Basada en hechos reales
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Basada en hechos reales

  1. 344 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Una tragicomedia descarnada sobre la condición humana y sus miserias, el final del amor, los desengaños vitales y el tiempo que todo lo arrasa.

«Durante casi tres años, no escribí una sola línea», dice la protagonista y narradora. Se llama Delphine, tiene dos hijos a punto de dejar atrás la adolescencia y mantiene una relación sentimental con François, que dirige un programa cultural en la televisión y está de viaje por Estados Unidos rodando un documental. Estos datos biográficos, empezando por el nombre, parecen coincidir difusamente con los de la autora, que con Nada se opone a la noche, su anterior libro, arrasó en Francia y en medio mundo. Si en esa y en alguna otra obra anterior utilizaba los recursos novelescos para abordar una historia real, aquí viste de relato verídico una ficción. ¿O no?

Delphine es una escritora que ha pasado del éxito apabullante que la puso bajo todos los focos al vértigo íntimo de la página en blanco. Y es entonces cuando se cruza en su camino L., una mujer sofisticada y seductora, que trabaja como negra literaria redactando memorias de famosos. Comparten gustos e intiman. L. insiste a su nueva amiga en que debe abandonar el proyecto novelesco sobre la telerrealidad que tiene entre manos y volver a utilizar su propia vida como material literario. Y mientras Delphine recibe unas amenazantes cartas anónimas que la acusan de haberse aprovechado de las historias de su familia para triunfar como escritora, L., con sus crecientes intromisiones, se va adueñando de su vida hasta bordear la vampirización…

Dividida en tres partes encabezadas por citas de Misery y La mitad oscura de Stephen King, Basada en hechos reales es a un tiempo un poderoso thriller psicológico y una sagaz reflexión sobre el papel del escritor en el siglo XXI. Una obra prodigiosa que se mueve entre la realidad y la ficción, entre lo vivido y lo imaginado; un deslumbrante juego de espejos que propone una vuelta de tuerca a un gran tema literario –el doble– y mantiene en vilo al lector hasta la última página.

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788433979612
ISBN del libro electrónico
9788433937308
Categoría
Literatura

