Ecuatoria
eBook - ePub

Ecuatoria

  1. 336 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

El autor de la fascinante Peste & Cólera nos brinda una epopeya coral que arranca con la controvertida inauguración en el año 2009 de un faraónico mausoleo consagrado a los restos del conde franco-italiano Pierre Savorgnan de Brazza, fundador de la capital congoleña, Brazzaville, en 1840. El relato fluye siguiendo el curso de los ríos Ogooué y Congo, en una apasionante aventura literaria que abarca dos siglos de historia: desde 1872, cuando Brazza abre la vía de colonización del África ecuatorial que transitan los personajes de la novela, hasta la actualidad. Deville nos seduce con un viaje al corazón de las tinieblas, que transcurre en el mismo lugar y tiempo en que nacerá el relato conradiano, el Congo colonial de fines del siglo XIX, a la vez que nos muestra la sombría huella de la historia de las colonias africanas en el siglo XXI. El autor tiñe de lúcido humor y autoironía la historia de aquellos hombres que «fueron capaces de soñar que eran más grandes que ellos mismos, sembraron el desorden y la desolación a su alrededor, cubriendo sus empresas aventureras con el manto de las ideologías de su tiempo, apropiándose de aquella que podían llevar como una antorcha». Pocos escritores consiguen como Deville estar a la altura de los grandes clásicos siendo al mismo tiempo furiosamente contemporáneos.

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Información

Año
2015
ISBN de la versión impresa
9788433979186
ISBN del libro electrónico
9788433935779
Categoría
Literatura

En el lago Tanganika

EN UJIJI

Se ven hierbas altas, amarillas y secas, casi un cañaveral, rastrojos, después algunos metros de arena y las aguas azules y calmas del lago Tanganika, transparentes. No lejos están los vestigios de un antiguo barracón de esclavos. Un poco más arriba, el lugar donde se dice que se bebió a sorbitos champán caliente en cubiletes de plata, bajo el mango donde el joven StanleyMarlow encontró al fin al viejo Kurtz-Livingstone.
También se dice que estos dos grandes mangos son retoños o esquejes del mango original, al pie del cual se bebía champán caliente. No hay ninguna razón objetiva para ponerlo en duda. Un monumento a la gloria de Livingstone fue erigido allí por los ingleses, terminada la Primera Guerra Mundial, después de haber expulsado a los alemanes. El conjunto está rodeado por un enrejado alto que recuerda el de una pista de tenis. En una esquina se añadió una estela en memoria de Speke y de Burton, los descubridores europeos del lago. El lugar, a unos cuantos kilómetros de Kigoma, está un poco descuidado. Parece claro que los cuatros países de la región, el Congo, Tanzania, Ruanda y Burundi, tienen otras habas que cocer.
Después de diez meses de marcha, Stanley ya no es periodista pero tampoco es todavía un explorador. Aquí es donde empieza a serlo, después del cubilete de champán caliente. Echan al agua una piragua y navegan hacia el norte del lago, en dirección a Kivu, en busca de un aliviadero que lleve a lo que hoy es el puerto de Uvira. Esa noche, en el campamento, Stanley queda deslumbrado por aquel viejo desdentado. «Me recitaba de memoria poemas enteros de Byron, de Burns, de Tennyson, de Longfellow y de muchos otros, y todo eso después de haber pasado tantos años sin libros.» Su expedición es un fracaso.
El inmenso reservorio del Tanganika, de quinientos kilómetros de largo por cincuenta de ancho, no vierte sus aguas en las del Nilo. Ellos regresan aquí, a Ujiji, que más de un siglo después es un pueblo grande o una ciudad pequeña. A cada lado de la calle principal, las casas bajas, cubiertas de toldos o de caña, tienen paredes de tierra roja en las que brillan briznas de paja. Aquí se ven muchos atuendos árabes, haces de caña de azúcar sobre los portaequipajes de las bicicletas, algunas mezquitas, la iglesia Livingstone, un centro cultural islámico y un cine Atlas en desuso. Y chavalitas que te saludan, las mismas que de vez en cuando ven pasar a algunos muzungus1 e incluso a periodistas suizos.
Alrededor del recinto vallado, de las estelas y de los dos mangos, hay un palmeral en el que pacen cabras y un lienzo de pared sobre el que se ha colocado un anuncio publicitario de cigarrillos Sportsmen. Una casa oficia de pequeño museo oscuro e incongruente. Hay algunas fotografías en blanco y negro de Stanley y de Livingstone, de Tippu Tip y del sultán Bargash. Y una fotocopia plastificada de una carta de Livingstone en la que relata su encuentro con Stanley.
En una habitación al fondo, están las estatuas en cartón piedra policromo de los dos exploradores: Stanley se quita el sombrero para saludar, en el momento en que se supone que pronuncia la célebre frase. Un guardián tocado con un gorro bob amarillo, y que sólo habla swahili, me enseña con delectación un artículo, fotografía incluida, que ha sido recortado de un diario suizo y pegado en la pared: «La segunda muerte de Livingstone». Nadie aquí ha leído el texto en francés de ese artículo iracundo, escrito por un hombre decepcionado tras haber viajado hasta el corazón de África en minibús dala-dala,1 con este calor abrumador, para ver tres fotocopias amarillentas y dos figurines de cartón piedra policromo.
Pero si se piensa bien, el complicado acceso al lugar y el que no sea explotado económicamente (una urna, depositada en la esquina de una mesa, invita vagamente a dejar un donativo) lo hacen más conmovedor, así que no compartimos la indignación de nuestro cofrade helvético.
¿Llegará el día, ahora que Brazza reposa en Brazza, en que alguien tenga la idea de ir a buscar a Livingstone a la abadía de Westminster para enterrarlo bajo los mangos de Ujiji?

