. Este método no funciona con las chicas tímidas, a las que, muy al contrario, hay que atosigar. Si ignoras a una arribista, seguro que se da cuenta. En cambio, si menosprecias a una tímida, le haces un favor y nunca la conocerás. Sobre todo si eres famoso, es decir, el doble de aterrador que un hombre normal. Orson Welles se vol...