Problemas en el paraíso
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Problemas en el paraíso

Del fin de la historia al fin del capitalismo

  1. 280 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Problemas en el paraíso

Del fin de la historia al fin del capitalismo

Descripción del libro

El «paraíso» del título es el capitalismo democrático y liberal que durante décadas se nos ha vendido como el mejor orden social posible, y los «problemas» son, naturalmente, las cadenas de ese fantasma que, a falta de un nombre mejor, desde hace años llamamos crisis económica. Slavoj Žižek acude en nuestra ayuda con su nueva obra, donde, con su estilo lúcido y su inimitable mezcla de erudición y cultura popular, nos ofrece un certero diagnóstico de este momento social y político que condena a los ciudadanos a un papel cada vez más pasivo e impotente. Partiendo de la película homónima de Ernst Lubitsch, Žižek nos propone un análisis en cinco grandes apartados: una diagnosis de las coordenadas básicas del sistema capitalista, tomando como ejemplo el tremendo choque cultural ocurrido en Corea del Sur con la irrupción del mundo digital; una cardiognosis, un «conocimiento del corazón» del sistema a partir de tres personajes que han hurgado en sus rincones más oscuros: Julian Assange, la soldado Chelsea Manning y Edward Snowden; una prognosis, en la que postula rechazar esa falsa dicotomía entre capitalismo liberal y fundamentalismo religioso (que retrata como dos caras de la misma moneda); y una epignosis, donde propone nuevas formas organizativas con las que combatir esas finanzas «creativas» que han convertido la economía en un gigantesco casino en el que no todos pueden jugar. Cierra el libro un apéndice en el que Žižek aborda las recientes luchas emancipadoras (la Primavera Árabe, Grecia, Ucrania) como una revuelta contra el Nuevo Orden Mundial. Žižek, que con su promiscuidad intelectual nos ha enseñado a comprender a Freud o Nietzsche leyéndolos a través de la lente de Tiburón o Mary Poppins, nos invita ahora a reflexionar acerca de nuestra crisis más inmediata a través de Lubitsch y Hegel, de Batman y Lacan, de Chesterton y Kant, en un libro donde la amenidad no está reñida con la profundidad, ni la militancia con la ironía, y donde la contundencia de su voz se impone a los discursos neoliberales y políticamente correctos que pretenden sepultarnos con su palabrería.

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788433964052
ISBN del libro electrónico
9788433937377
Categoría
Literatura

1. DIAGNOSIS

«HORS D’ŒUVRE?»

