El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Oliver Sacks, José Manuel Álvarez Flórez

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El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Oliver Sacks, José Manuel Álvarez Flórez

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El hombre que confundió a su mujer con un sombrero se convirtió inmediatamente en un clásico y consagró a Oliver Sacks como «uno de los grandes escritores clínicos del siglo» ( The New York Times ).

En este libro, Oliver Sacks narra veinte historiales médicos de pacientes perdidos en el mundo extraño y aparentemente irremediable de las enfermedades neurológicas. Se trata de casos de individuos, aquejados por inauditas aberraciones de la percepción que han perdido la memoria, y con ella, la mayor parte de su pasado; que son incapaces de reconocer a sus familiares o los objetos cotidianos; que han sido descartados como retrasados mentales y que, sin embargo, poseen insólitos dones artísticos o científicos. Por extraños que parezcan estos casos, el doctor Sacks los relata con pasión humana y gran talento literario. Son estudios que nos permiten acceder al universo de los enfermos nerviosos y comprender su situación frente a las adversidades. Como gran médico, Oliver Sacks nunca pierde de vista el cometido final de la medicina: «el sujeto humano que sufre y lucha».

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Información

Año
2008
ISBN
9788433928054

Primera parte

Pérdidas

INTRODUCCIÓN

La palabra favorita de la neurología es «déficit», que indica un menoscabo o incapacidad de la función neurológica: pérdida del habla, pérdida del lenguaje, pérdida de la memoria, pérdida de la visión, pérdida de la destreza, pérdida de la identidad y un millar de carencias y pérdidas de funciones (o facultades) específicas. Tenemos para todas estas disfunciones (otro término favorito) palabras negativas de todo género –afonía, afemia, afasia, alexia, apraxia, agnosia, amnesia, ataxia–, una palabra para cada función mental o nerviosa específica de la que los pacientes, por enfermedad, lesión o falta de desarrollo, pueden verse privados parcial o totalmente.
El estudio científico de la relación entre el cerebro y la mente comenzó en 1861, cuando Broca descubrió, en Francia, que las dificultades en el uso significativo del habla, la afasia, seguían inevitablemente a una lesión en una porción determinada del hemisferio izquierdo del cerebro. Esto abrió el camino a la neurología cerebral, y eso permitió, tras varias décadas, «cartografiar» el cerebro humano, adscribir facultades específicas (lingüísticas, intelectuales, perceptuales, etcétera) a «centros» igualmente específicos del cerebro. Hacia finales de siglo se hizo evidente para observadores más agudos (sobre todo Freud en su libro Afasia) que este tipo de cartografía era demasiado simple, que las funciones mentales tenían todas una estructura interna intrincada y debían tener una base fisiológica igualmente compleja. Freud se planteaba esto en relación, sobre todo, con ciertos trastornos del reconocimiento y la percepción para los que acuñó el término «agnosia». En su opinión, para entender plenamente la afasia o la agnosia hacía falta una nueva ciencia, mucho más compleja.
Esa nueva ciencia del cerebro/mente que vislumbrara Freud afloró en la Segunda Guerra Mundial, en Rusia, como creación conjunta de A. R. Luria (y su padre, R. A. Luria), Leontev, Anokhin, Bernstein y otros, que la llamaron «neuropsicología». A. R. Lurio consagró su vida al desarrollo de esta ciencia inmensamente fructífera, ciencia que tardó mucho en llegar a Occidente, considerando su importancia revolucionaria. La expuso, sistemáticamente, en una obra monumental, Funciones corticales superiores en el hombre, y, de una forma completamente distinta, en una biografía o «patografía», en El hombre con un mundo destrozado. Aunque estos libros eran casi perfectos a su manera, había todo un campo que Luria no había tocado siquiera. Funciones corticales superiores en el hombre abordaba sólo las funciones correspondientes al hemisferio izquierdo del cerebro; Zazetsky, sujeto de El hombre con un mundo destrozado, tenía asimismo una lesión enorme en el hemisferio izquierdo... el derecho estaba intacto. De hecho, la historia toda de la neurología y la neuropsicología puede considerarse una historia de la investigación del hemisferio izquierdo.
Un motivo importante de este menosprecio del hemisferio derecho, o «menor», como siempre se le ha llamado, es que si bien resulta fácil demostrar los efectos de lesiones de localización diversa en el lado izquierdo, los síndromes del hemisferio derecho son mucho menos claros. Se consideraba, en general de modo despectivo, que era más «primitivo» que el izquierdo, la flor exclusiva de la evolución humana. Y así es, en cierto modo: el hemisferio izquierdo es más complejo y está más especializado, es una excrecencia muy tardía del cerebro primate, y sobre todo del homínido. Por otra parte, el hemisferio derecho es el que controla las facultades cruciales de reconocimiento de la realidad con que ha de contar todo ser vivo para sobrevivir. El hemisferio izquierdo es como una computadora adosada al cerebro básico del ser humano, está dotado de programas y esquemas; y la neurología clásica se interesaba más por los esquemas que por la realidad, por eso cuando afloraron por fin algunos de los síndromes del hemisferio derecho se consideraron extraños.
Había habido tentativas anteriores (Anton en la década de 1890 y Pötzl en 1928, por ejemplo) de estudiar los síndromes del hemisferio derecho, pero esos intentos habían sido extrañamente ignorados también. En The Working Brain, uno de sus últimos libros, Luria dedicaba una sección, breve pero estimulante, a los síndromes del hemisferio derecho, y concluía:
