Farándula
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Farándula

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Farándula

Descripción del libro

Valeria Falcón es una actriz de cierta notoriedad que cada jueves visita a una vieja gloria del teatro, Ana Urrutia. La Urrutia padece el síndrome de Diógenes y no tiene dónde caerse muerta. Su ocaso se solapa con la eclosión de un capullo en flor, Natalia de Miguel, una joven aspirante que enamora al cínico Lorenzo Lucas, álter ego de Addison DeWitt. Nadie tendrá derecho a destrozar la felicidad de Natalia de Miguel, una chica muy delgada que en pantalla da gordita. Por su parte, el ganador de la copa Volpi, Daniel Valls, confronta su éxito, su dinero y su glamour con la posibilidad de su compromiso político. A menudo llega a una conclusión: «Soy un débil mental.» Charlotte Saint-Clair, su esposa, lo cuida como una geisha y odia a Valeria, gran amiga de Daniel. Un ictus, el montaje teatral de Eva al desnudo y la firma de un manifiesto descubrirán al lector:

Una historia sobre el miedo a perder un sitio. El sitio. Sobre la resistencia a la metamorfosis y la conveniencia –o no– de la metamorfosis. Sobre qué significa hoy ser reaccionario. Sobre los cambios de lenguaje que reflejan cambios en el mundo. Y sobre los cambios de lenguaje que no reflejan nada. Sobre las pompas de jabón, el desprestigio de la cultura y la posibilidad del arte de intervenir en la realidad. Sobre la devaluación de la imagen pública del artista. Y su precariedad. Sobre la contradicción entre glamour y compromiso. Sobre el público. Sobre el relevo generacional y el envejecimiento. Sobre la escritura como acto de mezquindad. Sobre los actores ricos que firman manifiestos y los actores pobres que no firman nada porque nadie los tiene en cuenta. Sobre la paradoja de que sólo cuando alguien es anónimo empieza a servir para algo en su comunidad. Sobre la caridad como mal y las galas de beneficencia como bucle reproductor de la injusticia. Sobre la predicación con el ejemplo. Sobre si se puede luchar contra el sistema desde el sistema. Sobre Angelina Jolie. Sobre la mise en abyme del teatro y el cine dentro del cine. Sobre la diferencia que existe entre decir «Es gente» o «Somos gente». Sobre el plural, el singular y la utilidad de la escritura.

Marta Sanz no se parece a ningún otro escritor de este país. Utiliza la risa como herramienta de diagnóstico. Un texto borde, divertido, triste, puntiagudo, urgente. Es farándula.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788433936615
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

Tarántula

I

NATALIA DE MIGUEL EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Después de soportar una cola de varias horas, Lorenzo y Natalia por fin franquearon los umbrales y arcos de seguridad de los estudios donde ella iba a hacer una prueba para formar parte del elenco de un reality. «¿Elenco?», preguntó Lorenzo Lucas con un escepticismo que parecía la joroba de un dromedario. «Sí, elenco», respondió Natalia vocalizando perfectamente cada sílaba. «Ahora los realities tienen elencos porque en realidad son fakes de realities y son una forma de darse a conocer.» Lorenzo se admiró de la perspicacia de su niña y puso cara de mono –ojos tapados, boca tapada, orejas tapadas– que no sabe hablar inglés. Ella se justificaba como si hablase con su papi. Entonces Lorenzo repetía: «¿Elenco?» No es que padeciera Alzheimer, sino que había cosas que le divertían muchísimo. Natalia añadió: «Y se gana mucha pasta.» El rubor de la joven despertaba la ternura del baqueteado actor de La Elipa: «No sé a lo que tú le llamarás mucha pasta, mi niña, pero la pasta es una razón tan buena como cualquier otra para decidirse a hacer algo.»
