Che Guevara
  1. 760 páginas
  2. Spanish
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eBook - ePub

Descripción del libro

Gracias a la investigación llevada a cabo por el periodista y reportero Jon Lee Anderson, colaborador del New Yorker, nos acercamos de nuevo a la fascinante figura de Ernesto «Che» Guevara, tan publicitada como, en parte, desconocida: un luchador revolucionario, estratega militar, filósofo social, economista, médico, y amigo y confidente de Fidel Castro. Una vida revolucionaria que arrastra al lector desde las capitales revolucionarias de La Habana y Argel hasta los campos de batalla de Bolivia y el Congo; de los corredores del poder de Moscú y Washington hasta el exilio en el puerto de Miami, México y Guatemala. Jon Lee Anderson es el único biógrafo que ha tenido acceso exclusivo a los archivos del gobierno cubano y ha gozado de la colaboración de la viuda del Che, que nunca había hablado con ningún periodista, además obtuvo documentos inéditos y pudo descubrir un misterio guardado celosamente: el paradero del cuerpo del Che, que luego pudo ser repatriado a Cuba. «La biografía más rigurosa de Ernesto Che Guevara» (Fernando García Mongay, Heraldo de Aragón); «Un texto intenso, despojado de artificio y subjetividad, desmitificador, que relata con buen pulso periodístico la historia de un hombre fuera de lo común» (Francisco Luis del Pino, Qué Leer).

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Información

Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788433935946
Categoría
Literatura

Tercera parte

Hacia el Hombre Nuevo

20. EL FISCAL SUPREMO

Es imposible poner en ejecución las leyes revolucionarias a menos que el gobierno mismo sea verdaderamente revolucionario.
LOUIS ANTOINE LÉON DE SAINT-JUST
1789, durante el «Terror» revolucionario francés
Las ejecuciones por los pelotones de fusilamiento son no sólo una necesidad del pueblo de Cuba sino también una imposición del pueblo.
CHE GUEVARA
5 de febrero de 1959,
carta a Luis Paredes López de Buenos Aires

I

En Buenos Aires, los Guevara festejaban el Año Nuevo cuando escucharon el boletín noticiero sobre la fuga de Batista. Exactamente dos años después de que una mano misteriosa entregara la carta de Teté con la confirmación de que estaba vivo, los Guevara tenían nuevos motivos para el júbilo: las agencias internacionales informaban de que las columnas rebeldes conducidas por el Che Guevara y Camilo Cienfuegos avanzaban sobre La Habana.
El júbilo resultó efímero. Como recordó su padre, «en nuestra casa aún no habíamos bajado las copas brindando por la caída de Batista, cuando llegó una noticia terrible. Ernesto había caído fatalmente herido en la toma de la capital cubana». Nuevamente, Guevara Lynch hizo desesperadas averiguaciones para confirmar la noticia, y pasaron dos horas de angustia antes de que el representante del 26 de Julio en Buenos Aires llamara para anunciar que el informe era falso. «Festejamos esa noche el Año Nuevo con la alegría de saber que Ernesto vivía y estaba al frente del cuartel de La Cabaña en La Habana», escribió su padre.
La comitiva del Che llegó a la gran fortaleza colonial española poco antes del amanecer del 3 de enero. Su regimiento de tres mil efectivos, que ya se había rendido a los milicianos del 26 de Julio, lo esperaba en formación. Se dirigió a los soldados en términos condescendientes, calificándolos de «ejército colonial» capaz de enseñar a los rebeldes «a marchar», mientras que los guerrilleros podían enseñarles «a combatir». A continuación se instaló con Aleida en la casa del comandante, contigua a los contrafuertes de piedra que dominaban la capital.
El día antes, Camilo se había presentado en la sede del estado mayor en Campo Columbia, al otro lado de la ciudad, para arrebatar el mando del coronel Ramón Barquín; el general Cantillo estaba detenido. Fidel había realizado su entrada triunfal en Santiago. Ante las multitudes que lo aclamaban, declaró a la ciudad «capital» provisional de Cuba y proclamó a Manuel Urrutia, quien acababa de llegar de Venezuela, presidente de la nación.
Para Carlos Franqui, que acompañaba a Fidel, era incomprensible que relegaran al Che a La Cabaña. «Recuerdo que medité largamente las razones de esta orden de Fidel: Campo Columbia era el corazón y el alma de la tiranía y el poder militar... El Che había tomado el tren blindado y la ciudad de Santa Clara, era la segunda figura en importancia de la Revolución. ¿Qué motivos tenía Fidel para enviarlo a La Cabaña, una posición secundaria?»
Sin duda, Fidel le había reservado esa posición menos visible porque no lo quería en el centro de la escena. Para el régimen derrotado, sus partidarios y Washington, el Che era el temible «comunista internacional», y otorgarle una posición destacada desde el comienzo sólo traería problemas. En cambio el jocoso Camilo, apuesto jugador de béisbol, donjuán con gran sombrero de ala ancha, era cubano, se había convertido en una leyenda popular y, que se supiera, no era comunista. A él le correspondía el centro de la escena.
Fidel necesitaba que el Che se ocupara de la tarea indispensable de purgar el antiguo ejército y que consolidara la victoria mediante la aplicación de la justicia revolucionaria a los traidores, chivatos y criminales de guerra batistianos. Así como su hermano Raúl, el otro extremista, permanecería en Oriente –donde Fidel lo había designado gobernador militar–, el Che debía asegurar el cumplimiento de esa tarea en La Habana.