¿Crisis, qué crisis?
La situación actual de Corea del Sur no puede sino evocar las famosas líneas iniciales de Historia de dos ciudades de Charles Dickens: «... fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación, todo se abría ante nosotros, nada se abría ante nosotros, todos íbamos directamente al Cielo, todos íbamos directamente en dirección contraria.» Así, en Corea del Sur encontramos la máxima eficacia económica, pero con la frenética intensidad del ritmo laboral; el cielo consumista desenfrenado, pero permeado por el infierno de la soledad y la desesperación; abundante riqueza material, pero con la desertización del paisaje; iniciación de las costumbres antiguas, pero con la tasa de suicidio más alta del mundo. Esta ambigüedad radical altera la imagen de Corea del Sur en cuanto imagen del máximo éxito actual. Éxito, sí, pero ¿qué clase de éxito?
El número de Navidad de 2012 de la revista The Spectator se abría con el editorial «¿Por qué 2012 ha sido el mejor año de la historia?», algo que resulta contrario a la percepción de que vivimos en «un mundo cruel y peligroso donde las cosas van mal y empeoran»:
Puede que no se perciba así, pero 2012 ha sido el año más extraordinario en la historia mundial. Puede parecer una afirmación extravagante, pero los datos la corroboran. Nunca ha habido menos hambre, menos enfermedad ni más prosperidad. Occidente sigue en su bache económico, pero casi todos los países en vías de desarrollo progresan rápidamente, y la gente sale de la pobreza a un ritmo como nunca se recuerda. Las víctimas mortales de la guerra y de los desastres naturales felizmente también han sido bajas. Vivimos en una edad de oro.15
La misma idea la desarrolló en detalle Matt Ridley. Aquí tenemos la nota publicitaria para su libro El optimista racional:
El libro, una contundente respuesta al imperante pesimismo de nuestra época, demuestra, por mucho que nos empeñemos en pensar lo contrario, que las cosas están mejorando. Hace diez mil años había menos de 10 millones de personas en el planeta. Hoy en día somos más de seis mil millones, y el 99 % están mejor alimentados, mejor cobijados, más entretenidos y mejor protegidos contra la enfermedad que sus antepasados de la Edad de Piedra. La posibilidad de disponer de casi todo lo que una persona pueda desear o necesitar ha aumentado de manera irregular durante diez mil años y se ha acelerado rápidamente en los últimos doscientos; las calorías; las vitaminas; el agua limpia; la intimidad; los medios para viajar más deprisa que corriendo, y la capacidad para comunicarnos a más distancia de la que nos podemos comunicar a gritos. Y sin embargo, y de una manera sorprendente, por mucho que las cosas mejoren en relación con como estaban antes, la gente sigue aferrándose a la creencia de que el futuro sólo puede ser desastroso.16
Y el libro Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker nos da más de lo mismo. He aquí el texto con que se promociona el libro:
Lo creamos o no, es posible que estemos viviendo la época más pacífica en la existencia de nuestra especie. En su nueva obra, apasionante y polémica, el escritor superventas y colaborador del New York Times, Steven Pinker, nos muestra que, a pesar de las incesantes noticias acerca de guerras, crímenes y terrorismo, en realidad la violencia ha declinado durante largos períodos de la historia. Este ambicioso libro desmiente los mitos acerca de la violencia inherente de la humanidad y el curso de la modernidad, y prosigue la exploración, por parte de Pinker, de la esencia de la naturaleza humana, entremezclando psicología e historia para ofrecer un extraordinario retrato de un mundo cada vez más ilustrado.17
En los medios de comunicación de masas, sobre todo en los países no europeos, a menudo escuchamos una versión más modesta de este optimismo, centrada en la economía: ¿crisis, qué crisis? Fijémonos en los países BRIC, o en Polonia, Corea del Sur, Singapur, Perú, en muchos estados subsaharianos: todos progresan. Los perdedores son tan sólo Europa Occidental y, hasta cierto punto, los Estados Unidos, de manera que no nos enfrentamos a una crisis global, sino sólo a un desplazamiento de la dinámica del progreso, que se aleja de Occidente. ¿Acaso no es un símbolo poderoso de este desplazamiento el hecho de que recientemente muchas personas de Portugal, un país sumido en una crisis profunda, regresen a Mozambique y Angola, antiguas colonias portuguesas, aunque esta vez como inmigrantes económicos, no como colonizadores? Nuestra tan menospreciada crisis apenas es digna de ese nombre si se trata meramente de una crisis local en un cuadro de progreso global. Incluso en relación con los derechos humanos: ¿la situación de China y Rusia no es mejor ahora que hace cincuenta años? Negar la crisis actual como fenómeno global es una idea típicamente eurocentrista, y lo que es más, una idea que procede de los izquierdistas que generalmente se enorgullecen de su antieurocentrismo.
