A bordo del naufragio
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A bordo del naufragio

  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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A bordo del naufragio

Descripción del libro

Por la mañana también se tienen veinte años. Por la mañana también se es joven. Lejos de manidos manifiestos sobre jóvenes crápulas, Alberto Olmos proyecta su prosa sobre una juventud gris y derrotada que también existe, que quizás existe más en la realidad que en los libros, el cine o la televisión, preocupados tan sólo de mitificar con furor una edad nada mítica, reduciendo a un exiguo puñado de paradigmas espectaculares un segmento vital mucho más complejo.

El protagonista de esta novela no tiene nombre, sólo tiene una voz que le habla como si no le conociera, como si no le quisiera reconocer; una voz que se pronuncia con la sinceridad del que se sabe impune; una voz cruel, injusta, parcial, irreversible y explícita. El protagonista de esta novela no es un perdedor porque sólo pierden los que intentan ganar, y él nunca quiso.

A bordo del naufragio contiene además un ambicioso planteamiento narrativo, lleno de hallazgos y revisiones -un posible maridaje de Cela y Faulkner-, que permite al lector experimentar una infrecuente interpretación de lo cotidiano.

Con esta obra, escrita con insolencia, bilis, desparpajo y desgarro -y donde no casualmente aparecen los nombres de W.C. Fields y Rimbaud, Pessoa y Tzara, Van Gogh y Unabomber, Taxi Driver y Corazón salvaje-, Alberto Olmos se presenta como un escritor a la contra, un insumiso que tan sólo acaba de abrir fuego.

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Información

Año
1998
ISBN del libro electrónico
9788433934307
Categoría
Literature
... tu abuelo dice por qué lees tantos libros y tú dices no lo sé tu abuelo dice no todo se aprende en los libros y tú piensas al menos se aprenden frases más originales y dices eso espero tu abuelo dice qué quieres hacer y tú dices quiero seguir estudiando él dice no tenemos dinero y tú dices lo sé pido beca y él dice haz lo que te dé la gana ya tienes dieciocho puedes hacer lo que quieras y tú dices quiero seguir estudiando y él dice todos a estudiar y que trabaje Dios y tú piensas que se joda Dios y dices así son las cosas ahora abuelo entra la abuela pone la mesa enciende el televisor y se queda mirando por la ventana llueve silencio se ve un mar tu abuelo come y mira la tele y empieza a gruñir y a ponerse rojo rojo más rojo tu abuela se vuelve y lo mira la televisión emite sonidos que no entiendes tu abuelo tampoco los entiende tu abuela tampoco los entiende sin embargo a ti te gustan los sonidos que emite la tele y que no entiendes rojo rojo rojo rojo muy rojo se está poniendo tu abuelo y ella lo mira y no le preocupa no entender lo que dice la tele le preocupa que tu abuelo se muera por lo que dice la tele tu abuelo arde se levanta y dispara fuego y horror pero la tele no se calla sino que sigue diciendo cosas que tu abuelo no puede no podrá no ha podido nunca entender y le sigue disparando con la escopeta de caza que aunque sólo tiene dos cartuchos nunca se calla tú escuchas la tele y escuchas los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y prefieres la tele a los disparos y tu abuelo sigue disparando y gritando con los ojos llenos de muerte y tú prefieres la tele a los disparos y tú prefieres la tele a los disparos él grita catalanes cómo los odio y dispara y tú prefieres la tele a los catalanes cómo los odio disparos disparos prefieres la tele cómo los odio en Miquel en Miquel cómo los odio... No consigues alcanzar el interruptor de la luz. Te duele la espalda de estirarte. Palpas la pared y sólo encuentras rugosidades inciertas. Empiezas a pensar que alguien ha escondido la llave de tu sol privado. Estás con las neuronas al ralentí y cualquier cosa te parece factible. Desistes, piensas: no hay luz, te desplomas sobre la cama. Estás incómodo, muy incómodo. Te duele