Estas deficiencias, de las que no se ha hecho aún ningún estudio, nos remiten a uno de los problemas más fundamentales: el del papel del hemisferio derecho en la conciencia directa... El estudio de este campo, de suma importancia, no se ha abordado hasta el momento.... Será objeto de análisis detallado en una serie de artículos específicos... cuyo proceso de publicación ya está en marcha.
Luria escribió finalmente algunos de esos artículos, en los últimos meses de su vida, cuando estaba ya enfermo de muerte. No habría de verlos publicados, ni se publicarían en Rusia. Se los envió a R. L. Gregory, a Inglaterra, quien los publicó en su Diccionario Oxford de la mente.
Se suman aquí dificultades internas y externas. No es que sea difícil sino que es imposible que pacientes con ciertos síndromes del hemisferio derecho perciban sus propios problemas (una peculiar y específica «anosagnosia», utilizando un término de Babinski). Y es sumamente difícil, hasta para el observador más sensible, imaginarse el estado interior, la «situación», de tales pacientes, pues ésta se halla casi inconcebiblemente alejada de todo lo que uno haya podido conocer. Los síndromes del hemisferio izquierdo son, por el contrario, relativamente fáciles de imaginar. Aunque sean tan frecuentes los síndromes de un hemisferio como los del otro (¿por qué no habrían de serlo?) hallaremos un millar de descripciones de los correspondientes al izquierdo en la literatura neurológica y neuropsicológica por cada descripción de un síndrome del derecho. Es como si esos síndromes fuesen, en cierto modo, ajenos al carácter mismo de la neurología. Y sin embargo son, como dice Luria, de fundamental importancia. Y en tal medida que quizás exijan un nuevo tipo de neurología, una ciencia «personalista» o (como le gustaba decir a Luria) «romántica», pues afloran aquí, para que los estudiemos, los fundamentos físicos de la persona, el yo. Luria creía que el mejor modo de introducir una ciencia de este género era a través de un relato, de un historial clínico detallado de un individuo con un trastorno profundo del hemisferio derecho, un historial clínico que fuese al mismo tiempo complementario y opuesto al del «hombre con un mundo destrozado». En una de las últimas cartas que me escribió, me decía: «Publica esos historiales, aunque sólo sean esquemas. Es un campo lleno de prodigios.» He de confesar que a mí me intrigan de un modo especial estos trastornos, pues abren, o prometen, campos apenas imaginados hasta el momento, que nos muestran una neurología y una psicología más abiertas y amplias, emocionantemente distintas a la neurología del pasado, más bien rígida y mecánica.
Así pues, lo que ha atraído mi interés, más que los déficits en un sentido tradicional, han sido los trastornos neurológicos que afectan al yo. Dichos trastornos pueden ser de varios tipos (y no sólo pueden deberse a menoscabos de la función sino también a excesos) y parece razonable considerar por separado las dos categorías. Pero hemos de decir desde el principio que una enfermedad no es nunca una mera pérdida o un mero exceso, que hay siempre una reacción por parte del organismo o individuo afectado para restaurar, reponer, compensar, y para preservar su identidad, por muy extraños que puedan ser los medios; y una parte esencial de nuestro papel como médicos, tan esencial como estudiar el ataque primario al sistema nervioso, es estudiar esos medios e influir en ellos. Ivy McKenzie expuso esto con gran vigor:
Porque ¿qué es lo que constituye una «entidad de enfermedad» o una «nueva enfermedad»? El médico no se ocupa, como el naturalista, de una amplia gama de organismos diversos teóricamente adaptados de un modo común a un entorno común, sino de un solo organismo, el sujeto humano, que lucha por preservar su identidad en circunstancias adversas.
Esta dinámica, esta «lucha por preservar la identidad», por muy extraños que sean los medios o las consecuencias de tal lucha, fue admitida hace mucho en psiquiatría, y, como tantas otras cosas, se asocia sobre todo con la obra de Freud. Así, éste, consideraba los delirios de la paranoia no como algo primario sino como tentativas, aunque descaminadas, de restablecer, de reconstruir un mundo reducido al caos absoluto. Siguiendo exactamente esa tónica, Ivy McKenzie escribió:
La patología fisiológica del síndrome de Parkinson es el estudio de un caos organizado, un caos provocado en primer término por la destrucción de integraciones importantes; y reorganizado sobre una base inestable en el proceso de rehabilitación.
Mientras Despertares era el estudio de un «caos organizado» producido por una enfermedad única aunque multiforme, lo que sigue es una serie de estudios similares de los casos organizados debidos a una gran variedad de enfermedades.
El caso más importante en esta primera sección, «Pérdidas», es, en mi opinión, el de una forma especial de agnosia visual: «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero». Lo considero de vital importancia. Casos como éste ponen en entredicho las bases mismas de uno de los axiomas o supuestos más enraizados de la neurología clásica: en concreto, la idea de que la lesión cerebral, cualquier lesión cerebral, reduce o elimina la «actitud abstracta y categórica» (en expresión de Kurt Goldstein), reduciendo al individuo a lo emotivo y lo concreto. (Hughlings Jackson expuso una tesis muy similar en la década de 1860.) Ahora, en el caso del doctor P., veremos el opuesto mismo de eso: un hombre que ha perdido del todo (aunque sólo en la esfera de lo visual) lo emotivo, lo concreto, lo personal, lo «real»... y ha quedado reducido, digamos, a lo abstracto y categorial, con consecuencias particularmente disparatadas. ¿Qué habrían dicho de esto Hughlings Jackson y Goldstein? He imaginado muchas veces que les pedía que examinaran al doctor P. y luego les decía: «¿Qué me dicen ahora, caballeros?»

