La ética de la crueldad
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La ética de la crueldad

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La ética de la crueldad

Descripción del libro

Estamos acostumbrados a ser testigos de violencias extremas, torturas, violaciones y humillaciones en todas las formas del arte. A menudo la crueldad allí desplegada se nos presenta como espectáculo. Sin embargo, hay una crueldad que no satisface el morbo del espectador ni corteja sus valores, sino que lo confronta con sus hipocresías y sus miserias. Es ética en el sentido de que pretende una transformación del lector, aunque a veces tenga que agredirle para ello: no le ofrece certidumbres sino lo contrario. Este libro defiende una literatura contraria a la cultura del espectáculo y a la asepsia posmoderna, una literatura que aborrece lo inocuo y lo complaciente. José Ovejero ilustra su propuesta teórica con una original exploración de novelas de Bataille, Canetti, Luis Martín-Santos, Cormac McCarthy, Onetti y Jelinek, autores crueles cada uno a su manera. Después de leerlos, no se puede seguir viviendo como antes de hacerlo. Y lo mismo le sucederá a quien lea este ensayo.

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Información

Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788433963413
ISBN del libro electrónico
9788433933836
Categoría
Literatura

1. Una tradición de crueldad

Cuando en 2010 recibí una invitación del Humanities Center de la Universidad de Lehigh a participar en un ciclo de conferencias sobre el exceso, mi respuesta fue entusiasta: siempre me han atraído los libros excesivos, los autores excesivos, el exceso en todas sus formas, literarias y biográficas. No tardé muchos días en decidir que el tema concreto de mi charla sería la crueldad, una de las formas de exceso más recurrentes en el arte, junto con el sexo desaforado al que además la crueldad va unida con frecuencia. Y no hube de reflexionar mucho para decidir que me concentraría sobre todo en la ética de la crueldad, un aparente oxímoron cuyos términos se revelan perfectamente compatibles en cuanto se ahonda en el tema, que es lo que pretendo hacer con este libro.
Quizá la atracción que siento hacia la crueldad y el exceso en el arte se deba parcialmente a que soy un escritor español y la representación cruel es una parte importante de mi repertorio visual y literario. Por supuesto, las representaciones crueles no son un privilegio de los españoles; algunas de ellas, como las creadas por Nagisa Oshima, son ya patrimonio cultural de la humanidad, y nuestros vecinos franceses pueden señalar con orgullo o espanto a Lautréamont, Sade y Bataille, que también han influido en más de un artista español y en otros de tradiciones culturales mucho más alejadas como Mishima, quien reconoció su deuda escribiendo una obra titulada Madame de Sade. A pesar de ello, hay países a los que no se identifica automáticamente con el exceso, quizá porque los representantes principales –o más difundidos– de su cultura no lo cultivan, quedando lo excesivo y lo cruel para corrientes marginales, heterodoxas, a veces incluso algo vergonzantes. A pesar de los autores citados más arriba, y otros quizá no tan crueles pero sí excesivos como Rabelais, Cioran escribió sobre Francia: «Lo sublime, lo horrible, lo blasfemo o el grito, el francés sólo los aborda para desnaturalizarlos mediante la retórica. Tampoco está más adaptado al delirio ni al humor crudo.»
España sí tiene una merecida fama de ser territorio abonado para el gusto por lo bizarro, por los personajes ridículos, disparatados, por la crueldad extrema presentada con naturalidad, una crueldad no sólo centrada, como es frecuente en otros países, en el sexo.
Si pienso en los inicios de la novela española me vienen enseguida a la cabeza algunas escenas de la novela picaresca, género esencialmente cruel. En la picaresca, una forma temprana de Bildungsroman, el protagonista inicia en la novela un proceso de aprendizaje sobre el mundo y sobre sí mismo y siempre lo hace de una forma dolorosa; lo que aprende es que el mundo es brutal e implacable y que tienes que volverte tú también así para sobrevivir en él. Pocos españoles habrá que no recuerden la escena en la que un ciego revienta un jarro de vino en la cara del niño que está recostado en su regazo, mientras el crío bebe a través de un agujero que le había practicado en la base. Y también recuerdan sin duda la manera en que se venga el niño, Lázaro, quien ha comenzado a entender cómo funciona el mundo: un día lluvioso en que el ciego y su sirviente tienen que atravesar un riachuelo, Lázaro le indica a su amo un lugar por el que podrán cruzar sanos y salvos; tras decir al ciego que tiene que saltar con todas sus fuerzas para no caer al agua, lo coloca frente a un pilar de piedra, y todos asistimos divertidos al brutal testarazo.
