MARCA PDF="9" IX. DRAMATURGIAS DEL PODER: LAS RELACIONES AMOROSAS
1. EL AMOR Y EL PODER
El análisis de tres grandes dramaturgias del poder –las relaciones amorosas, el mundo de la empresa y la políticatiene una doble finalidad: poner a prueba la descripción del poder que he hecho y descubrir el dinamismo del poder, el modo como revela y constituye nuestra esencia. Las relaciones amorosas –de pareja, parentales o filiales– son un territorio especialmente indicado para ambas cosas. La mayor parte de los estudios atienden sobre todo a la importancia de las ideologías de género en las relaciones de dominación y obediencia que se dan en ellas, por lo que el mecanismo de poder más utilizado sería el de la manipulación de las creencias. El estatus patriarcal se basa siempre en un sistema ideológico. Las creencias vigentes confieren poder al patriarca, poder que desencadena potentes narrativas emocionales, como el respeto o el miedo o la gratitud o el cariño o los abusos socialmente aceptados. Esto es evidente y, en algunas culturas, trágico, pero para estudiar la rica selva de las relaciones amorosas y familiares debemos ampliar el enfoque, pues hay relaciones o esgrimas de poder que emergen directamente de los sentimientos, sin mediación de posiciones de estatus. Por ejemplo, en el amor pasional, una situación en la que el poder puede estar en cualquiera de los dos lados, o en ambos a la vez. De alguna forma, su violencia derriba las reglas establecidas, incluido el estatus, las normas morales o las convenciones sociales, lo que explica que, en todas las culturas, se haya a la vez elogiado poéticamente y vigilado legalmente. Ninguna sociedad da carta de naturaleza a un sentimiento que puede transgredir las normas de la propia sociedad.
En la dialéctica de «conquista» y «seducción» es difícil saber quién domina a quién. Al menos durante un tiempo, lo hará quien posea más medios de premiar al otro y quien utilice sus recursos con mejores estrategias. La belleza física, la capacidad de despertar deseo, concede poder a quien la tiene, porque le permite premiar sexualmente. Pero esa primera etapa del amor es engañosa, porque despliega una esgrima ambigua, en la que unos pueden jugarse la vida y otros sólo el alarde. Para colmo, la excitación del triunfo confunde los sentimientos. El deseo de conquista o incluso la necesidad imperiosa de otra persona pueden no tener nada que ver con el amor. Un «no puedo vivir sin ti», aunque sea sincero, no es irremediablemente una declaración de amor. Por eso, prefiero analizar la relación amorosa ya establecida tras esa etapa previa –es decir, el amor y no el proceso de enamoramiento–, dejando para otra ocasión los gozosos pero efímeros fuegos artificiales de los inicios. ¿Qué ocurre entonces? ¿Puede haber una relación amorosa donde el poder no haga acto de presencia? Como he dicho muchas veces, amor es una palabra equívoca. Existe una nutrida serie de fenómenos afectivos –deseos, sentimientos, vínculos– a los que etiquetamos con la palabra amor, que está a punto de morir víctima de la polisemia.
CORTE En el amor se mezclan al menos tres niveles afectivos. En primer lugar, el amor es un tipo de deseo y, en este sentido amplio, amamos todo lo que deseamos –el dinero, la fama, el poder, a una persona– o todo aquello que nos proporciona una satisfacción –por ejemplo un perro–. Tratándose de personas, los griegos distinguieron entre eros y philia. Eros es atracción física. Philia es amistad. En segundo lugar, el despliegue del deseo va acompañado de sentimientos, alegres o desdichados. Cuando Lope de Vega dice que amar es «mostrarse alegre, triste, humilde, altivo / enojado, valiente, fugitivo / satisfecho, ofendido, receloso», está describiendo sólo los sentimientos que pueden acompañar al amor. Por último, el amor puede establecer profundos vínculos entre dos personas: el apego infantil, el cariño, la dependencia, el compromiso moral lo son. En muchas ocasiones, lo que llamamos «amor fraterno», por ejemplo, no es más que un tipo de vínculo indestructible, pero sin calidez afectiva. Una mezcla de recuerdos y responsabilidades. Las combinaciones de estos tres niveles –deseos, sentimientos, vínculos– dan a lugar a una variada floración amorosa que no voy a herborizar, aunque no por falta de ganas.