Lorenzo acompañaba a Natalia por curiosidad. Y por ella. Ella se dejaba. Acompañar. Incluso estaba dispuesta a dejarse hacer más cosas. Cuando Lorenzo estaba a su lado, Natalia vivía el espejismo de equivocarse menos que de costumbre. Se sentía halagada y se esforzaba en enfocar con otros ojos a su acompañante a ver si abandonaba sus impulsos onanistas, su nosce te ipsum, y le venían esas ganas de follar que empezaban a parecerle imprescindibles. Lorenzo conservaba cierta apostura matizada por la mala vida. Hombre atractivo. Bebedor. De los que a las mujeres les gusta redimir. Ave María. «Especialmente a las mujeres tontas del culo», le dijo Valeria a Natalia en un aparte en los días previos a su pelotera del ensayo. Pero Lucas, quien por otra parte no le caía tan mal a Valeria Falcón, no era cualquier mindundi: «La dignidad sólo se pierde cuando no se cobra.» A veces cuando Lorenzo lanzaba sus sentencias, a Natalia se le venía a la garganta, como un eructito, como el dinero que sale de la rendija del cajero automático, la palabra «Amén».
La pareja se sentó en una sala de espera llena de candidatos. Estaban en mitad del país de las maravillas: muchachas de pelo rosa y tetas de cucurucho de castañas, enanos, cabezas rapadas y brillantes, chupas con tachuelas, piercings, cantantes que hacían gorgoritos de baladista bostoniana, un conejo blanco vestido con traje de tweed, labios inflados con inflador de colchoneta, chinos guapos, zapatos limpios, adolescentes con pelusilla en el bigote y mujeres barbudas que, de pronto, se devaluaron porque una mujer con barba ganó el festival de Eurovisión, el sombrerero loco que adora el té de Ceilán, bailarinas de ballet, hombres con el torso depilado y camiseta de rejilla, tragadores de fuego, muelas de oro e incisivos enjoyados con esmeraldas de las que salen en las máquinas de bolas, brazos con tatuajes de ideogramas, niños prodigio que cantan, que bailan, que dan consejos a familias en crisis, que preparan esferificaciones de patata y raviolis de gamba, la reina de corazones, parada de los monstruos y Natalia de Miguel, mareada, confusa, a punto de levantarse y salir corriendo. Tal vez estaba esperando que Lorenzo Lucas le volviese a decir: «Esto no es obligatorio, mi niña.» Pero él, señalando con la vista ese mundo artificial que, como el moho en la piel de los limones, proliferaba a su alrededor, sólo dijo: «¿Tú crees que esto es nuevo?» Natalia levantó los hombros. «Todo esto es más viejo que la tana, mi niña.»
Entonces, se abrió una puerta. Un secretario muy afeminado –eso le pareció a Lorenzo Lucas, un auténtico tiarrón, que toleraba mal la ambigüedad, las sirenitas y a David Bowie– pronunció el nombre y los dos apellidos de Natalia: «¿Natalia de Miguel Matute?, ¿Natalia de Miguel Matute?» Ella le apretó la mano, se levantó y se encaminó hacia el secretario homosexual –«Maricón perdido», rumió Lorenzo con cara de sátiro–. Candidata y secretario desaparecieron detrás de la puerta que se acababa de abrir. Cuando la cerraron tras ellos, la puerta se hizo chiquitita y Lorenzo Lucas juraría que, en cuestión de segundos, había desaparecido.
Escarbó en sus recuerdos para matar el tiempo. Volvió a ese periodo en que él, como hoy esta niña, también padecía la enfermedad de sus veinte años: «Tenía veinte años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida.» Entonces. Como Paul Nizan en Aden Arabia. Lorenzo, una combinación de macarra y hombre leído, volvió a la época de su vida en que se lo creía todo y pensaba ingenuamente que sus fuerzas carecían de límites. Que cualquier triunfo resultaba del ejercicio de la persistencia y la voluntad. De la férrea vocación que acompaña al talento verdadero: una parte de ese talento se llama fortaleza. La fortaleza y el talento no son cosas separadas. No se relacionan a través de la antinomia, sino que la una forma parte del otro. «¿Lo entiendes, Natalí?» «Sí, sí, sí», replicaba ella relacionando las enseñanzas de su nuevo prescriptor con los textos filosóficos que le había pasado, como si fuesen morfina o estupefacientes –«Sustancias», dirían ahora en los programas de cotilleo–, su amiga Verónica Soler.