La crueldad es una constante en la literatura, en la pintura, en el cine españoles, crueldad que no siempre es tan divertida como en El Lazarillo. Pienso en Los desastres de la guerra de Goya, en la famosa escena de Un perro andaluz en la que un hombre secciona el ojo de una mujer con una navaja de afeitar, en aquella del Buscón en la que otros estudiantes cubren de escupitajos a Don Pablos, en el niño al que se comen los cerdos en La familia de Pascual Duarte.
Sería una tarea difícil, y que desde luego excede mis fuerzas y mis conocimientos, intentar encontrar la razón de que lo apolíneo tenga tan poco éxito en España, donde los lectores parecen sentirse mucho más atraídos por lo dionisiaco, lo excesivo, lo tremendo, lo vulgar, lo esperpéntico. Si en el ensayo no es infrecuente la elegancia, la contención, el discurrir pausado y sin alharacas, como vemos en Gracián o en Jovellanos, en la ficción parece mucho más difícil de encontrar, al menos entre los escritores más destacados: un rápido repaso a los grandes nombres de la literatura nos lleva de inmediato a cultivadores de lo bizarro y absurdo, de lo exagerado, y, en los casos más amables, de lo melodramático: Quevedo, Cervantes, Valle-Inclán, Cela, el Bécquer narrador, Vila-Matas, cultivadores del exceso cada uno a su manera. Incluso Galdós, que pasa por realista, no puede escapar al gusto por los excesos sentimentales.
Los apolíneos, los que juegan con la contención y la sugerencia, los que rechazan la exaltación romántica o surreal, los que huyen de los signos de interjección, son una minoría que a menudo, cuando los leemos, nos hacen pensar en un escritor extranjero. Valera, Azorín, Benet, Marías, aunque valorados por la crítica, no se encuentran precisamente, con la salvedad del último, entre los más populares de su generación. La nuestra es antes una narrativa del asombro que de la disección, una narrativa de emociones fuertes, y cuando se vuelve reflexiva se acerca más a Kafka que a Musil. Nuestra literatura tiende al torbellino y evita las aguas demasiado calmas. Karl Friedrich Flögel escribía en su Historia de lo cómico-grotesco, de 1786, que los españoles aventajaban a todos los demás pueblos en la representación de lo grotesco. A pesar de que no se puede identificar lo grotesco y lo cruel, no suelen andar muy alejados esos dos mundos: el término grotesco se usó inicialmente para denotar un tipo de pintura ornamental de la antigüedad, descubierta en diversas excavaciones realizadas en Italia en el siglo XV, que se puso de moda en los siglos siguientes; los arabescos y florituras iniciales pronto empezaron a fusionarse con figuras humanas y zoomorfas; la deformación cada vez más exagerada de seres vivos podía llevar a lo ridículo o risible pero también a lo terrorífico.
Armando Palacio Valdés señalaba que el temperamento de los españoles, tan inclinados a la sangre y la tragedia, hacía necesario forzar los sentimientos a expensas de la verdad. En el mejor de los casos esta inclinación ha dado lugar a obras crueles, en el peor a una proliferación de emociones tan hueras como histriónicas.
No sólo la crueldad es omnipresente en el arte español, también lo es en la vida cotidiana. Incluso hoy, en el siglo XXI, España genera en la mente de cualquier extranjero, y no sólo en la de un extranjero, imágenes de sangre y muerte. La corrida es un mito cultural vivido por decenas de miles de aficionados y también por los turistas que quieren participar de ceremonia tan atávica igual que irían a ver una danza de derviches en Turquía o un rito funerario en Madagascar. La muerte como espectáculo para las masas, como diversión, como tradición que debe ser conservada –o rechazada precisamente por quienes no quieren identificarse con «lo español–; contemplar la tragedia mientras se fuma un puro, saborear el dolor. Numerosos intelectuales y artistas de todo el mundo han sentido la atracción de España precisamente por esta alegre profusión de sangre. Hemingway, aficionado