En estricto sentido, se considera que el amor es generosidad pura, comunicación plena, afán de conseguir la felicidad de otra persona, antídoto del egoísmo. Nada, pues, más alejado del afán de dominio y sumisión. Es centrífugo, mientras que el deseo de poder es centrípeto. A pesar de ello, en toda la literatura amorosa se ha utilizado constantemente la metáfora de la servidumbre. Safo invoca a Afrodita, diosa del amor, «trenzadora de engaños» y le pide: «No esclavices, señora, mi corazón con angustias y penas.» Se trata de una servidumbre a la vez placentera y dolorosa –y, sobre todo, inevitable– que vive de la propia excitación en que se consume. Por eso, los filósofos griegos consideraron que amar suponía cierta penuria, una carencia, razón por la cual los dioses no podían amar. Amar era, para ellos, depender y ser vulnerable: lo antidivino. Para estar libre de intromisiones de poder, una relación tiene que ser simétrica, pero resulta difícil que no aparezca ninguna asimetría en afectos tan totales como el amor. Una persona débil puede despertar la atención y el amor de otra precisamente mostrándole su indefensión o vulnerabilidad. Y, apoyándose en ese amor, el desvalido puede convertirse en dominante.
2. LAS CREENCIAS Y EL AMOR
Según los antropólogos, el amor pasional existe en todas las culturas. Su universalidad es salvaje, precultural, de ahí su peligro. Resultan preferibles los amores culturales, colonizados ya por las creencias vigentes, que imponen modelos de masculinidad, feminidad y producen nuevas modulaciones afectivas. El mundo simbólico se introduce en el mundo natural. Es nuestra tarea. Esos modelos se convierten en prescriptivos y rigen las expectativas mutuas. Durante siglos, por ejemplo, la mujer no podía demostrar que sentía deseos sexuales sin ser denigrada, lo que posiblemente hacía que muchas mujeres, de hecho, acabaran no sintiéndolos.
A partir de esos modelos, el amor es utilizado como herramienta para someter, no sólo amenazando con retirarlo, lo cual funciona como un castigo, sino reclamando sumisión en su nombre, como ya hemos visto en la modalidad religiosa del amor. Las ficciones legitimadoras hacen aquí su aparición de forma oblicua pero contundente. La mujer, dice este mito, es ante todo madre, un ser «vocado» al amor y a la generosidad, la perfección de la naturaleza humana... que no debemos permitir que se mancille mezclándose en asuntos egoístas. En cambio, el macho es un ser detestable, dominante, obsesionado por el placer, el sexo, el dinero, la política, el trabajo, la creación artística, la ciencia. Si por él fuera, la humanidad se despeñaría en una animalidad corrompida. Afortunadamente, la mujer es el sagrario donde se conservan las excelsas virtudes de la humanidad digna, por eso debe mantenerse incontaminada, por el bien de la humanidad, porque ella es la transmisora de los valores más valiosos. Debe dejar que el macho se encenague en su desvarío y ofrecerse en oblación por la salvación de todos. Siguiendo esta lógica ficcional, se ha exigido a la mujer, en nombre del amor conyugal o maternal, sumisiones injustificables. La Sección Femenina, que durante gran parte de la era franquista proporcionó el modelo oficial de feminidad, repetía un discurso de José Antonio Primo de Rivera:
No entendemos que la manera de respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnífico destino y entregarla a funciones varoniles. El hombre es esencialmente egoísta; en cambio, la mujer fácilmente acepta una vida de sumisión, de servicio, de ofrenda abnegada a una tarea. Ved, mujeres, cómo he hecho virtud capital de una virtud, la abnegación, que es, sobre todo, vuestra.