I. Seducción

Era como si él fuese el personaje de una narración o de una obra de teatro, un personaje cuya historia no se cuenta como historia, sino que se recrea como ficción.
STEPHEN KING, Misery
Me gustaría relatar cómo entró L. en mi vida, en qué circunstancias, me gustaría describir con precisión el contexto que permitió a L. penetrar en mi esfera privada y, con paciencia, adueñarse de ella. No es tan sencillo. Y en el momento en que escribo esa frase, cómo entró L. en mi vida, calibro lo que tiene de pomposo esa expresión, un tanto trillada, cómo recalca una dramaturgia que no existe aún, esa voluntad de anunciar el viraje o la repercusión. Pero sí, L. entró en mi vida y la desquició profunda, lenta, firme, insidiosamente. L. entró en mi vida como en un escenario de teatro, en mitad de la representación, como si un director de escena se hubiera encargado de que todo se difuminase en derredor para abrirle paso, como si la entrada de L. se hubiera dispuesto para resaltar su importancia, para que en ese momento preciso el espectador y los demás personajes presentes en escena (en este caso, yo) sólo repararan en esa irrupción, para que todo a nuestro alrededor se inmovilizara y su voz llegase hasta el fondo de la sala; en resumidas cuentas, para que produjese su pequeño efecto.
Pero corro demasiado.
Conocí a L. a finales de marzo. En la siguiente aparición, L. transitaba por mi vida como una amiga de muy antiguo, en terreno conocido. En la siguiente aparición, teníamos ya nuestros private jokes, una lengua común hecha de sobrentendidos y de dobles sentidos, de miradas que bastaban para entendernos. Nuestra complicidad se alimentaba de confidencias compartidas, pero también de medias palabras y de comentarios silenciosos. Con la distancia, y vista la violencia que revistió más adelante nuestra relación, podría atreverme a decir que L. entró en mi vida por efracción, con el único objetivo de anexionarse mi territorio, pero eso sería falso.
L. entró como quien no quiere la cosa, con una infinita delicadeza, y pasé con ella momentos de sorprendente complicidad.
La tarde anterior a nuestro encuentro, me esperaban para una sesión de firmas en el Salón del Libro de París. Me reuní allí con mi amigo Olivier, a quien habían invitado a un espacio en directo en el stand de Radio France. Me mezclé con el público para oírlo. Luego compartimos un sándwich en un rincón con Rose, su hija mayor, los tres sentados en la moqueta raída del Salón. Mi firma estaba anunciada para las 14.30, lo cual nos dejaba poco tiempo. Olivier no tardó en decirme que parecía agotada de verdad, me preguntó, inquieto, cómo me manejaba con todo aquello, todo aquello significaba a la vez el haber escrito un libro tan personal, tan íntimo, y que ese libro hubiese alcanzado semejante resonancia, resonancia que yo jamás habría imaginado, él lo sabía, y para la que, por lo tanto, no estaba preparada.
Después, Olivier me ofreció acompañarme y nos encaminamos hacia el stand de mi editor. Pasamos ante una cola densa, apretada, intenté averiguar qué autor se hallaba al otro extremo de la fila, recuerdo haber alzado la vista para descubrir el cartel que nos indicaba su nombre, y Olivier me susurró creo que es para ti. La cola, en efecto, se estiraba a lo lejos, y formaba un recodo hasta el stand donde me esperaba el público.
En otros tiempos, y aun unos meses atrás, aquello me habría llenado de gozo y sin duda de vanidad. Me había pasado horas acechando al posible lector en distintos salones, sentada formalmente tras mi pila de libros, sin que se presentase nadie, conocía ese desasosiego, esa soledad un tanto vergonzante. Ahora me invadía una sensación muy distinta, una suerte de aturdimiento, por un instante llegué a pensar que aquello era demasiado, demasiado para una sola persona, demasiado para mí. Olivier me dijo que allí me dejaba.
Mi libro había aparecido a finales de agosto y hacía meses que iba de ciudad en ciudad, de presentación en firma, de lectura en debate, en librerías, bibliotecas, mediatecas, donde me esperaban cada vez más lectores.
Aquello me subyugaba a veces, esa sensación de haber dado en el clavo, de haber arrastrado conmigo a miles de lectores; esa impresión, sin duda falaz, de que me habían entendido.
Era feliz, estaba colmada, atónita.
Orgullosa, y todavía incrédula.
Había escrito un libro cuyo alcance nunca habría imaginado.
Había escrito un libro cuyo efecto entre mi familia y mi entorno se propagaría en varias oleadas, un libro cuyos efectos colaterales no había previsto, un libro que no tardaría en concitarme apoyos indefectibles pero también falsos aliados, y cuyos efectos retardados se prolongarían durante largo tiempo.