a los toros, escribió: «... la belleza del momento de la muerte es ese instante en el que hombre y toro forman una figura, al clavarse la espada hasta el fondo, el hombre inclinándose tras ella, la muerte uniendo las dos figuras en el clímax emocional, estético y artístico de la corrida». Sería interesante saber si Hemingway podría describir con tanto lirismo el momento en el que el pitón atraviesa las vísceras del torero mientras lo zarandea por los aires, si la belleza del momento cruel resiste los embates de la empatía, de la identificación con la víctima. También Bataille, en Historia del ojo, cuenta cómo Simone se come los testículos crudos de un toro mientras otro astado mata al torero Granero, un suceso al que asistió Bataille en Madrid en 1922. El exceso llama al exceso, y el sacrificio del toro en la arena, el baile entre erótico y sádico de animal y hombre, inspira otros fantasmas, otros sadismos, otras pulsiones que unen sexo y muerte.
No sólo «lo cruel» de la cultura española ejerce su atractivo sobre los extranjeros, en general lo excesivo, lo esperpéntico –el esperpento es un género español, como lo es el tremendismo–, lo bizarro que nos acompaña desde mucho antes del Quijote, fascinan a quienes se ocupan mínimamente de lo español. Uno de los más esperpénticos realizadores cinematográficos, Terry Gilliam, lleva muchos años intentando filmar una versión del Quijote en la que precisamente lo deforme y lo exagerado desempeñarían un papel fundamental; en Lost in La Mancha, el documental sobre el fracaso del primer intento de Gilliam de rodar la película, vemos al realizador disfrutar del espectáculo de unos gordos deformes y de expresión obtusa bailoteando con el torso desnudo y haciendo gestos ridículamente amenazadores, escena que debía utilizarse para el enfrentamiento entre don Quijote y los gigantes que resultan ser molinos de viento.
Por supuesto, podría decirse que todos los países tienen sus corridas, sus espectáculos crueles, como podrían serlo el boxeo en Estados Unidos, las peleas de perros en Inglaterra, las de gallos en México. De todas formas, no se trata de establecer aquí una clasificación de tradiciones crueles, lo que quizá llevaría a una apretada competición entre China, Japón y España, sino de poner de manifiesto una línea narrativa que nos lleva a reconocer y reconocernos en lo cruel como elemento a veces brutal, a veces jocoso, con frecuencia las dos cosas, de lo español.
Porque en pocos países ha asumido el espectáculo cruel un lugar tan central en la cultura nacional, hasta el punto de convertirse en un símbolo metonímico, y algo banal, de lo español, como la salsa lo sería de lo caribeño, el flamenco de lo andaluz y la pasta de lo italiano, de forma que los anuncios turísticos suelen contener referencias a esos elementos identificadores que todos conocen; aunque también el cine de todo el mundo ofrece crueldad a raudales, ésta no tiene lugar de manera inmediata y original, es un producto creado para una reproducción tendencialmente infinita e idéntica cada vez, carece de ese elemento de irrepetibilidad que contiene la corrida y que por cierto comparte con las ejecuciones públicas del pasado; si éstas eran consideradas obscenas por quienes pensaban que el público se envilecía acudiendo a ellas, y alabadas por quienes las juzgaban útiles por su carácter ejemplar, también las corridas son criticadas porque en ellas, aunque la parte de ritual no sea desdeñable, el público se divierte con un espectáculo en el que la muerte tiene de verdad lugar: lo aniquilado no recobra la vida, la sangre del toro, o del torero, queda derramada para siempre. El espectador de la corrida no se recrea en una representación sino que precisamente disfruta del placer que provoca lo trágico cuando va unido a lo irremediable. Sólo así la ejecución del animal puede provocar una emoción genuina; los ritos no son una mera repetición de gestos, aunque requieran dicha repetición; lo que los vuelve profundos es que la reproducción precisa de movimientos, la enunciación de ciertas palabras que no cambian, el uso invariable de determinados colores o instrumentos, van unidos a emociones que cada vez adoptan matices diferentes; el fiel y el espectador de la corrida saben que detrás de las repeticiones fluye la vida, y por tanto lo impredecible, lo nuevo, lo efímero.