la cabeza. La sientes llena de agua. Cada movimiento que haces subvierte tus circunvoluciones y ya no sabes si tu cuerpo permanece horizontal, oblicuo o paralelo a la nada. De modo que decides estarte quieto hasta que las aguas se calmen para, a continuación, buscar un motivo que te saque de la cama. Tu cuarto es una pecera oscura, redonda y pequeña. Tu cuarto no está lleno de aire, está lleno de perfume barato. Y es ese perfume el que tiñe de gris las paredes, devora el oxígeno, atomiza la luz y se cuela en tu cerebro segundo a segundo, a través de tus poros y tus ansias, para hacer que tus ideas hiedan y tus conceptos se flagelen y tu sentimiento de culpa se entregue al onanismo infinito. Creías habitar un cuarto y es el cuarto el que te habita a ti. Creías ser fuerte, muy fuerte; creías tenerlo todo controlado, pero no puedes evitar que los caballos se desboquen cada noche y te pisoteen hasta hacerte llorar. Te sientes como un Laocoonte en esta cama. Parece que algo te tira de los brazos y de las piernas y se te enrosca en el cuello. Piensas en moverte pero no lo haces para no confirmar tus peores presentimientos. Prefieres no moverte a no poder moverte. Y piensas: pero algún día tendré que moverme. Y piensas: ¿algún día tendré que moverme? Se te ocurre que podrías emular a Onetti y no volver a pisar el suelo nunca más. Serías como una nube o un logaritmo, siempre etéreo, nunca pedestre. No necesitarías zapatos ni consejos y el líquido negro de tu cabeza se quedaría siempre manso como un gatito fiel. Pero sabes que todo esto son sólo estupideces. Y sabes también que son las siete y ocho minutos de la mañana y deberías estar ya vestido y listo para la rutina. Palpas de nuevo la pared, mas no en busca del interruptor de la luz, sino de la correa de la persiana. La hallas y más que tirar de ella te dejas caer agarrado a ella. La persiana suena como una sierra y entra en la habitación una luz paupérrima y cenicienta. Piensas en subirla otro poco pero sabes que no tienes diez camisas de seda entre las que elegir y te conformas con disponer de suficiente luz para distinguir las gafas de los pantalones. Pegas la nariz a la ventana y diriges los ojos hacia la parte más alta de la pared, pero sólo consigues ver más pared. Abres la ventana y el día te recibe con un gélido bofetón en el rostro. Aguantas todo lo que puedes porque estás buscando tu trocito de cielo, ese que ondea en lo alto del muro de cemento. Sacas la cabeza lo suficiente para poder mirar más arriba y lo ves, dibujado por las aristas del patio interior, con forma de triángulo, azul, con una nube exangüe junto al vértice inferior y un pájaro invisible protegiéndolo. Sientes un cosquilleo insoportablemente sutil en la pituitaria y, antes de poder meter la cabeza, estornudas y te golpeas la nuca con el filo de la persiana. Te cagas en lo más alto, cierras de golpe y te frotas la cabeza. El agua oscura de tu cerebro se mueve ahora con la racionalidad de un borracho en el desierto; te martillea la frente, las sienes, el cerebelo. El estornudo la ha sacado de su letargo y va a ser difícil devolverla a él. Te pierdes entre las mantas tratando de calentar tu frío rostro y de pensar en algo que distraiga tu atención del dolor de cabeza. Pero no hay nada en el mundo más importante que tu dolor de cabeza, así que tienes que rendirte a su monopolio de tus neuronas. Sientes cada punzada e intentas describirla, no por nada, sino por entretenerte. Piensas que es como si tu cerebro estuviese creciendo o como si Ivanisevich estuviera lanzando todas las pelotas de su primer servicio contra tu occipital (batiendo sucesivamente el récord mundial de velocidad de saque) o como si tu cabeza fuera el cascarón de un huevo que encierra un ave a punto de nacer. Te encuentras francamente mal y consideras la posibilidad de no ir hoy a clase. Pero en seguida descartas los novillos («pellas» dicen aquí) porque tienes una imagen de honestidad que mantener ante ti mismo. Sacas la cabeza de debajo del