Con muchas salvedades, más o menos podemos aceptar los datos a los que se refieren estos «racionalistas». Sí, hoy en día sin duda vivimos mejor de lo que vivían hace diez mil años nuestros antepasados de la Edad de Piedra, e incluso un prisionero medio de Dachau (el campo de trabajo nazi, no el campo de exterminio, que era Auschwitz) vivía al menos un poquito mejor, probablemente, que un prisionero esclavo de los mongoles. Y así sucesivamente. Pero hay algo que esta historia pasa por alto.
En primer lugar –aquí deberíamos reprimir nuestra alegría anticolonialista– la cuestión que se suscita es: si Europa se halla en una decadencia gradual, ¿qué sustituirá su hegemonía? La respuesta es: «el capitalismo con valores asiáticos» (lo que, naturalmente, nada tiene que ver con el pueblo asiático y todo con la clara y actual tendencia del capitalismo contemporáneo como tal a suspender la democracia). A partir de Marx, la izquierda auténticamente radical nunca fue simplemente «progresista». Siempre estuvo presionada por la cuestión: ¿cuál es el precio del progreso? Marx estaba fascinado por el capitalismo, por la productividad sin precedentes que había desatado; sólo que él insistía en que ese mismísimo éxito engendraba antagonismos. Y deberíamos hacer lo mismo con el progreso del capitalismo global actual: no perder de vista su lado oscuro, que es lo que está fomentando las revueltas.
Lo que todo ello implica es que los conservadores actuales no son realmente conservadores. Al tiempo que suscriben plenamente la autotransformación constante del capitalismo, lo que quieren es que sea más eficaz aportándole algunas instituciones tradicionales (la religión, por ejemplo) que constriñan sus consecuencias destructoras para la vida social y mantengan la cohesión de la sociedad. Hoy en día, un verdadero conservador es aquel que admite plenamente los antagonismos y callejones sin salida de los capitalismos globales, el que rechaza el simple progresismo, el que está atento al lado oscuro del progreso. En este sentido, sólo un izquierdista radical puede ser hoy un auténtico conservador.
La gente no se rebela cuando «las cosas están realmente mal», sino cuando sus expectativas se ven defraudadas. La Revolución Francesa tuvo lugar después de que el rey y los nobles hubieran ido perdiendo durante décadas el control del poder; la revuelta anticomunista de 1956 en Hungría estalló después de que Imre Nagy llevara ya dos años siendo primer ministro, después de algunos debates (relativamente) libres entre intelectuales; la gente se rebeló en Egipto en 2011 porque con Mubarak el país había experimentado cierto progreso económico, lo que había dado lugar a toda una clase de jóvenes cultos que participaban en la cultura digital universal. Y por eso los comunistas chinos tienen razón al sentir pánico: precisamente porque, de media, los chinos viven ahora considerablemente mejor que hace cuarenta años, pero los antagonismos sociales (entre los nuevos ricos y el resto) han estallado, y además las expectativas de la gente son en general mucho más altas. Éste es el problema del desarrollo y el progreso: son siempre irregulares, dan pie a nuevas inestabilidades y antagonismos, generan nuevas expectativas que no pueden satisfacer. En Túnez o Egipto, justo antes de la Primavera Árabe, la mayoría probablemente vivía un poco mejor que hace décadas, pero el nivel con el cual medían su (in)satisfacción era mucho más alto.