II

Desde el ondulante prado verde donde La Cabaña y la fortaleza adyacente de El Morro dominaban el puerto de la capital, en enero de 1959 el Che contemplaría un panorama similar al descrito en la novela Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene, publicada unos meses antes.
«La ciudad alargada se extendía frente al Atlántico; las olas rompían sobre la avenida de Maceo y salpicaban los parabrisas de los autos. Las columnas rosadas, grises y amarillas del antiguo barrio aristocrático parecían piedras erosionadas; un antiguo escudo heráldico, borroso e indescifrable dominaba la entrada de un hotelucho, y las celosías de un club nocturno estaban barnizadas con colores chillones para protegerlas de la humedad y la sal del mar. Hacia el oeste, los rascacielos de acero de la ciudad nueva eran más altos que los faros.»
Vista de cerca, La Habana era una ciudad sórdida, emocionante, repleta de casinos, clubs nocturnos y burdeles. No faltaban los cines dedicados a las películas pornográficas, y en el espectáculo de sexo en vivo del teatro Shanghai en el barrio chino actuaba un semental llamado Superman. La marihuana, la cocaína y otras drogas estaban al alcance de quien las deseara. La sordidez misma de La Habana atraía a Greene, quien en los últimos tiempos había visitado Cuba varias veces. «En la época de Batista me gustaba la idea de que uno podía obtener lo que deseara, fuesen drogas, mujeres o cabras.» Con la mirada de Greene, el personaje ficticio del inglés Wormold, el vendedor de aspiradoras, pasea por las calles de La Habana Vieja y observa todo con avidez. «En cada esquina había hombres que gritaban “taxi” como si fuera un extraño y a lo largo del Paseo, a intervalos de pocos metros, los proxenetas lo abordaban maquinalmente, sin mucha esperanza. “¿Puedo servirle, señor?” “Conozco a todas las muchachas bonitas.” “¿Desea una mujer hermosa?” “¿Postales?” “¿Quiere ver una película verde?”»
Ese ambiente de desorden generalizado recibió al Che y sus hombres después de dos años en el monte con sus largos períodos de abstinencia, y las consecuencias fueron las que cabía esperar. El Che controlaba estrictamente a su escolta, pero Alberto Castellanos no pudo resistir la tentación. «Algunas noches me escapaba para conocer la ciudad, especialmente los cabarets; me maravillaba ver tantas mujeres bonitas. Nunca había visitado la capital, estaba deslumbrado y como trabajaba con él todos los días hasta las madrugadas, no tenía tiempo de conocer.»
El aire estaba impregnado de sexo. Los guerrilleros cruzaban los muros de La Cabaña para mantener encuentros furtivos con las muchachas entre los arbustos al pie de la gran estatua blanca de Cristo que se alza sobre el puerto. Aleida March alzó las cejas en una expresión fingida de escándalo al recordar esa época. Con el fin de preservar tanto la imagen pública como la disciplina interna del Ejército Rebelde, el Che organizó una boda colectiva para los combatientes que no habían «oficializado» sus parejas; un juez ofició la ceremonia civil y un sacerdote lo hizo para aquellos que deseaban una boda religiosa. Al travieso Castellanos, quien tenía una prometida en Oriente, le cortaron las alas en una ceremonia en La Cabaña presidida por el Che en persona.
En todo el hemisferio, el ambiente de júbilo generado por el triunfo revolucionario en Cuba era menos libidinoso, pero estaba muy extendido. La guerra había cautivado el interés de la opinión pública, y hordas de corresponsales extranjeros llegaron a La Habana para presenciar la instauración del nuevo régimen. «En Buenos Aires no se hablaba de otra cosa –escribió el padre del Che–. Yo me sentía como suspendido en el aire. Nuestros parientes y amigos nos acosaban a preguntas y respondíamos todo lo que sabíamos. Pero la verdad es que el mayor interés de nuestra familia era la vida de Ernesto. Y Ernesto estaba vivo y la guerra había terminado.»
Pero aun en Cuba pocos comprendían el significado de los sucesos. En Santiago, Fidel se esforzaba por darle al nuevo régimen un aspecto moderado, pero al mismo tiempo sentaba las pautas de su futura relación con el «presidente» Urrutia al permitirle designar un solo miembro del gabinete, el ministro de Justicia, mientras él se reservó el derecho de nombrar a los demás. Evidentemente agradecido con Fidel por su nombramiento, Urrutia no protestó. A pesar de todo, pocos hombres del 26 de Julio, casi todos del llano, tuvieron puestos en el primer gabinete.
Desde Santiago, Fidel avanzaba lentamente por tierra hacia La Habana, saboreando la victoria ante las multitudes extasiadas. Un rebelde de Holguín, Reinaldo Arenas, recordó el clima de aquellos días. «Bajamos de la sierra y recibimos una acogida de héroes. En mi barrio de Holguín me dieron una bandera del Movimiento 26 de Julio y caminé toda una cuadra sosteniendo esa bandera. Me sentía un poco ridículo, pero había una gran euforia, sonaban himnos y cánticos por todas partes y todo el pueblo estaba en las calles. Los rebeldes seguían viniendo con crucifijos hechos de semillas; éstos eran los héroes. Algunos se habían unido a los rebeldes cuatro o cinco meses antes, pero la mayoría de las mujeres, y también muchos hombres en la ciudad, se volvían locas por esos tipos hirsutos; todos querían llevarse un barbudo a casa. Yo no tenía barba porque tenía apenas quince años.»1