revoltijo de mantas y con la primera aspiración vuelves a sentir la indeseada caricia en los bastidores de tu rostro. Estornudas de nuevo. Sientes la cara descompuesta, como si tus ojos hubieran subido un poco su posición normal y te hubieras quedado sin labios. Buscas con desesperación el interruptor de la luz y la enciendes de un puñetazo. Te desplomas sobre la cama y empiezas a darte cuenta de varias cosas. La primera y fundamental, que estás vestido y que tu cama está completamente desarmada. Llevas tres meses sin hacerla, y si hay una cosa cierta en tu vida es que no piensas perder un solo segundo de ella haciendo la cama. Intentas recordar dónde estuviste anoche, y cómo llegaste a tu cama, y cómo estaba la cama cuando llegaste. Pero lo que al principio parecían recuerdos de anoche se mezclan con recuerdos de las otras seiscientas noches que has pasado aquí y no te aclaras. Piensas: si llevara un diario no sentiría que todos los días son un mismo y jodido día. Piensas: si llevara un diario sabría que todos los días son un mismo y jodido día. Piensas: prefiero no llevar un diario. Bajo la escasa luz del wolframio, comienzas a reconocer tu habitación. Lo primero que ocupa tu pupila es un cuadro de Van Gogh que pusiste un día para que la habitación no fuera siempre la misma, y que quitarás un día para que la habitación no sea siempre la misma. Te fijas también en el armario que se alza como una catedral y que ocupa más espacio parado del que tú dispones para moverte. Miras al techo y recuerdas que tu lámpara tiene cuatro brazos, tres bombillas, dos luces. Recuerdas también que, por eso, a tu lámpara la llamas lámpara graduada; pero sopesas la posibilidad de que graduada no sea pariente de gradación y que, por ello, sea incorrecto decir lámpara graduada. Sin embargo, envías la lógica a la mierda y te quedas con el surrealismo de tener una lámpara graduada en tu pecera de perfume barato. Recorres todo el cuarto con la mirada y te das cuenta de que hay más sombras que otra cosa. Y piensas: ¿cuelgan las sombras de los objetos o cuelgan los objetos de las sombras? Comienzas a desenterrarte a ti mismo usando pies y manos. Pero al instante te detienes porque no te acuerdas de haber encontrado al fin el motivo que te saque de la cama. Buscas en tu imaginación las mentiras clásicas, y aun las más genuinas, pero no acabas de creerte ninguna. Sin embargo, decides levantarte de una vez pensando que ya encontrarás más tarde un motivo para ello. Quizás mientras vayas en el metro, o a la hora de comer, se te aparezca la Virgen diciéndote que es la Virgen y que te animes un poco. O quizás una idea se cruce en tu camino y te haga seguirla durante días, semanas o incluso meses, dándote con ello un motivo duradero para vivir. La cuestión principal es encontrar ese motivo antes de la noche, porque si a la mañana siguiente no tienes una buena mentira en el cajón de la mesilla, las vas a pasar putas para levantarte. Dejas caer primero la pierna izquierda y tocas el suelo con la punta del pie como si fueras a meterte en una bañera. Luego te reincorporas, te rascas el cogote y te sientas en el borde de la cama, con el rostro entre las manos y los codos clavados en las rodillas. Por suerte, estás pisando una de las mantas, y no el suelo, que supones helado. Tu boca sabe a pegamento caducado (lo cual indica que ya vas recuperando el sentido del gusto). Metes el ápice de la lengua en el cráter de tu incisivo superior y decides no ahondar en el hecho de que casi te faltan más piezas que a tu abuela. Dejas caer las manos sobre el colchón, bostezas, buscas tus zapatos, no los encuentras. Supones que estarán bajo una manta, o en uno de esos rincones oscuros que tiene tu habitación. Sigues sin dar con ellos y realmente te desasosiega, porque ése es el único calzado que tienes y, aunque salir a la calle sin dientes lo tienes más o menos asumido, salir sin zapatos te parece ya demasiado fuerte. Coges las gafas de encima de la mesilla, las limpias con el pico de la