Así que, en efecto, el The Spectator, Ridley, Pinker y sus compañeros de viaje en principio tienen razón, pero los mismísimos hechos en los que hacen hincapié crean las condiciones para la revuelta y la rebelión. El error que hay que evitar lo ejemplifica perfectamente esta historia (quizá apócrifa) acerca del economista keynesiano de izquierdas John Galbraith. Antes de un viaje a la Unión Soviética, a finales de la década de 1950, le escribió a su amigo anticomunista Sidney Hook: «¡No te preocupes, no me dejaré seducir por los soviéticos ni regresaré a casa afirmando que han alcanzado el socialismo!» Hook le respondió enseguida: «¡Pero si eso es lo que me preocupa, que vuelvas y afirmes que la Unión Soviética NO es socialista!» Lo que le preocupaba a Hook era la cándida defensa de la pureza del concepto: si las cosas van mal al construir una sociedad socialista, eso no invalida la idea en sí misma, sólo significa que no se ha llevado a cabo como es debido. ¿Detectamos esa misma candidez en los fundamentalistas actuales del mercado? Cuando, durante un reciente debate televisivo en Francia, Guy Sorman afirmó que la democracia y el capitalismo van necesariamente de la mano, no pude resistirme a formular la pregunta evidente: «Pero ¿qué me dice de China?» A lo que me replicó: «¡En China no hay capitalismo!» Para el fanáticamente pro capitalista Sorman, si un país no es democrático, simplemente significa que no es auténticamente capitalista, sino que practica una versión desfigurada del capitalismo, exactamente de la misma manera que, para un comunista democrático, el estalinismo no era una forma auténtica de comunismo. El error subyacente no es la dificultad en identificarlo. Es lo mismo que ocurre con aquel conocido chiste: «Mi novia nunca llega tarde a una cita, porque en el momento en que llega tarde, ya no es mi novia.» Así es como los apologistas actuales del mercado libre explican la crisis de 2008: no fue el fracaso del libre mercado lo que causó la crisis, sino el exceso de regulación estatal; es decir, el hecho de que nuestra economía de mercado no lo es en realidad, sino que todavía está en las garras del Estado del bienestar. Cuando nos atenemos a tal pureza del capitalismo de mercado, achacando sus fracasos a percances fortuitos, acabamos en un progresismo cándido que ignora el enloquecido baile de los opuestos.
Uno de los casos más sorprendentes de este enloquecido baile es, en la esfera económica, la extrañísima coexistencia de un trabajo intenso con la amenaza del desempleo: cuanto más intensamente trabajan los que tienen empleo, más se generaliza la amenaza del paro. La situación actual, por tanto, nos obliga a desplazar el acento de nuestra lectura de El Capital de Marx desde el tema general de la reproducción capitalista hacia, tal como lo expresa Fredric Jameson, «la centralidad estructural básica del desempleo en el texto del propio Capital»: «el desempleo es estructuralmente inseparable de la dinámica de acumulación y extensión que constituye la mismísima naturaleza del capitalismo como tal».18 En lo que es posiblemente el punto extremo de la «unidad de los supuestos» en la esfera económica, es el mismísimo éxito del capitalismo (el aumento de la productividad, etc.) lo que produce el desempleo (cada vez hay un número mayor de trabajadores innecesarios): lo que debería ser una bendición (necesitar a menos gente que haga un trabajo pesado) se convierte en una maldición. De este modo, el mercado mundial es, en relación con esta dinámica inmanente, «un espacio en el que todo el mundo ha sido alguna vez un trabajador productivo, y en el que en todas partes la mano de obra ha comenzado a ser tan cara que está desapareciendo del sistema».19 Es decir, en el actual proceso de globalización capitalista, la categoría de desempleado ha adquirido una nueva cualidad más allá de la noción clásica de «ejército laboral de reserva». Deberíamos considerar, en términos de la categoría del desempleo, «aquellas poblaciones masivas del mundo que, por así decir “han quedado al margen de la historia”, aquellos que han sido deliberadamente excluidos de los proyectos modernizadores del capitalismo del Primer Mundo y se les ha considerado un caso terminal o desesperado»:20 los así llamados «estados fracasados» (Congo, Somalia), víctimas de la hambruna o de los desastres ecológicos, atrapados en «odios étnicos» pseudoarcaicos, objetos de la filantropía y las ONG o (a menudo el mismo pueblo) de la «guerra contra el terrorismo». Así, la categoría de los desempleados debería ampliarse para abarcar la extensísima población de los temporalmente desempleados, los ya no empleables y permanentemente desempleados, los que viven en los suburbios y otros tipos de guetos (todos aquellos a menudo englobados por Marx con la etiqueta de «lumpemproletariado»), y, finalmente, zonas enteras, poblaciones de estados excluidos del proceso capitalista global, como los espacios en blanco de los antiguos mapas. ¿Acaso esta extensión del círculo de los «desempleados» no nos lleva de vuelta de Marx a Hegel: al regreso de la «chusma», que aparece en el mismísimo núcleo de las luchas emancipadoras? Es decir, está recategorización cambia todo el «mapa cognitivo» de la situación: el inerte telón de fondo de la Historia se convierte en un agente potencial de lucha emancipadora.