Más que en la corrida, en la que sólo participa activamente un puñado de personas –torero, banderilleros, picador, monosabios–, es en las fiestas populares donde se manifiestan con mayor pureza el placer y la excitación por el sufrimiento: en los pueblos españoles en fiestas se puede disfrutar de distintas maneras de torturar animales: en un pueblo se lanza a una cabra desde el campanario; en otro, lugareños con los ojos vendados y un sable en la mano se esfuerzan en decapitar gallinas, cruel versión de «la gallina ciega»; en otro, jinetes al galope intentan agarrar el pescuezo de los gansos que cuelgan de una cuerda para retorcérselo; en otro, toda la población participa en la cacería de un toro, que culmina cuando alguien es capaz de acabar con él de una lanzada; en otro, en fin, los lazos vecinales se estrechan durante la tarea colectiva de ejecutar con dardos a un toro. A estas fiestas con martirio y muerte de animales hay que sumar algunos espectáculos de Semana Santa en los que los penitentes se azotan con látigos o participan en la procesión atados a un madero atravesado sobre sus hombros –los empalados–, reinstaurando voluntariamente un suplicio que antes se aplicaba a los delincuentes. El fenómeno de los disciplinantes se revive todos los años en una suerte de autoinmolación simbólica que acompaña a numerosos pasos de Semana Santa. Estos actos, piadosos y crueles a un tiempo, están concebidos para ser contemplados por un público pasivo, que no participa directamente, salvo aquellos que ayudan al penitente a soportar el martirio, masajeando las manos de los empalados o pasándoles un paño por la frente, con lo que se repite ritualmente el gesto de aquella Verónica que enjugó el rostro de Cristo. La mortificación a la que se somete un monje en la soledad de su celda tiene un carácter muy distinto de la exhibición de dolor realizada por los penitentes: la sangre de éstos tiene que ser vista por otros, su gesto de sufrimiento se convierte en algo colectivo, en una imagen de la piedad del grupo. La identificación del sufriente con el Cristo crucificado es tan obvia que resulta casi megalomaníaca. Cuanto más sufres más vales, y quienes acuden a presenciar estos acontecimientos saben valorar la importancia del dolor, que si en parte está encaminado a obtener la salvación propia, también se ofrece a la vista de los demás, convertidos en espectadores y en testigos del pacto implícito con Dios: yo me mortifico y tú me perdonas. Igual que Cristo se sacrificó para salvarnos, el penitente ofrece su dolor en nuestro nombre, sus penas aumentan supuestamente la piedad del espectador, que de esa manera deja de serlo para convertirse en un fiel más, en un partícipe del misterio religioso.
Sin embargo, el dolor, la muerte, el sacrificio de animales y el suplicio, que siguen siendo omnipresentes en la España actual, a menudo no tienen una contrapartida práctica como la salvación; no se trata de la tortura de las gallinas en sus baterías con el fin de aumentar los beneficios; ni de las asépticas, aunque extremadamente crueles, intervenciones a las que se somete a ratas, monos, perros en los laboratorios para obtener un nuevo medicamento o crear un nuevo cosmético, no se trata de la destrucción de un animal para obtener un beneficio –conocimiento, poder, dinero–, tampoco es el sacrificio ritual que se practica en una sociedad primitiva para apaciguar a un dios o para obtener de él un favor, sino de la destrucción gratuita, extática y a ser posible sangrienta de un ser vivo: la recompensa del espectador es únicamente la emoción del momento, relacionada por un lado con el posible peligro para el ejecutor, por otro con el fervor colectivo al participar conjuntamente en un acto tan irrepetible como la muerte o tan intenso como la tortura, y a veces con el placer estético, que sin duda acompaña a una corrida.
Puede entonces que no estuviera escribiendo estas páginas si mi memoria no contuviese esa carga de imágenes y sensaciones, si Los desastres de la guerra y el toro desangrándose en la arena, el ojo seccionado en blanco y negro y el ciego descalabrado, las manos hinchadas de los empalados y las constantes palizas que recibe don Quijote no se hubiesen ido asentando en mi gusto o disgusto estético, en la manera en que al contemplar la realidad tiendo a descubrir en ella lo monstruoso y lo disparatado antes de distinguir lo ordenado y lo sensato. Hábito intelectual y emocional que se refleja en mi literatura y que es indudablemente el motor de este ensayo.