Éste es un ejemplo de cómo las posiciones de poder necesitan legitimarse, aunque sea, como en este caso, por el inverso procedimiento de autodegradarse (estratégicamente), y de someter a la mujer a una exaltación envenenada que le prescribía sacrificio y sumisión al varón.
CORTE Sabiendo todo esto, lo que me pregunto ahora es si pueden darse relaciones amorosas no contaminadas por tensiones de poder y, en caso de que existan, si nos pueden contar su secreto. Sartre consideraba que no eran posibles, porque el amor siempre quiere cautivar la conciencia del otro. Hay en él un afán de posesión o de poder. El concepto de posesión suele aplicarse al acto sexual masculino, pero tiene un significado más profundo, que incluye el dominio y ocupación real, incluso sin títulos de propiedad y, en el caso de la relación amorosa posesiva, la necesidad de una sumisión voluntaria de la otra persona. La posesión vincula a los objetos en una doble dirección, pues, como decía Nietzsche: «Lo que posees, te posee.» Eso es verdad, al menos, en casos de obsesión poseedora. Según Sartre, que posiblemente estaba comentando su propia experiencia, «la posesión es una relación mágica: sólo existen los objetos poseídos». El poseedor está fuera de sí, en la otra persona. «Fuera de ella, nada soy sino una nada poseyente, nada más que pura y simplemente posesión, un insuficiente, cuya suficiencia y completez están en ese objeto.»
Este tipo de amante no desea poseer al amado como posee una cosa; eso sería una versión brutal de la posesión como consumación material de cualquier deseo. No quiere tampoco un sometimiento total de autómata, sino que reclama un tipo especial de apropiación: quiere poseer una libertad ajena sin que deje de ser libertad. Tampoco se satisface con un amor que se diera como pura fidelidad a un juramento. El amante pide el juramento y a la vez el juramento le irrita. Su amor se convierte en fuente de intranquilidad celosa, como la del héroe de Proust, que instala a su amante en casa para verse así libre de inquietud, pero que, a pesar de ello, está continuamente roído por cuidados y angustias, pues Albertine escapa de Marcel aun cuando éste la tenga continuamente a su lado, en total dependencia material, ya que nunca puede saber lo que ella está pensando. No se puede poseer por completo una conciencia ajena. Marcel sólo conoce tregua cuando Albertine está dormida.
Estamos, sin duda, en los territorios del poder. La palabra celoso procede del griego zélos, «desear ardientemente», «esforzarse apasionadamente en conservar algo propio». Este significado nos orienta hacia el amor, pero también hacia la posesión. Castilla del Pino señala: «Los celos propiamente dichos aparecen cuando a la desconfianza sobre la posesión o propiedad del objeto se añade la hipótesis –la sospecha– de que el objeto puede pasar a propiedad de otro, de que el objeto, por tanto, podría serle sustraído por alguien que lo ha enamorado.» Si la relación amorosa como tal entre el celoso y su objeto se ha agotado en muchas ocasiones, ¿qué razón hay para que sufra ante la posibilidad de que su partenaire opte por otro? La razón de ello es que la relación entre el celoso y su objeto se ha convertido de hecho en mera relación de propiedad, y lo que ella –o su inversa, la desapropiación– representa para él. Y, de la misma manera que la ocupación, la conquista, la invasión, quiere legitimarse mediante un derecho de propiedad, que lo dignifique y asegure, así sucede también en las relaciones amorosas. «Tengo derecho de propiedad sobre ti.» Hasta que el matrimonio fue un contrato libre entre los contrayentes, había sido meramente una compraventa de la mujer.