A los veinte años, en las clases de expresión corporal, también Lorenzo Lucas, ataviado con mallas negras, creía que su cuerpo había adoptado la forma de un águila que batía sus alas sobrevolando campos, cerros y caminitos verdes. Ojo avizor. A la caza del ratoncillo o del cordero lechal. Lorenzo batía las alas delante de los espejos del gimnasio creyéndose llamado y elegido. Una voz, como aire, vibraba contra las cuerdas de su tímpano y producía música de arpa o de flauta dulce. Le susurraba. «Se puede ser un payaso...» Pausa. «... Y a la vez ser muy hombre.» Pausa. «Píntate la cara, píntate la cara, píntate la cara.» Pausa. «No hay actor pequeño, sino papeles grandes.» Silencio. «No hay papeles grandes, sino actores pequeños.» Carraspeo. «No hay actores grandes, sino pequeños papeles.» Tos. «¡Haz mimo en la calle! ¡Haz mimo en la calle!»... Hizo mimo en la calle y colaboró con esos artistas entusiastas que utilizaban el teatro como instrumento educativo y herramienta de concienciación política. Trabajó gratis en los barrios obreros porque admiraba a aquellos actores que estrechaban el nudo entre cultura y pedagogía. Adolfo Villaseca, alias Fito, y su mujer, Mariana Galán, alias Mari, en su pisito de cincuenta metros de Carabanchel bajo, hacían planes para estrenar obras prohibidas de autores que levantaban suspicacias en los responsables de cultura del Régimen. Natalia no tenía ni idea de lo que era el Régimen. Alpiste para bajar el colesterol. No comer fresas de noche para evitar transformarse en monstruo, en mujer celulítica, retenedora de líquidos que acumula transparentes bolsas de agua en las cartucheras. Lorenzo se acuerda de Mariana, de pie en la cocina, hablando de la vigencia de Ibsen –«Diga lo que diga el tarado de Strindberg, ¿tú has leído a Strindberg, Lorencito? ¡Pues ni se te ocurra!», apostillaba Adolfo– mientras lavaba hojas de acelga o batía un huevo para empanar unas pechugas. Allí, en el pisito, hasta las tantas. Siempre rodeados de muchísima gente. Con muchísimos proyectos. A la cuarta pregunta.
Eran los años en que a Lorenzo no le avergonzaba ser un saltimbanqui. Mientras saltimbanqueaba, picaba flores: Larissa, Montse, Aurorita, Rita, Sofi, Soledad... Y Ana Urrutia, que entonces ya debía de haber cumplido los cincuenta. Lorenzo creyó que se acostaba con la gran dama del teatro por fascinación. Lo más probable es que no le quedase otro remedio y que, en el ingenuo ejercicio de su libertad, no tuviese escapatoria. Desde la perspectiva actual, le gustaba verse así: como un muchacho, un conejillo acorralado contra la pared de la cocina que está a punto de ser desnucado por la cocinera. «Pobre chaval», decía Lorenzo recordándose de joven. A lo mejor ahora a Natalia le ocurriría lo mismo con él. Esa posibilidad no le generaba ni un poquito de mala conciencia a un caballero que, al evocar sus amores con la Urrutia, cruzaba por detrás el corazón sobre el índice: «Lagarto, lagarto», «Haberlas, haylas».