No había imaginado la multiplicación del objeto y sus consecuencias, no había imaginado aquella imagen de mi madre, reproducida cientos y miles de veces, aquella foto aparecida en la sobrecubierta que contribuyó sustancialmente a la propagación del texto, aquella foto que enseguida se disoció de ella y que en lo sucesivo pasó a no ser mi madre sino el personaje de la novela, difuso y difractado.
No había imaginado a los lectores emocionados, intimidados, no había imaginado que algunos llorarían ante mí y lo mucho que me costaría no llorar con ellos.
Aquella primera vez, en Lille, donde una mujer débil y visiblemente extenuada por varias hospitalizaciones me contó que la novela le había infundido esa esperanza loca, descabellada, de que a pesar de su enfermedad, a pesar de lo que había sucedido y que sería irreparable, a pesar de lo que les había infligido, tal vez sus hijos podrían quererla...
Y aquella otra vez, en París, una mañana de domingo, cuando un hombre desmejorado me habló del trastorno mental, de cómo los otros los miraban a él, a ellos, a aquellos que daban tanto miedo que los metían a todos en el mismo saco, bipolares, esquizofrénicos, depresivos, etiquetados como pollos bajo papel de celofán según las tendencias del momento y las portadas de las revistas, y Lucile, mi heroína intocable, los rehabilitaba a todos.
Y otros más, en Estrasburgo, en Nantes, en Montpellier, gente a quien a veces me entraban ganas de abrazar.
Poco a poco, fui creando mal que bien una imperceptible muralla, un cordón sanitario que me permitía continuar, estar allí, mantenerme a la distancia adecuada, un movimiento con el diafragma que bloqueaba el aire a la altura del esternón, formando un minúsculo cojín, un airbag invisible, que luego espiraba progresivamente por la boca, una vez pasado el peligro. De ese modo podía escuchar, hablar, comprender lo que se tejía respecto al libro, ese vaivén que se opera entre el lector y el texto, toda vez que el libro remite al lector, casi siempre –y por una razón que no sé explicar–, a su propia historia. El libro era una suerte de espejo cuya profundidad de campo y cuyo límite ya no me pertenecían.
Pero sabía que tarde o temprano todo aquello me rebasaría, el número, sí, el número de lectores, de comentarios, de invitaciones, el número de librerías visitadas y de horas pasadas en los TGV, y que entonces algo cedería bajo el peso de mis dudas y de mis contradicciones. Sabía que tarde o temprano no podría sustraerme a ello, y que tendría que calibrar la exacta medida de las cosas, por no haberlas asumido.
Aquel sábado, en el Salón, no paré de firmar libros. Venía gente a hablar conmigo y me costaba encontrar las palabras para darles las gracias, contestar a sus preguntas, hallarme a la altura de su espera. Notaba que me temblaba la voz y respiraba con esfuerzo. El airbag ya no funcionaba, me veía incapaz de afrontar la situación. Era permeable. Vulnerable.
A eso de las 6, cerraron la cola colocando una cinta elástica entre dos piquetes, con el fin de disuadir a los recién llegados, obligados por lo tanto a dar media vuelta. A unos metros de mí, oía a los responsables del stand explicar que yo lo dejaba ya, tiene que marcharse, lo deja, lo sentimos, se va.
Una vez acabé de firmar los libros de quienes habían sido designados como últimos de la cola, me entretuve unos minutos hablando con mi editora y con el director comercial. Pensé en el trayecto que me esperaba de allí a la estación, me sentía agotada, habría podido tumbarme en la moqueta y quedarme allí. Estábamos en el stand, de pie, yo de espaldas a los pasillos del Salón y a la mesita donde estaba instalada minutos antes. Una mujer se nos acercó por detrás y me preguntó si podía dedicarle su ejemplar. Me oí decirle que no, así, sin pensármelo. Creo que le expliqué que si firmaba su libro, acudirían otras personas para que reanudase las dedicatorias e inevitablemente volvería a formarse la cola.
Advertí en su mirada que no lo entendía, no podía entenderlo, no quedaba ya nadie alrededor de nosotros, los que no habían tenido suerte se habían dispersado, todo parecía tranquilo y apacible, percibí en su mirada que se decía pero por quién se toma esta gilipollas, que más darán un libro o dos, o acaso no ha venido precisamente a eso, a vender y a firmar libros, no irá encima a quejarse.
Yo no podía decirle señora, lo siento mucho, ya no doy abasto, estoy cansada, no tengo la madera, ni el físico, qué le vamos a hacer, ya sé que otros pueden aguantar horas sin beber ni comer nada, hasta que todo el mundo haya desfilado, haya obtenido satisfacción, auténticos camellos, atletas desde luego, pero yo no, hoy no, no me veo ya capaz de escribir mi nombre, mi nombre es una impostura, una mistificación, créame, mi nombre en ese libro no tiene más valor que una mierda de paloma que hubiera caído desafortunadamente en la página de guarda.