EN KIGOMA

La pista rojiza se cubre de asfalto en la cima de la última colina y se convierte en Lumumba Street. Desde esta altura, se dominan las estaciones de autobús y de ferrocarril, que se recortan contra las aguas azules del lago y la entrada del puerto. Alegra el espíritu ver aquí, cual si se tratara de una exposición de medios de transporte germánicos, cómo el final de la carretera va a dar en ángulo recto con el extremo de la vía férrea, delante del extremo de la línea de navegación.
Al día siguiente de mi llegada, ocupo mi lugar en la fila de espera delante de una caseta de madera donde compro un billete para Mpulungu. Por regla general, todo se usa mucho más deprisa en África pero dura mucho más tiempo. Lo mismo sucede con los camiones y los barcos. La línea se mantiene con el medio de transporte de pasajeros en actividad más antiguo del mundo.
En 1913, los astilleros navales de Papenburg presentan al káiser los planos de un buque de guerra de cerca de setenta metros, completamente desmontable. Las ochocientas toneladas de sus diversas partes se reparten en cinco mil cajas y salen del puerto de Hamburgo rumbo al de Dar Es-Salaam. La construcción de la vía férrea está atrasada. Faltan trescientos kilómetros de los mil quinientos que separan el lago Tanganika del océano Índico. La guerra se acerca. Cinco mil porteadores, probablemente poco conscientes del peligro que corre el imperio, cargarán las cajas sobre sus cabezas. El montaje del mastodonte, perno a perno, comienza en la primavera de 1914. El Graf Goetzen se echa a flote aquí, en Kigoma, en enero de 1915, en lo que entonces era una frontera entre Bélgica y Alemania, en la época en que toda la región al este de los lagos Tanganika y Kivu, hasta Ruanda-Urundi, estaba bajo el gobierno de la OstAfrika.
Al año siguiente, los alemanes, vencidos, echan a pique antes de partir el barco recién estrenado, sin darle tiempo al pequeño African Queen de venir a agujerearle el casco. Permanecerá tres años en el fondo del lago antes de ser reflotado por los belgas, después se hundirá de nuevo en 1920, durante una tempestad, y será puesto a flote, esta vez por los ingleses, en 1924, siendo rebautizado como Liemba y reconvertido en carguero mixto. Hoy día iza pabellón tanzano y los motores diésel han reemplazado a las máquinas de vapor. El barco de silueta posexótica, chimenea amarilla y negra inclinada hacia la popa, casco blanco y rojo, chorreante de herrumbre a lo largo de las esclusas de paso de cadenas, está atracado en el muelle de su puerto de amarre desde ayer. Las compuertas de sus escotillas de carga están abiertas en medio del puente delantero. Los porteadores sacan de allí en fila india sacos de pescado seco, la morralla y sacos de arroz sin descascarillar provenientes de Kasanga.