Ana Urrutia, eficiente Mae West, lanzó su lengua de serpiente contra la campanilla del Cary Grant –¿o era Gary Cooper?– de turno y Lorenzo Lucas sufrió otra de esas epifanías que le llegaban como ataques epilépticos: demolió el tópico de la felicidad de estar en brazos de la mujer madura, de la destreza de esa hembra experimentada y arrulladora que ronronea mientras instruye a un varón bisoño e impaciente. «¿Gallina vieja hace buen caldo?» Demasiado grasiento, hueso sin chicha, pellejo, blandura triste y gravitatoria, babosas suavidades. Lorenzo Lucas se preguntaba por qué nos quieren convencer de mentiras que hacen de nosotros seres patéticos: viejas arregladas con aderezos de adolescente, efebos que conservan su virginidad para un cuerpo sostenido por las prótesis. Lorenzo preveía darle rigurosas instrucciones a su hijita: «Fóllatelo todo a los diecisiete, mi amor. Y nunca, nunca, te pongas en la situación de darle asco a nadie.» Después haría una pausa dramática para añadir: «¿Me has entendido, princesa?» Su Leire le respondería: «Sí, papá. ¡Soy tan feliz!», mientras una sonrisa le estiraba las comisuras de la boca por la que empezaba a escurrir un casi imperceptible hilillo sanguinolento. El amor de padre de Lorenzo Lucas no había podido olvidar que Ana se comportaba como una mala bestia y, más que proporcionarle placer, le hacía muchísimo daño, aunque él ya hubiera sido operado de fimosis de chiquitín. Le hacía daño en el prepucio, pero también en el escroto. «Qué burra.» Y su olor no era bueno. El joven Lucas llegó incluso a cogerle manía a encamarse con una mujer. Prevención. Escozor. Ladillas. Avidez. Prisa. Mordisco. Restregón. Sequedad. Baba. Aburrimiento. Repetición. Mecano-tubo. Uno del derecho y otro del revés. Oscuro aliento de la noche. Hemorroide. Muerte.
Mientras lo desasnaba escribiendo la primera línea de su repertorio de desencantos, la espesa Urrutia se lo comió crudo. Le quitó la tontería de golpe. Lo condujo por bares donde Lorenzo conoció, sobre todo, a gente retorcida y cínica; el teatro no era misticismo por mucho que otro se metiera dentro de tu cuerpo y tú anduvieses buscándole entre la fronda, la flor y la espesura: «Dejémonos ya del cuento de los orígenes, coño, ni villancico, ni niño Jesús, ni Elche y el misteri, ni hostias...», bramaba la Urrutia cuando el whisky le calentaba el morro. En el teatro no se comulgaba ni con Dios padre ni con el público; no era esquizofrenia ni casa de locos ni herramienta –hoz, martillo, destornillador, alcayata– para transformar la realidad. El teatro eran los empresarios, la taquilla y escribir «por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron, / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto». Ana Urrutia recitaba los versos de Lope a dúo con el peor de los hombres. El más egoísta y soberbio. Al que todos los parroquianos noctámbulos, conocedores de su mal carácter, temían molestar. El innombrable. Otra vez, Lorenzo cruzaba los dedos a escondidas: «Lagarto, lagarto.» Después, adivinando en el claroscuro de los clubes la silueta de Ana y de su amigo, concluía su razonamiento: «Dios los cría...»
El teatro era lo chabacano, lo superficial, lo soez. «¿Tú sabes lo que es la farándula, nene?», le preguntaba Ana Urrutia con sus ojos felinos anubarrados por el humo, turbios de ginebra o whisky. «¿Lo sabes, eh?» Lorenzo prefería que Ana rematase su juego de palabras por sí sola: «La farándula. La farándula es la síntesis de faralaes y tarántula.» La espesa hablaba como la mejor alumna de un colegio de monjas que responde mecánica y disciplinadamente al interrogatorio de la madre superiora. Luego, venían la pedorreta y la carcajada: «No te olvides, nene. Faralaes y tarántula. Ahí estamos.» Golpe en la mesa de madera con el borde de una durísima uña pintada de color coral: la misma uña con la que la Urrutia después desgarraría los huecos intercostales y los agujeros de la nariz del joven Lorenzo Lucas. «¿O eras Lucas Lorenzo?», le preguntaba la mujer con su lengua de crótalo después de haber hecho de él lo que había querido.