sábana y te las pones. Sabes que ése es tu mayor error, ponerte las gafas. Eres como Supermán, en cuanto te encajas las gafas te conviertes en un imbécil. Sin gafas te sientes un pobre diablo orgulloso de serlo. Con gafas eres un pobre diablo pusilánime e introvertido: como si las gafas mejoraran tu visión de las cosas y empeoraran la visión de ti mismo. En tu cuarto eres un tipo insolente y ácrata, no tienes reglas, no tienes miedo; pero salir a la calle es salir de ti mismo, prostituirte, atar hilos a tus manos y a tus pies y dejarte llevar como una marioneta. Es como esos tipos que a solas son geniales escribiendo o cantando o bailando o lo que sea, pero que, cuando su talento tiene que ser juzgado por alguien, la cagan irremediablemente. De modo que te pones las gafas y ya la has cagado. Te levantas y estiras los brazos y los dedos todo lo que puedes, como si quisieras crecer. Sientes cierto placer desde las rodillas a la nuca que desearías nunca acabase; pero acaba, y dejas caer los brazos con un leve gemido. Vuelves a degustar el manjar podrido de tu boca y te tientas el incisivo superior con el dedo, para ver cómo está de robusto. Y piensas: joder, qué fracaso de dentadura. Y piensas: joder, qué fracaso de existencia. Te envuelves los pies en la manta y avanzas hacia la puerta patinando. Coges el albornoz deshilachado y azul que cuelga del pomo y te lo echas sobre los hombros. Abres la puerta y sigues andando sobre la manta hasta la cocina. Coges el paquete de cereales, la cuchara y, al tomar la taza de la estantería alta, se te desliza el albornoz y queda muerto a tus pies. Lo miras con indiferencia unos segundos y decides dejarlo allí mismo. Arrastras la manta hasta el cuarto de estar, abres el frigorífico y tomas un cartón de leche, que tiene por compañía varias naranjas enfermas y un plátano negro. Te tiras sobre el sofá de tres plazas y disparas a la tele con el mando a distancia. El televisor es lento y, antes de que diga nada, tú ya estás vertiendo al unísono la leche y los cereales, llenando la mesa de copos de maíz y salpicaduras blancas. Hundes el cereal en la leche con la cuchara y miras la pantalla, todavía muda, del televisor. Mientras desayunas, un señor con traje azul, gafas y cara de seminarista, te cuenta cosas. Algunas las escuchas y otras no. Algo dice de fútbol y algo de economía. La noticia de la jornada es la muerte de decenas de personas en un atentado terrorista. Tú sigues comiendo mientras aparecen imágenes de señoras llorando, niños heridos, cadáveres, piernas que crecen entre los escombros, sangre en el salpicadero de un coche, miradas perdidas. Y piensas: me dan igual todos estos muertos. Y sigues comiendo. Cambias de canal y no encuentras otra cosa que series de dibujos animados. En una de ellas juegan todo el rato al fútbol. Parece que el campo es kilométrico, porque el chico avanza con el balón en los pies durante cinco minutos, esquivando contrarios, antes de llegar a la portería. Mete gol y todos le abrazan. Tú no eres buen jugador de fútbol y te da rabia que hasta un dibujo animado sepa darle patadas a un balón mejor que tú. Cambias a otra serie y te encuentras con una chica en mínimo bikini, de senos como pirámides y piernas boreales. No puedes dejar de sorprenderte ante la excitación que el dibujo animado causa a tu organismo. Tienes una lenta y fatua erección y sigues comiendo. Otro canal: un tipo con armadura roja le lanza bolas de fuego a un montón de tipos con armaduras negras, que van cayendo como muñecos de feria. El tipo de la armadura roja avanza dejando a su paso una balumba de cadáveres humanos y una voz en off te dice, ¿conseguirá nuestro héroe salvar a la Humanidad? Y tú piensas: joder, pues si no lo consigue él no sé quién coño lo hará. Acabas de desayunar. Dejas la taza sobre la mesa, con la cuchara dentro, y limpias con la manta lo que antes habías manchado. Vas al cuarto de baño. Orinas. Miras en la bañera y ves allí tus zapatos, sucios de barro seco. Los sacudes contra el