2. Acción y representación

Cualquier lector atento habrá notado que en las páginas anteriores he mezclado dos niveles diferentes: la crueldad como acción real aplicada a un ser vivo y la representación de la crueldad. El acto en sí y su comentario. Es cierto que son cosas muy distintas, pero hay ocasiones en que confluyen.
El acto cruel contenido en una novela o en un cuadro es una representación que por supuesto no puede suponer daño alguno para lo representado; por decirlo con una perogrullada, al Holofernes pintado por Caravaggio no le duele el tremendo tajo con el que Judit separa su cabeza de su tronco. Mientras que el sacrificio de un toro o el puñetazo que recibe un boxeador sí tienen consecuencias directas sobre el bienestar de ambos. Pero a veces la mera representación cruel exige sufrimiento: el del público. La escena del corte del ojo en la película de Buñuel hiere al espectador; éste quisiera desviar la mirada, siente la agresión, sabe que el artista desea que se encoja en el asiento, que sufra. No es una coincidencia, no es un efecto secundario indeseado del arte, sino su objetivo.
Hay casos extremos de crueldad artística en los que la agresión al público exige también el dolor del artista, como los que ofrecen algunas performances: Chris Burden permitió en 1974 que clavaran sus manos al techo de un Volkswagen y ser paseado así por las calles de Venice, California; en 1975 Marina Abramović se grabó la estrella comunista en el vientre con una cuchilla de afeitar durante una de sus dolorosas performances; un año antes había realizado otra en Nápoles durante la cual se presentó rodeada de setenta y dos objetos potencialmente peligrosos, desde un cuchillo a una pistola, ¡cargada!, pasando por una aguja, unas tijeras y un encendedor; el público estaba invitado a hacer con ella lo que deseara, y por supuesto hubo quien le produjo quemaduras, cortes, pinchazos sin que la artista se defendiera, e incluso un espectador intentó que ella misma se disparase en la cabeza, lo que fue impedido por otros espectadores. No son frecuentes los casos tan extremos de confrontación con la crueldad a nivel artístico, tanto por la crueldad en la representación, pues cada uno de los actos violentos era contemplado por numerosas personas que habían acudido allí para asistir a una obra de arte, como por la crueldad del espectador, que deja de serlo al convertirse en invitado a participar en la creación, lo que le pone en contacto con su propio deseo de infligir dolor, legitimado por encontrarse dentro de una obra de arte.1 Lo que me resulta más interesante de la situación creada por Abramović es que reproduce otras latentes, menos explícitas pero igualmente presentes en la literatura cruel: el lector asiste, quizá con una mezcla de rechazo, que puede llevarle a cerrar el libro, y de interés, a un espectáculo cruel, del que es por un lado observador pasivo pero en el que puede participar también activamente mediante la fantasía: ¿quién no ha recreado en la imaginación situaciones dramáticas o violentas, incluso sádicas, que...

Índice

  1. Portada
  2. 1. Una tradición de crueldad
  3. 2. Acción y representación
  4. 3. El poder de la crueldad y la crueldad del poder
  5. 4. La ética de la crueldad
  6. 5. Siete libros crueles
  7. 6. Para concluir, por ahora
  8. Notas
  9. Créditos