En La Habana reinaba un clima de anarquía festiva e incertidumbre. Cientos de rebeldes armados ocupaban los vestíbulos de los hoteles como si fueran campamentos de la guerrilla en el monte. La mayoría de las tropas regulares se habían entregado después de la fuga de Batista y permanecían en sus cuarteles, pero aquí y allá se resistían algunos francotiradores y proseguía la caza de agentes policiales, políticos corruptos y criminales de guerra prófugos. En algunos lugares las turbas habían asaltado casinos, destruido parquímetros y otros símbolos de la corrupción batistiana, pero las milicias del 26 de Julio salieron rápidamente a imponer el orden en las calles. Hasta los Boy Scouts cumplían funciones de policías improvisados. Al mismo tiempo, las embajadas estaban atestadas de oficiales militares y policiales, así como funcionarios del gobierno a la deriva tras la huida repentina del dictador.
El 4 de enero, Carlos Franqui abandonó el convoy de Fidel en Camagüey para volar a La Habana. La capital estaba transformada. «El tétrico Campo Columbia, madre de la tiranía y el crimen, que yo había conocido como prisionero, era casi un teatro pintoresco, imposible de imaginar. Por un lado, los rebeldes barbudos con Camilo, no más de quinientos en total, y por el otro lado, veinte mil soldados intactos del ejército: generales, coroneles, mayores, capitanes, cabos, sargentos y soldados rasos. Cuando nos veían pasar, se paraban en posición de firmes. Era algo que daba risa. En la oficina del comandante estaba Camilo con su barba romántica, con aire de Cristo de juerga, las botas en el piso y los pies sobre la mesa para recibir a su excelencia el embajador de los Estados Unidos.»
Después llegó el Che. Había problemas en el palacio presidencial. El Directorio Revolucionario lo había ocupado y aparentemente no pensaba entregarlo. El Che había tratado de hablar con los dirigentes, pero éstos se negaron a recibirlo. Según Franqui: «Camilo, mitad en broma, mitad en serio, dijo que se debería disparar un par de cañonazos de advertencia... Como yo no era admirador del lugar, dije que me parecía una buena idea, pero el Che, con su sentido de la responsabilidad, dijo que no era buen momento para derrochar balas de cañón y volvió pacientemente a su palacio, se reunió con Faure Chomón y se arregló el asunto. Camilo siempre escuchaba al Che.»
El 8 de enero, cuando llegó Fidel, Urrutia estaba instalado en el palacio y se había restaurado en apariencia la autoridad gubernamental. Los rebeldes se habían apoderado de los edificios públicos, los cuarteles de policía, las redacciones de los diarios y los locales sindicales; por su parte, los comunistas aparecieron en público para convocar manifestaciones de masas en apoyo de los rebeldes victoriosos. Sus dirigentes desterrados empezaron a regresar del exilio y su diario clandestino Hoy volvió a aparecer. El ex presidente Carlos Prío volvió de Miami. En el exterior, representantes del 26 de Julio se hicieron cargo de las embajadas cubanas más importantes. Venezuela había reconocido al nuevo gobierno, lo mismo que Estados Unidos. La Unión Soviética hizo lo propio el 10 de enero.
Las instituciones cívicas y empresariales declararon su apoyo a la revolución con expresiones hiperbólicas de agradecimiento y fidelidad sumisa. La «pesadilla» batistiana había terminado, era el comienzo de la luna de miel fidelista. La comunidad empresarial se deshizo en expresiones de sumisión, ofreció pagar impuestos atrasados y algunas empresas importantes anunciaron nuevas inversiones a la vez que declararon su optimismo sobre el porvenir feliz de Cuba.
La prensa ensalzaba a Fidel y sus heroicos «barbudos». El semanario Bohemia se convirtió en propagandista entusiasta de la revolución, llena de homenajes serviles a Fidel. Un artista llegó a representarlo con un rostro semejante al de Cristo, sin que faltara la consabida aureola. Sus páginas estaban repletas de anuncios adaptados a aquel momento. La cervecería Polar ilustró una página con el retrato de un robusto campesino cortando caña de azúcar y el siguiente epígrafe: «¡! ES HORA DE IR A TRABAJAR. Con la felicidad de ser nuevamente libres y sentirnos más orgullosos que nunca de ser cubanos, debemos abrir el camino del trabajo: trabajo intenso y constructivo para las necesidades de la Patria... Y después de trabajar, ¡ES LA HORA DE UNA POLAR! No hay nada como una Polar bien helada para completar la satisfacción del deber cumplido.» La sastrería Cancha presentó una nueva camisa masculina llamada «Libertad»; el modelo de sus anuncios lucía la barba revolucionaria de rigor.
Carlos Franqui, director del hasta entonces clandestino periódico del 26 de Julio Revolución, se sumó a la marea de elogios al calificar a Fidel de «Héroe y Guía» de Cuba. Un teatro estrenó la obra El general huyó al amanecer, en la que un actor uniformado y barbudo hacía el papel de Fidel Castro. Un grupo de ciudadanos demostró su agradecimiento al encargar un busto de bronce de Fidel, que una vez realizado fue colocado sobre una peana de mármol en una intersección vecina al barrio militar de La Habana, con una inscripción que honraba al hombre que había «roto las cadenas de la dictadura con la llama de la libertad».
No faltaban los homenajes líricos al Che. El mayor poeta vivo de Cuba, el comunista Nicolás Guillén, que vivía en el exilio en Buenos Aires, escribió un poema en su honor a petición del director de un semanario de la capital argentina.