No obstante, deberíamos añadir tres salvedades al desarrollo de esta idea que hace Jameson. En primer lugar, deberíamos corregir el cuadrado semiótico propuesto por Jameson, cuyos términos son (1) los trabajadores, (2) el ejército de reserva de los (temporalmente) desempleados, (3) los no empleables (de manera permanente), (4) los «ex empleados»,21 pero ahora ya no empleables. ¿No sería más adecuado que este cuarto término fueran los ilegalmente empleados, refiriéndonos a aquellos que trabajan en mercados negros y suburbios en diferentes formas de esclavitud? En segundo lugar, Jameson no pone de relieve que los «excluidos» a menudo están incluidos en el mercado mundial. Tomemos el caso del Congo de nuestros días: detrás de la fachada de las «primitivas pasiones étnicas» que estallan una y otra vez en el «corazón de las tinieblas» de África, es fácil discernir los contornos del capitalismo global. Después de la caída de Mobutu, el Congo ya no existe como estado operativo unido; su parte oriental, en concreto, es la multiplicidad de territorios gobernados por señores de la guerra locales que controlan su territorio con ejércitos que, como norma, incluyen niños drogados. Cada señor de la guerra posee vínculos comerciales con una empresa o corporación extranjera que explota la riqueza –casi toda mineral– de la región. Este acuerdo es aceptado por ambas partes: la corporación obtiene los derechos mineros sin pagar impuestos, etc., y los señores de la guerra se hacen con ese dinero. La ironía es que muchos de esos minerales se utilizan en productos de alta tecnología como ordenadores portátiles y teléfonos móviles. Así que, en resumidas cuentas, olvidémonos de culpar del conflicto a las «costumbres salvajes» de la población local: simplemente eliminemos de la ecuación a las compañías de alta tecnología extranjera y todo el edificio de la «guerra étnica alimentada por antiguas pasiones» se desmorona.22 Y en tercer lugar, la categoría de los «ex empleados» debería complementarse con su opuesto: el desempleado instruido. En la actualidad, hay toda una generación de estudiantes que casi no tiene ninguna posibilidad de encontrar un empleo adecuado, lo que conduce a protestas masivas. La peor manera de resolver esta brecha es subordinar directamente la educación a las exigencias del mercado, aunque sólo sea porque la propia dinámica del mercado deja «obsoleta» la educación proporcionada por las universidades. Estos estudiantes no empleables están destinados a desempeñar un papel organizador clave en los próximos movimientos emancipadores (como ya ha ocurrido en Egipto y en las protestas europeas, desde Grecia al Reino Unido). El cambio radical nunca lo pueden llevar a cabo los pobres por sí solos. La suma de una generación de jóvenes instruidos y no empleables (combinado con una moderna tecnología digital disponible para todo el mundo) ofrece la perspectiva de una situación auténticamente revolucionaria.
Jameson añade aquí otro paso clave (paradójico, pero profundamente justificado): caracteriza este nuevo desempleo estructural como una forma de explotación. Los explotados no son sólo trabajadores que producen plusvalía apropiada por el capital; también son explotados aquellos a los que se impide de manera estructural quedar atrapados en el vórtice capitalista de la mano de obra asalariada y explotada, lo que incluye zonas y países enteros. ¿Cómo hemos de reconsiderar, entonces, el concepto de explotación? Hace falta un cambio radical: en un giro convenientemente dialéctico, la explotación incluye su propia negación: los explotados no son sólo aquellos que producen o «crean», sino también (y todavía más) los que están condenados a no crear. Y en este caso, ¿no volvemos a la estructura del conocido chiste soviético protagonizado por Rabinovitch, un judío que desea emigrar? El burócrata de la oficina de migración le pregunta por qué, y Rabinovitch le contesta: «Tengo dos motivos. El primero es que me da miedo que los comunistas pierdan el poder en la Unión Soviética, y que el nuevo gobierno nos eche la culpa a los judíos de los crímenes comunistas, y volvamos a los pogromos antijudíos...» En ese...

Índice

  1. Portada
  2. INTRODUCCIÓN. ¡Estamos divididos!
  3. 1. DIAGNOSIS. Hors d’oeuvre?
  4. 2. CARDIOGNOSIS. Du jambon cru?
  5. 3. PROGNOSIS. Un faux-filet, peut-être?
  6. 4. EPIGNOSIS. J’ai hâte de vous servir!
  7. APÉNDICE. Nota bene!
  8. Notas
  9. Créditos