Desde que frecuentaba a la espesa Ana, Lorenzo Lucas empezó a contar entre los galanes. De repente, el actor bisoño experimentó otra de sus epifanías. Una que no le gustó nada: todo lo que había despreciado durante mucho tiempo ahora no le parecía mal. Vio cómo se hacía tolerante con actores que aceptaban papeles ridículos o que trabajaban con directores de poco talento. Vio que ya no le parecía pecaminoso montar espectáculos entretenidos que no nacieran de la vocación de hacer pensar al público. Vio que el teatro burgués no era absolutamente repugnante y entendió la dignidad que implicaba colocarse una estola de visón sobre las clavículas para asistir a un estreno. Llevar binoculares. Vestirse de domingo. Comprar una entrada de palco para exhibirse en la pequeña capital de provincias. Lorenzo Lucas comprobó que el nuevo tamaño de su manga –anchaera la consecuencia de la posición que empezaba a ocupar en el mundillo teatral. Su benevolencia hacia los otros era benevolencia –incluso complacencia– hacia sí mismo. Y se dio un asco terrible que aún conservaba enquistado en algún lugar de su anatomía. No quiso ir a mirarse en los ojos de Adolfo o de Mari, que en su pisito de Carabanchel seguiría memorizando el papel de Nora mientras redondeaba croquetas de pollo. Porque ellos sabían muy bien de qué iba todo este tinglado. Lo que era la supervivencia. Ni Adolfo ni Mariana le habían hecho jamás ningún reproche y, cuando aún se los encontraba en algún estreno, siempre lo trataban con cordialidad. Incluso con cariño. Lorenzo quería muchísimo a Fito y a Mari. De la Urrutia nunca quiso saber nada más. Ni siquiera en las circunstancias actuales, la Falcón, admirable conservadora de las santas esencias, taxidermista y catedrática del verdadero teatro –léase en letras mayúsculas–, depurada discípula de la espesa, que no podía ni imaginar el nivel de depravación intelectual y física de su sacrosanta mentora –pobre, pobre mujer, Valeria Falcón–, se había atrevido a mencionársela.
En la sala de espera del canal de televisión en el que Natalia de Miguel estaba superando con éxito un casting, Lorenzo tragó saliva y cabeceó como si acabase de engullir una cucharada de petróleo. De sus labios salió una onomatopeya de disgusto. Por un instante, se convirtió en el centro de atención de los niños cabezones, las mujeres tetudas y los muchachos que declamaban parlamentos, hostiles a su inteligencia, sin cerrar la boca.
Cuando Natalia volvió a salir mágicamente por la misma puerta por la que había entrado, caminaba sobre un colchón de plumas de ganso y oca, y ya formaba parte del elenco. «Soy la princesa», le dijo a Lorenzo, que pudo visualizarla con miriñaque en medio de un bosque rodeada de flores y de pajaritos que le sujetaban la cola del vestido.
Menos mal que aún quedaban motivos para la felicidad.
AUNQUE LO PINTES DE ROSA
Álex Grande había leído un texto escrito por George Clooney donde el actor hacía hincapié en un pensamiento que, en fin, por muy generosos que nos pongamos o por muy benevolentes que queramos ser, porque admiramos a George más que nada por su gesto pícaro y por su capacidad para afearse en las películas, un pensamiento que, digámoslo sin tapujos, no se caracterizaba por ser especialmente original. Escribía George Clooney –es una paráfrasis–: los grandes hombres se muestran verdaderamente como tales en las situaciones difíciles; en esos momentos terribles de la Historia en que quizá uno renuncia a comer para alimentar a unos desamparados huérfanos o acaba en el potro de tortura por no delatar a una vecina que efectivamente es bruja. Eso venía a decir George, que mostraba su propio valor, igual que la Jolie, preparándose la mochila para viajar ni corto ni perezoso hacia Sudán del Sur o lubrificándose las muñecas antes de salir de casa porque sabía que hoy le iban a esposar a las puertas del congreso. «Payaso», pensaba Álex, que aquel día no tenía el cuerpo para heroicidades ni para primeros planos. Estaba en el teatro aguardando la llegada de Eusebio, el eléctrico, el iluminador, el Storaro, el Almendros o el Alcaine de su Eva al desnudo, y a Alfonso Alfaro, responsable de sonido. Tenía un recado que transmitirles de parte de otros y debía transmitirlo como si el recado fuera suyo. Álex, Eusebio y Alfonso tenían que hablar. Y Álex Grande no quería anticiparse a ese momento y prefería entretenerse con otras cosas. No lo conseguía del todo.