El capitán Seif Mlambalazi da la bienvenida a bordo y adjudica los camarotes. Zarparemos en dos días. En el restaurante, los cascos puntiagudos de los soldados alemanes y los cubiertos de plata han desaparecido. El puente de popa está lleno de fardos y de piñas. Todo cambia en la habitación del contramaestre, quien comprueba mi pasaporte y mi billete. Han colgado un retrato de Joseph Kabila quizá esa misma mañana. El Liemba acaba de ser requisado por la HCR para facilitar el regreso de los refugiados en Kalemie, en el Congo. Todavía no se lo habían advertido a los taquilleros de la caseta. Me devolverán el dinero del billete, a menos que prefiera esperar en Kigoma. En el muelle vocifera un grupo de pasajeros, puede que sean zambianos.
Desde hace diez años, el Liemba limita su cabotaje a la costa tanzana en dirección al sur, y su única escala extranjera es en el puerto de Mpulungu, en Zambia. Desde el inicio de la guerra ya no asegura la relación comercial con el Congo, ni con Bujumbura más al norte, son destinos abandonados por temor a verse un día tomado como adversario y perjudicado por alguna de las facciones rivales, que siguen disputándose allí el ejercicio del poder y sin duda también el de la navegación lacustre.
No toca esos puertos si no es por petición expresa y bajo la protección de la ONU, preocupada por enviar a algunos refugiados a las zonas pacificadas antes de la llegada de nuevos escapados de las zonas de guerra. Puede embarcar un máximo de seiscientos pasajeros, me explica el capitán. Una gota de agua en medio de los cientos de miles que se apretujan en los campamentos a finales de este 2006. Y van a seguir llegando, predice el contramaestre. En el Kivu del Norte, las milicias de Laurent Nkunda tienen la costumbre de renovar sus efectivos atacando las escuelas y quemando el material escolar y los papeles de identidad de los niños, antes de mandarlos a primera línea y de hacerles empujar delante de sí a los civiles, camino del exilio.
Los campamentos tanzanos están dispuestos a lo largo de una pista que bordea la frontera este de Burundi, de Kigoma hacia Kibando y Nyakanasi, y sube al norte hacia Ruanda y el lago Victoria. Del otro lado, los dos destinos de regreso de la ONU son los puertos de Uvira y de Kalemie. Parece, no obstante, que los pasos clandestinos, particularmente hacia Uvira, son bastante fáciles, a poco que se pueda salir de los campamentos y a poco también que se quiera. Es lo que me propone Jim, el propietario de una modesta embarcación con doble motor fuera borda cuando voy a lo largo de los raíles de regreso a mi casa de huéspedes pakistaní.
Hay vagones de mercancías provenientes de Dar Es-Salaam que están inmovilizados en el muelle. Han desembarcado colchones, lámparas de pantalla, sofás y sillones granate deshilachados, todo en estilo medio-oriente y envuelto en plástico transparente. Es reconfortante constatar que, en medio de las vicisitudes históricas, algunos cuidan el interior de sus hogares. Las dos embarcaciones más considerables, el Azifiwe, matriculado en Burundi, y el Pacific, matriculado en la RDC, cargan sobre cubierta ese mobiliario heteróclito. Algo más lejos, la barcaza de Jim está llena de bidones de gasolina de plástico amarillo que va a vender en Uvira. El mismo día todas las semanas, dice él. Cosa que me deja tiempo para reflexionar y cambiar de opinión. Acordamos una cita a su regreso.