1. EL HOMBRE QUE CONFUNDIÓ A SU MUJER

CON UN SOMBRERO
El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue en ella, en relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse ciertos extraños problemas. A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el estudiante hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se multiplicaron, provocando situaciones embarazosas, perplejidad, miedo... y, a veces, situaciones cómicas. Porque el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la tarea de identificar caras, sino que veía caras donde no las había: podía ponerse, afablemente, a lo Magoo, a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse cordialmente a las prominencias talladas del mobiliario y quedarse asombrado de que no contestasen. Al principio todos se habían tomado estos extraños errores como gracias o bromas, incluido el propio doctor P. ¿Acaso no había tenido siempre un sentido del humor un poco raro y cierta tendencia a bromas y paradojas tipo zen? Sus facultades musicales seguían siendo tan asombrosas como siempre; no se sentía mal... nunca en su vida se había sentido mejor; y los errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que difícilmente podían considerarse serios o presagio de algo serio. La idea de que hubiese «algo raro» no afloró hasta unos tres años después, cuando se le diagnosticó diabetes. Sabiendo muy bien que la diabetes le podía afectar a la vista, el doctor P. consultó a un oftalmólogo, que le hizo un cuidadoso historial clínico y un meticuloso examen de los ojos. «No tiene usted nada en la vista», le dijo. «Pero tiene usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no puedo ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo.» Y así, como consecuencia de este consejo, el doctor P. acudió a mí.
Se hizo evidente a los pocos segundos de iniciar mi entrevista con él que no había rastro de demencia en el sentido ordinario del término. Era un hombre muy culto, simpático, hablaba bien, con fluidez, tenía imaginación, sentido del humor. Yo no acababa de entender por qué lo habían mandado a nuestra clínica.
Y sin embargo había algo raro. Me miraba mientras le hablaba, estaba orientado hacia mí, y, no obstante, había algo que no encajaba del todo... era difícil de concretar. Llegué a la conclusión de que me abordaba con los oídos, pero no con los ojos. Éstos, en vez de mirar, de observar, hacia mí, «de fijarse en mí», del modo normal, efectuaban fijaciones súbitas y extrañas (en mi nariz, en mi oreja derecha, bajaban después a la barbilla, luego subían a mi ojo derecho) como si captasen, como si estudiasen incluso, esos elementos individuales, pero sin verme la cara por entero, sus expresiones variables, «a mí», como totalidad. No estoy seguro de que llegase entonces a entender esto plenamente, sólo tenía una sensación inquietante de algo raro, cierto fallo en la relación normal de la mirada y la expresión. Me veía, me registraba, y sin embargo...
–¿Y qué le pasa a usted? –le pregunté por fin.
–A mí me parece que nada –me contestó con una sonrisa–, pero todos me dicen que me pasa algo raro en la vista.
–Pero usted no nota ningún problema en la vista.
–No, directamente no, pero a veces cometo errores.
Salí un momento del despacho para hablar con su esposa. Cuando volví, él estaba sentado junto a la ventana muy tranquilo, atento, escuchando más que mirando afuera.
–Tráfico –dijo–, ruidos callejeros, trenes a lo lejos... componen como una sinfonía, ¿verdad, doctor? ¿Conoce usted Pacific 234 de Honegger?
Qué hombre tan encantador, pensé. ¿Cómo puede tener algo grave? ¿Me permitirá examinarle?
–Sí, claro, doctor Sacks.
Apacigüé mi inquietud, y creo que la suy...

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