CORTE 3. LA FAMILIA Y EL PODER
La familia es un microcosmos en el que pueden aparecer todas las tensiones y posibilidades del universo. Es una relación donde amores de diferente textura y los avatares de la vida diaria se juntan. Ulrich Beck ha señalado que los conflictos entre hombres y mujeres no son sólo lo que parecen –conflictos entre hombres y mujeres–, sino que en ellos se introduce lo social en lo privado. En todas las formas de convivencia (antes, al margen, dentro o después del matrimonio) estallan los conflictos de la época. La familia es sólo el escenario, no la causa de lo que sucede. En los años sesenta, se atacó a la familia como fuente de reproducción social y de dominación. Más tarde, se la ha considerado la única defensa contra una mercantilización feroz, la única relación que protege nuestra intimidad de una sociedad esclavizada por el mercado. Los cambios en la estructura de la familia han producido modelos nuevos, mercuriales –Beck los llama «nómadas» y Baumann «líquidos»–, donde resulta difícil situar las figuras de poder. La posibilidad de controlar los nacimientos, o de tener hijos por inseminación artificial, concede poder a las mujeres, pero al mismo tiempo gran parte de ellas sigue viviendo en estructuras familiares muy tradicionales. La estabilidad anterior de la familia, sin duda mantenida sobre formas de sumisión, desaparece. La mujer se libera económicamente, pero también cae en las redes del doble trabajo, porque las responsabilidades domésticas siguen siendo suyas. Beck escribe: «Los contrastes entre los sexos, que emergen con la destradicionalización de la familia, estallan esencialmente en la relación de pareja, tienen su lugar de realización en la cocina, en la cama o en las habitaciones de los niños. Su banda sonora y sus signos son las eternas discusiones o el silencio en el matrimonio, la huida a la soledad y de la soledad; la pérdida de la seguridad en el otro, al que de repente ya no se comprende; el sufrimiento de la separación; la idolatración de los niños; la lucha por un poco de vida que hay que ganarle al otro y que sin embargo hay que compartir con él; la búsqueda de la opresión en las ridiculeces de la vida cotidiana, de la opresión que uno mismo es. Se puede llamarlo como se quiera: “lucha de trincheras entre los sexos”, “retirada a lo subjetivo”, “época del narcisismo”. Ésta es exactamente la manera en que una forma social (el tejido estamental interior de la sociedad industrial) salta a lo privado.» Interpreto estas angustias como efecto previsible de la caída de un sistema de legitimación, sin que haya sido sustituido por otro. La legitimación se busca en la autenticidad, o en la realización personal, en último término, en la propia conciencia. Pero éste es un mito de legitimación muy costoso, porque exige una continua toma de decisiones y de asunción de riesgos. Me recuerda aquella pregunta angustiada de una niña a su maestra: «Pero entonces, señorita, ¿hoy también tenemos que hacer lo que queramos?»
4. LA MICROFÍSICA DEL PODER COTIDIANO
Los estudiosos de la familia la consideran un sistema en el que todos los miembros interaccionan unos con otros, en una perpetua circulación de influencias, cambios de posición, controles y alianzas. Las relaciones de dominación pueden manifestarse en múltiples escenarios. En ocasiones son escenas de dominación o de juego de poder triviales, pero que al ser frecuentes acaban provocando una tensión insoportable. Por ejemplo, la lucha de los hijos por volver tarde a casa. O la lucha de las madres para que los hijos tengan ordenada su habitación. O situaciones como la expresada en este diálogo:
El padre está leyendo el periódico.
–Cariño –dice–, deberías echar un vistazo a la niña, creo que hay que cambiarle el pañal.
–Ahora no puedo, estoy haciendo la cena.
–No va a pasar nada porque lo dejes un momento.
–Tampoco pasaría nada porque se lo cambies tú.
–¿Qué te pasa? ¿Tienes ganas de discutir? Pues te advierto que he tenido un día muy jodido en el trabajo.
–También yo he tenido un día muy jodido en el mío, ¿no te digo?
–No te digo ¿qué?
–Anda, dejémoslo. Ahora la cambio.
Los conflictos de poder se dan sobre todo en la administración del dinero, en las relaciones sexuales, en el reparto de las tareas de casa y en la relación con los niños. Surgen ...