borde de la bañera y abres el grifo para que el agua limpie la tierra. Piensas en Psicosis. Te sientas en la taza del wáter y te calzas. Conoces perfectamente tu cara, de modo que te lavas las manos y te peinas con ellas sin mirarte en el espejo. Entras en la pecera. Huele a soledad y heridas. Tiras la manta sobre la cama y coges tu mochila de nailon verde, remendada por la abuela, que compraste para venir a la universidad, hace varios años. Miras el reloj, las siete y media. Descorres el cerrojo de la puerta de entrada y piensas: que me sea leve. Vives en un sótano. Ante ti se extiende un largo y lóbrego pasillo, oscuro sea cual sea la época del año. Las paredes muestran el cemento desnudo, hay puertas marrones y desbastadas a ambos lados; y patios, también a ambos lados, que arrojan sobre las gastadas baldosas un rectángulo de luz. Avanzas pensando que se podría rodar un plano interesante de este pasillo. A veces, recuerdas, un golpe de viento asoma al pasillo alguna de las prendas que están tendidas a secar y te deja el corazón como escarcha. Al final del corredor ves a la vieja. Es más vieja que tu abuela. Lleva una bata rosa claro, llena de bolitas, y una muleta reglamentaria en el brazo derecho. Pasea desde su puerta al arranque de la escalera, y del arranque de la escalera a su puerta. Es gorda y el pasillo angosto. Nunca responde cuando le dices hola. Sólo para de hacer toc-toc, toc-toc con su bastón terapéutico y te deja pasar. Llevas dos meses sin saludarla. Quizás haya escarmentado; quizás deberías ser amable, a ver qué pasa. Decides no hacerlo. Que se muera. Estás justo detrás de ella. Es sorda y sólo notará tu presencia cuando te vea. Te frenas un poco para que no le dé un infarto al encontrarse contigo de repente y esperas. Se da la vuelta. Te mira. Se aprieta contra la pared y tú pasas sin mirarla. Piensas: puta vieja; piensas: qué asco ser viejo. Cuando principias la ascensión de la escalera, ella ha reanudado ya su paseo matutino. Su casa es tan pequeña que tiene que salir al pasillo para poder andar cinco metros seguidos. Hay que estar muy pirado para pasearse a las siete de la mañana por un pasillo en penumbra. (En esta ciudad, todos están locos.) La escalera tiene escalones de varias madres y una barandilla fría de hierro y macilenta de manos. Alcanzas los buzones y, viendo el tuyo repleto, te sientes obligado a abrirlo. Te cagas en lo más alto: odias que te metan publicidad; es lo único que te meten. Prefieres no recibir nada a enterarte del precio de las cervezas en packs de seis latas. Lo peor es que cuando alguien o algo cometa un lamentable error y te envíe una carta, tú la tirarás a la basura confundida con la propaganda multicolor de los supermercados. Abres un par de puertas y, antes de poner el pie en la calle, deseas creer en Dios para poder santiguarte como los futbolistas y no sufrir los rigores de la puta mañana. Entras en la ciudad, esa cacharrería inmensa, y caminas hacia el metro. Llueve imperceptiblemente. Sin embargo, tus gafas se van poquito a poco eclipsando. Deberías haber cogido ropa de abrigo. Te metes entre dos coches aparcados y cruzas la calle. Pasas al lado de la panadería. Huele como las mujeres en tus sueños. Casi decides entrar a tomarte un café y mirarle el rímel a las dependientas. Pero ya es tarde y sigues tu camino. El vendedor de cupones se fija en ti, NO SE VAYAN QUE ESTAMOS DANDO DINERO, y tú te fijas en la pierna que no tiene y observas también el perro liento que se acurruca bajo su silla, NO SE VAYAN QUE ESTAMOS DANDO DINERO. Te pegas a la pared, donde la física dicta que no ha de alcanzarte la lluvia, pero al minuto tienes que separarte de ella porque la pareja de viejos que vende chicles y dulces desde una mesa de camping ha tenido la misma idea. Antes de entrar en el metro, compras la prensa en el kiosko cercano para que se note en qué carrera dilapidas tu tiempo; y para que tus compañeros no crean que no estás al cabo de la calle en política internacional, corrupción