No podía decirle si le firmo el libro, señora, me partiré en dos, eso es exactamente lo que pasará, se lo advierto, aléjese, manténgase a distancia, si no el minúsculo hilo que une las dos mitades de mi persona se romperá y entonces me pondré a llorar y tal vez a gritar, y eso puede resultar muy embarazoso para todos nosotros.
Abandoné el salón, ignorando el remordimiento que comenzaba a asaltarme.
Tomé el metro en la Porte de Versailles, el tren estaba abarrotado, aun así pude sentarme. Con la nariz pegada al cristal, empecé a representarme de nuevo aquella escena, que me vino a la mente una y otra vez. Me había negado a firmarle el libro a aquella mujer, cuando yo estaba allí, conversando. No podía creérmelo. Me sentía culpable, ridícula, avergonzada.
Escribo esa escena, hoy, con toda la fatiga y sobrecarga que contiene, porque estoy casi segura de que, de no haber sucedido, no habría conocido a L.
L. no habría hallado en mí ese terreno tan frágil, tan fluctuante, tan quebradizo.
De niña, lloraba el día de mi cumpleaños. En el momento en que los invitados reunidos arrancaban con la tradicional canción cuya letra es manifiestamente idéntica en todas las familias que conozco, mientras avanzaba hacia mí el pastel rematado con unas velas, prorrumpía en sollozos.
Esa atención centrada en mi persona, esas miradas brillantes que convergían en mí, esa emoción colectiva, me resultaban insoportables.
Nada tenía que ver aquello con el placer real que por otra parte me causaba que se celebrase una fiesta en mi honor, en nada empañaba mi alegría de recibir regalos, pero se originaba en aquel momento preciso una especie de efecto Larsen, como si en respuesta a ese ruido colectivo emitido de cara a mí, yo tan sólo pudiera producir otro ruido, más agudo aún, una frecuencia inaudible y desastrosa. Ignoro hasta qué edad se repitió aquella escena (la impaciencia, la tensión, la alegría, y yo, frente a los demás, de golpe moqueante y aterrada), pero conservo un recuerdo preciso de la sensación que me inundaba entonces, que cumplas muchos años y que estas velas te traigan la felicidad, y de las ganas de salir corriendo. Una vez, cuando tendría unos ocho años, me escapé.
En la época en que se celebraban los cumpleaños en clase (en párvulos), recuerdo que mi madre tuvo que escribir una nota a la maestra para pedirle que no se celebrara el mío, nota que me leyó en voz alta para que me enterase antes de introducirla en el sobre, y en la que figuraba el adjetivo emotiva, cuyo significado yo ignoraba. No me atreví a preguntárselo, consciente de que el hecho de escribir a la maestra implicaba ya una actuación excepcional, un esfuerzo, con el que se pretendía obtener de mi maestra una actuación no menos inhabitual, un privilegio, en resumidas cuentas un trato de favor. A decir verdad, durante mucho tiempo pensé que la palabra emotivo tenía que ver con la cantidad de vocabulario que poseía un individuo: yo era una niña e-mot-iva,1 a quien por lo tanto le faltaban palabras, lo cual explicaba, al parecer, mi ineptitud para celebrar mi cumpleaños en colectividad. Eso me hizo comprender que para vivir en sociedad había que armarse con palabras, no dudar en multiplicarlas, diversificarlas, captar sus más ínfimos matices. El vocabulario adquirido de ese modo creaba poco a poco una coraza, espesa y fibrosa, que permitía desenvolverse en el mundo, despierta y confiada. Pero seguía desconociendo tantas palabras...
Más adelante, en primaria, cuando hube de rellenar la ficha de comienzo de curso, seguí falseando mi fecha de nacimiento, desplazada unos meses al corazón de las vacaciones de verano, como medida de precaución.
Asimismo, en la cantina o en casas de amigos, me tragué u oculté en más de una ocasión (y hasta que fui mayor) el haba que había descubierto aterrorizada en mi trozo de roscón de reyes. Anunciar mi victoria o ser objeto durante unos segundos, y aun unos minutos, de la atención general me resultaba imposible. Por no hablar de los décimos de lotería premiados, que de inmediato arrugaba o rompía para no tener que dejarme ver yendo a cobrar el premio; llegué a renunciar, cuando estaba en el último curso de primaria, a un bono de compra por valor de cien francos en las galerías Lafayette, durante las fiestas de fin de año. Recuerdo haber calculado la distancia que me separaba de la tarima –había que alcanzarla sin tropezar, con expresión natural relajada, y subir unos escalones y dar las gracias a la directora del colegio– y haber llegado a la conclusión de que la cosa no merecía la pena.
Hallarme en el centro, siquiera un instante, soportar varias miradas a la vez, era algo para mí imposible.
Fui una niña y una muchacha muy tímida, pero hasta donde alcanza mi recuerdo, ese hándicap se manifestaba sobre todo ante un grupo (es decir, cuando me enfrent...

Índice

  1. Portada
  2. I. Seducción
  3. II. Depresión
  4. III. Traición
  5. Notas
  6. Créditos