Imaginaba que, cuando George Clooney escribió esa sentencia tan manida y publicitaria –«Comprensible hasta para los más bobos» era la definición de Grande para el término «publicitario», pese a que ahora hacían anuncios que no entendían ni los doctores en Literatura por la Universidad de Princeton–, estaría rememorando momentos culminantes de la Historia de la humanidad. Un, dos, tres, responda otra vez: el desembarco de Normandía, el cerco de Saladino a Jerusalén, la toma de la Bastilla... O cualquier otro hito espectacular rodado por Griffith, Spielberg o incluso Ridley Scott. George Clooney, un tipo inteligente y muy demócrata, en su libro aludía a la época del senador McCarthy, un periodo negro que no nos habían contado aún con suficiente exhaustividad, objetividad, rigor, complejidad o compromiso en las películas. «No, aún no se ha contado lo suficiente: lo digo muy en serio», reflexionaba Grande. Clooney ponía en valor el coraje de esas gentes del espectáculo que resplandecieron frente a otros a los que por chivatos, por cobardes, por fascistas y por hijos de puta –«Para qué andarse con eufemismos», se justificó Álex por lo soez de su vocabulario–, de golpe, el glamour se les deshizo en una lluvia de purpurina, confeti y eau de cheeseburger. Incluso cuando lo llamaba «Payaso» y con ese apelativo constataba que no tenía un buen día, Álex valoraba el hecho de que George escribiera y dirigiera películas y no se conformase con ser un cara guapa que lucía bien la pajarita y el esmoquin en el photocall. A Álex se le vino Lorenzo Lucas a la cabeza: «Si ése hubiera nacido en New Jersey otro gallo le habría cantado...» Frente a la patulea de oligofrénicos con los que Grande había tenido que lidiar en su profesión, Lorenzo Lucas era otra cosita, aunque ahora estaba irreconocible ejerciendo de sapo verde y rijoso de una princesa lela. Álex lo veía todo negro y eso era algo que hoy no se podía permitir. Tan mal estaba que incluso recordó las palabras de Orson Welles: «Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas. Somos pocos quienes no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado nombres de otras personas.» Salvar sus piscinas, salvar sus mansiones, salvar un piso en la plaza de los Vosgos. Pero el caso de Álex y del resto de los miembros de la compañía reducía el miedo a la defensa de lo minúsculo: el pisito de cincuenta metros, la cesta de la compra, quién sabe si una semana de vacaciones en la playa. Le entró la duda sobre si el miedo a cambiar se agrandaba o se achicaba en proporción al tamaño de lo que se pudiera perder. Álex miró su reloj, Alfonso Alfaro y Eusebio debían de estar a punto de llegar. Se le agrió en la boca la leche del desayuno. «Y eso que la compro sin lactosa.»
A Álex George Clooney le parecía un personaje controvertido y, desde luego, no estaba de acuerdo con el axioma del actor sobre las condiciones óptimas para hacer relumbrar la idiosincrasia del héroe. Álex proponía otro pensamiento que tampoco era particularmente original pero que acaso sintonizaba mejor con el espíritu de la época. El pensamiento de Álex Grande aparecía ante los ojos del público después de que él hubiera pasado la palma abierta de la mano por delante de sus propios ojos como si mostrase el fabuloso cartel de una gran producción de Broadway –casi todos sus referentes estaban ahí, para qué nos vamos a engañar–. A saber: para Álex, los hombres verdaderamente grandes dejaban ver la magnitud de su grandeza en esos tiempos en los que no pasaba nada. En esos tiempos en los que era muy difícil adoptar un comportamiento épico o una norma de conducta capaz de romper con lo establecido. Ahí es donde a los hombres –«Por supuesto también las mujeres», matizó Grande entre las bambalinas de su corazón políticamente correcto y floridamente polite– les crece de pronto la mata de pelo en el pecho. La heroicidad habita en la mediocritas. En la grisalla. En las inercias. Álex se mordió la uña del meñique y encontró el quid de la cuestión: lo difícil es detectar cuándo los tiempos no son buenos. Cuándo la normalidad no es normal y existen razones para coger el caballo alado y cortar la cabeza de una Medusa siem...

Índice

  1. Portada
  2. Faralaes
  3. Tarántula
  4. La Falconcita
  5. Créditos