y esquelas. Empiezas a bajar los escalones del metro y le das el cambio de la compra del periódico (setenta y cinco pesetas) al viejo de la bolsa de plástico que está siempre aquí, mendigando bajo su boina marrón y su bufanda blanca colocada a modo de barboquejo. Entras en el metro por la puerta que dice Salida porque sale mucha gente por la puerta que dice Entrada. Te lamentas groseramente al no encontrar el abono transporte en el bolsillo correspondiente de tus vaqueros de tres mil pesetas y una señora se te queda mirando. Compras un billete de diez viajes y piensas que ya te has quedado sin dinero para comer (sólo llevabas mil pesetas). Metes el billete en la ranura, lo recuperas y pasas haciendo girar el fálico y trimembre artilugio que canaliza la entrada de los usuarios. Sacas un pañuelo para secarte la cara y limpiar los cristales de tus gafas. Justo cuando te las quitas, notas en la pituitaria el insufrible vuelo de una mosca y estornudas horrísonamente. Te suenas la nariz un poco avergonzado por el estruendo (varias personas te miran) y prescindes de limpiarte las gafas. No hay mucha gente en el andén, pero todos los asientos están ocupados. Te sientas en el suelo, apoyas la nuca en la pared y cierras los ojos. Te imaginas montando el caballo de tu abuelo, camino del cerro de San Cebrián, bajo un cielo azul surcado de nubes blancas, ventrudas y algodonosas. Sientes la brisa en las mejillas, estás a punto de coronar la peña. Abres los ojos. El tren ha llegado y tiene las puertas de par en par. Todos están dentro. No sabes si levantarte rápidamente y entrar, o esperar al próximo. No soportas gastar energías inútilmente. Los conductores son muy cabrones y gustan de cerrarle la puerta en los mocos al pasaje. Te mata que se rían de ti. No quieres correr y que te cierren las puertas cuando creías haberlo conseguido. Está pasando el tiempo y las puertas no se cierran. Si no lo hubieras pensado ya estarías dentro. Te vas a levantar, pero ya ha sonado el pitido y las puertas se cierran. Si no lo hubieras pensado, ahora irías en ese tren. Vuelves a cerrar los ojos. Y piensas: me gustaría ser como Nicolas Cage en Corazón salvaje o como Joe Pesci en las películas de Scorsese; y piensas: me gustaría ser sólo instinto. Ves dos piernas ante ti. Son dos piernas infinitas, dos piernas que no sujetan nada, salvo a sí mismas. Las tocas, las acaricias, pasas la punta de los dedos por los tobillos, las pantorrillas, las corvas sudorosas, los muslos de pan. Ha llegado un nuevo tren. Te levantas, coges la mochila y entras. No hay sitio para sentarse. Se cierran las puertas. Alguien te empuja. No consigues respirar con normalidad. Hay como alfileres en tu estómago y te ha empezado a doler la cabeza. La señora de delante te está clavando su paraguas en un pie. Tienes la barra de sujeción clavada en la espalda, justo perfilando tu columna vertebral. Es increíble cómo te afecta la masa, el grupo, mezclarte con otros cuerpos. Te entran ganas de pedirle a ese joven moreno y guapo, bien vestido y serio, que te deje su asiento si no quiere ver hasta dónde puede llegar tu coprolalia. Detrás de ti hay una chica sentada. Lo sabes porque ves su mano crispada sobre la barra que te martiriza. Se pasean por tu mente pensamientos oscuros. Miras el techo del vagón. Del asidero horizontal cuelgan diez o más manos. Hay manos de mujer y manos de hombre; manos con anillos y relojes, pulseras, sortijas; y manos sin anillos ni relojes, sin pulseras ni sortijas; hay manos fuertes y manos delicadas; manos de obrero y manos de anuncio de jabón. Sólo falta una mano negra para tener todo el abanico de manos. Te gustaría sacarle una fotografía a esa barra y titularla Sin título. (Que piense un poco la gente, ¿no?) Sale una voz masculina del altavoz y luego una femenina. Ambas están distorsionadas y demasiado altas. No te has enterado de nada. Clavas la vista en unos inmensos ojos azules. Cuando ellos te ven, retiras la mirada. Odias hacer eso. Te gustaría poder mirar unos