CHE GUEVARA

Como si San Martín la mano pura
a Martí fraternal tendido hubiera,
como si el Plata vegetal viniera
con el Cauto a juntar agua y ternura,
así Guevara, el gaucho de voz dura,
brindó a Fidel su sangre guerrillera,
y su ancha mano fue más compañera
cuando fue nuestra noche más oscura.
Huyó la muerte. De su sombra impura,
del puñal, del veneno, de la fiera,
sólo el recuerdo bárbaro perdura.
Hecha de dos un alma brilla entera,
como si San Martín la mano pura
a Martí familiar tendido hubiera.
El Che ya era una figura conocida por los lectores en el exterior, pero su consagración literaria a manos de Guillén –un poeta a la altura de Federico García Lorca, Pablo Neruda y Rafael Alberti– lo introdujo en el panteón de los héroes venerados de la historia latinoamericana. Tenía apenas treinta años y ya lo comparaban con el Libertador José de San Martín.
Estos elogios hiperbólicos repercutían en la opinión pública cubana, ávida de héroes. A los pocos días de su llegada, cuando mandó llamar a Juan Borroto, el especialista en azúcar que le había enviado informes económicos reservados al Escambray, éste perdió el aliento. «Ya era una leyenda –recordó Borroto–. Para muchos cubanos, verlo era como una visión; uno se frotaba los ojos. Además era físicamente imponente, con piel muy blanca, cabello castaño y era muy atractivo.»
En cambio, para los funcionarios de la embajada estadounidense en La Habana el Che ya aparecía como el temible Rasputín del nuevo régimen. Su influencia ideológica sobre Fidel y sus funciones aún no determinadas detrás de las murallas imponentes de La Cabaña eran objeto de especulaciones aprensivas.

III

Fidel hizo su entrada t...

Índice

  1. Portada
  2. AGRADECIMIENTOS
  3. INTRODUCCIÓN
  4. PRIMERA PARTE. UNA JUVENTUD INQUIETA
  5. SEGUNDA PARTE. LA GESTACIÓN DEL CHe
  6. TERCERA PARTE. HACIA EL HOMBRE NUEVO
  7. EPÍLOGO: SUEÑOS Y MALDICIONES
  8. APÉNDICE
  9. NOTAS SOBRE LAS FUENTES*
  10. BIBLIOGRAFÍA
  11. NOTAS
  12. CRÉDITOS