CON JIM

La terraza de la casa de huéspedes en obras, de renovación o de destrucción definitiva, está sembrada de escombros, tablones y sacos de cemento, en medio de los cuales se hallan soberbiamente entronados dos sillones granate, del mismo modelo líbano-saudí que los que estaban embarcando en el muelle, y todavía envueltos en sus bolsas transparentes. Hacen juego con un asiento de avión descoyuntado, también con una mesa baja sobre la que me sirvo a discreción café en polvo, arroz hervido y plátano, después de haber pasado la noche intentando olvidar el escándalo de los perros vagabundos y el griterío de Lumumba Street, los ruidos de animales de lo más sospechosos, que uno imagina motivados por las intenciones más demoníacas.
Basta entonces repetirse la frase de la gentil Teresa de Ávila, «la vida es una mala noche en una mala posada», quien, en un arrebato de ecumenismo, quizá podría haber sido elegida emblema del chamizo. En la pared han colgado un calendario impreso en Pakistán. En él se ve la fotografía de un lugar que podría ser Gstaad o Loèche-les-Bains, un paisaje alpino adornado con este amenazante aforismo: «The weak have problems; the strong have solutions.»1 Por mi parte, lo que yo me planteo es largarme.
Un taxi carga mis trastos y me deposita en el Kigoma Hilltop Hotel, un conjunto de bungalows diseminados en la vertical del lago. Best in town, según el chófer. El propietario dispone de su propio generador, garantizando así la electricidad a cualquier hora, y por supuesto reniega del alcohol de los descreídos, precisa él, sonriendo. Uno se siente ligeramente turbado, en los días siguientes, al constatar que no se le cubre el rostro de sudor frío, que las manos no le tiemblan hasta el punto de romper el vaso de agua en el lavabo, que ninguna chifladura viene en la noche a cubrir las paredes de gorgonas aulladoras ni de lagartos multicolores de ojos fosforescentes. Todo parece tranquilo y normal, salvo que alrededor de mi bungalow hay una caterva de monos de no sé qué marca, grises con una larga cola prensil, cuyo jefe tiene un aire particularmente estúpido y agresivo, pero esos animales parecen existir de verdad.
Y convengamos que en ciertos atardeceres la visión de los farallones anaranjados que se hunden en la bruma del calor, las cisternas de gasolina que brillan al otro lado del puerto, las colinas azules de Burundi allá al norte, el sol cereza al oeste, sobre las montañas del Congo, las barcas de pesca de largo morro puntiagudo sobre las aguas lisas y aceitosas, el vuelo de las cercetas, los ibis y las grullas bajo las pequeñas nubes deshilachadas de un rosa envejecido, todo ello regado con un vaso de vino blanco fresco, sería como para emocionar al pobre Berton tanto como los esplendores de Fernan-Vaz. Al cabo de una semana, el barcucho repartidor de carburante penetra en la bahía en medio de tanta majestad. Desde que hay agua y barcos, fronteras y consecuentemente contrabando, estos lugares son propicios a la aparición de personajes como Jim. Él nació en 1954, en Bukavu, en el Kivu del Sur.
Se me acerca en el muelle, con sus gafas negras, al ritmo de sus andares de cowboy, y me estrecha la mano. No tiene muchos recuerdos de su padre, aunque sí se acuerda de una especie de gigante bonachón en la escuela primaria de Kinshasa, cuando él era niño. Estamos sentados en un figón cerca del puerto, donde comemos pescado y arroz para matar el tiempo, y hablamos de nuestros respectivos padres. Él siguió estudios en los jesuitas de Bukavu con el dinero del suyo, a quien su madre, una congoleña originaria de Ruanda, había dejado para volverse a casar. Sabe que su padre intentó varias veces volver a verle, pero su nueva familia, avisada de su llegada, enviaba entonces al niño a Ruanda para impedir el encuentro. Y ahora sé que ha muerto, dice, jugueteando con el tenedor en el arroz desparramado, y uno se da cuenta de que ya pocas cosas más graves, ni peores en todo caso, podrían sucederle a este hombre que se ha convertido, a su vez, en un gigante b...

Índice

  1. Portada
  2. En Gabón
  3. En São Tomé
  4. En Angola
  5. En el reino teke
  6. En Argelia
  7. En el Congo
  8. En el lago Tanganika
  9. En Zanzíbar
  10. Agradecimientos
  11. Notas
  12. Créditos