ojos hasta saciarte, pero siempre te descubren y tienes que batirte en retirada. Se abren las puertas y sale mucha gente, entre ellos la chica (tenías razón) que estaba sentada a tu espalda. Es fea, gorda, maquillada burdamente y vestida como un decorado de gala televisiva; pero hay que reconocer que tiene unas manos preciosas. Ocupas el asiento que ha dejado libre sin cerciorarte de si en el vagón te acompaña algún viejo, embarazada o persona con muletas. Colocas en tu regazo la mochila y dejas caer las manos sobre ella. Delante de ti hay un chico leyendo La casa de los espíritus. Lleva vaqueros azules y jersey gris de cuello redondo. Odias esos jerséis. No te pondrías uno ni aunque te prometieran que la facultad iba a igualar en calidad a Harvard. Lleva bajo el brazo una carpeta forrada con tíckets de metro. Eso te recuerda que has perdido tu abono transporte. Y piensas: ¿qué hice yo ayer con mi abono transporte? Y piensas: ¿qué haré yo mañana sin mi abono transporte? Sigues mirando la carpeta multicolor del chico que tienes delante y se te ocurre proponer a Ágata Ruiz de la Prada un vestido a base de tíckets de metro: así nadie perdería su abono transporte, que vale una pasta. Sientes un fuerte movimiento del agua en tu cabeza y eres incapaz de detectar su causa, pues llevas un buen rato inmóvil, sentado. Pero tampoco hay nadie que agite la Tierra como una maraca y ahí tienes a la marea subiendo y bajando. De nuevo enuncias el problema: piensas demasiado. Y sueñas que en vez de ser un hombre eres un delfín sin más inteligencia que la suficiente para tener conciencia de ti mismo. Nadas sin rumbo concertado, visitando paraísos submarinos y tarareando las canciones de moda en el océano. Pero un barco de científicos franceses está muy interesado en tus tarareos, que suponen mensajes cifrados, y te capturan para analizar lo que dices. En la piscina de un laboratorio no encuentras muchas ganas de canturrear las melodías más populares del mundo acuático, de modo que los científicos franceses te venden a un zoo y acabas dando brincos a través de aros de colores por un mísero pescado sujeto en las alturas. Y piensas: es cierto, pienso demasiado. Sacas el pañuelo del bolsillo delantero y te limpias someramente la nariz; te da vergüenza llamar la atención con una limpieza a fondo. Hay un nuevo cambio en el pasaje que trae a tu vera una chica joven, en vaqueros y con rebeca de pico ceñida. Su melena castaña sirve de orla a un rostro blanquísimo donde una boca encendida navega lujuriosa bajo dos farallones de caoba y brillo. Y piensas: tu cuerpo es una rosa cubierta de rosas. Y piensas: tengo que apuntar esta frase y encabezar con ella un poema. Tus ojos toman el control de sí mismos y peregrinan por su cuerpo admirando y adivinando cada forma. Pero no quieres desaprovechar una nueva erección, de modo que tiranizas tus pupilas y las obligas a leer un libro, el primero que saques de tu mochila. Y lees: «Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio no hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias...» Dejas el libro porque te está haciendo pensar en otros libros y en otros tiempos y sientes vértigo ante el abismo de la memoria, ante la veta venenosa de las ideas y las conclusiones, y prefieres volver a mirar las curvas de la ninfa subterránea que seguir los tortuosos caminos de Val. Afortunadamente, la chica se dio la vuelta mientras tú leías y ahora puedes alucinar con la contemplación de un hermoso trasero, alto y frutal, que empieza a ejercer un peligroso influjo sobre tus manos. La voz distorsionada anuncia una nueva estación y observas con perplejidad e impotencia cómo la belleza underground, ninfa alternativa, abandona el vagón de metro para salir a la calle y mostrar sus encantos a la ciudad toda. La sigues con la mirada y calibras la posibilidad de seguirla con el resto del cuerpo. Pero ya las puertas se están cerrando y has de conformarte con ver s...

Índice

  1. Portada
  2. A bordo del naufragio
  3. Créditos