Capítulo 1
A modo de introducción
Denominamos al movimiento talibán de los años noventa (hasta su caída en noviembre de 2001) como “talibán 1.0”, y al movimiento y Gobierno actual como “talibán 2.0”. Una tarea esencial será ir analizando las diferencias de contenido y práctica entre uno y otro, pero esto tomará tiempo. Quien se precipite en hacerlo, se equivocará.
El término “mudjahidin” es el plural del término mudjahid, el que lucha en la yihad (o guerra santa) y está dispuesto al martirio.
El término “talib” en singular, “talibán” en plural, se refiere a los “estudiantes religiosos” de las madrassas (escuelas teológicas). Nótese que cerca de diez de los ministros de este primer Gobierno talibán actual (2021) estudiaron en la misma madraza de nombre Haqqania, casi en el límite fronterizo entre Pakistán y Afganistán, no lejos de la ciudad de Peshawar.
¿Se puede escribir un libro sobre Afganistán?
En teoría, se puede, será difícil o muy difícil, pero es posible. Lo que sucede es que cuanto más entra uno en el tema de Afganistán, y más compleja se vuelve la investigación, al final te quedas con lo que has encontrado e intentas ordenarlo para hacerlo inteligible. Si alguien quiere llegar a tener un atisbo de lo complicado que resulta comprender el mundo actual, puede echar una mirada a Afganistán. Es también un aviso para los que creen (sobre todo, muchos tertulianos y opinadores) tener un diagnóstico claro y conciso sobre el asunto. Pero ¿se debe escribir sobre Afganistán? Es una pregunta razonable, porque uno nunca acaba de saber con exactitud para quién escribe. En realidad suele hacerse para ordenar las propias ideas, y en mi caso, las relativas a mis varias vivencias en Afganistán y Asia Central. Siempre con el deseo de hacer entender algo, de la forma más asequible posible, a un público no necesariamente especializado.
Guerras perdidas que no se podían ganar
La imparable progresión territorial de los talibán por todo Afganistán en las semanas anteriores a la caída de Kabul, en agosto de 2021, subrayada por la pérdida de la ciudad clave de Kunduz a primeros de ese mismo mes, en la frontera norte del país, entró en su capítulo final. Podía tardar más o menos, pero el resultado estaba decidido. Ante el rumor de que los talibán no andaban lejos, por la misma fecha, más de mil soldados “gubernamentales” cruzaron atropelladamente la frontera con el vecino país de Tayikistán. Fueron acogidos con generosidad, en el más puro respeto a la tradición local, y los talibán aplicaron al pie de la letra aquello de “a enemigo que huye, puente de plata”. Estos últimos ya controlaban los pasos fronterizos más importantes con Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y, sobre todo, Pakistán, y el círculo se estrechó en torno a Kabul y algunas de las ciudades destacadas sobre las que aún no tenían poder, como Herat.
Aquí se nos abre un cursillo acelerado sobre guerras perdidas de antemano, contiendas que algunos de los actores externos implicados ya deberían saber que no pueden ganar. Se trata de guerras en las que se cometen los mismos errores, nos atreveríamos a decir que “a través de los siglos”, y que confirman que los humanos tenemos una sorprendente incapacidad para aprender. Esto debería abrir otra línea de reflexión, necesariamente interdisciplinar, sobre la naturaleza de la guerra como elemento recurrente en las relaciones humanas desde sus orígenes, pero esto sobrepasaría la intención de estas páginas. Observe el lector que, si contrastamos los conceptos de guerra y paz, resulta relativamente sencillo definir la primera, instrumental empírico de por medio. Pero definir la segunda es mucho más difícil, y se acaba buscando acomodo en la idea, en negativo, de que paz es “cuando no hay guerra”. Los estudios sobre polemología han explorado esta vía, con resultados más bien inciertos.
Y hay mucho con qué comparar. Francia, pensando que formaba parte del equipo ganador de la Segunda Guerra Mundial, entró desde 1946 en una dinámica absurda. Creyó ser una supuesta potencia militar, uno de los cinco “grandes” del Consejo de Seguridad de la ONU; por supuesto que podría conservar su vasto imperio colonial (que databa del siglo XIX), desde Indochina hasta África occidental. En Indochina, los militares franceses pensaban que podrían derrotar a unos harapientos guerrilleros comunistas del Vietminh (precedente inmediato del Vietcong) sin gran esfuerzo. Y en cambio, en un visto y no visto, el Ejército francés fue aplastado en la batalla de Dien Bien Phu, y los Acuerdos de Ginebra de 1954 sellaron el destino de aquella excolonia, transformada en los cuatro nuevos Estados de Laos, Camboya, Vietnam del Norte y Vietnam del Sur. El mismo Ejército fue empujado de modo irresponsable por el Gobierno francés en 1955 a derrotar a otro grupo de insurgentes harapientos, el Frente de Liberación Nacional argelino (FLN). Sucedió lo contrario, y el desastre se llevó por delante al régimen político francés de la IV República, que cayó en 1958. Una parte del Ejército galo entró en una enloquecida senda golpista, harto de que la clase política les endosase la responsabilidad de una derrota que era exclusivamente del Gobierno de París, llegando hasta a perpetrar un intento de golpe de Estado en Argel en 1961 (que fue aplastado por Charles de Gaulle). Y nada pudo impedir que en 1962 Argelia ganase su independencia con los Acuerdos de Evián.
De 1962 datan también los primeros envíos de “consejeros militares” estadounidenses para asesorar al Ejército de Vietnam del Sur, con el objetivo de derrotar a otro hatajo de harapientos guerrilleros, esta vez llamados Vietcong. Ya sabemos el final: en abril de 1975, y con el apoyo del Ejército de Vietnam del Norte, cayó Saigón. En todos los casos citados se prometió ayuda sin límites a Gobiernos que, además de corruptos, no tenían nada que ofrecer a su población. En todos los casos citados, los militares (franceses y luego estadounidenses) fueron empujados a acciones que han pesado mucho tiempo en su conciencia: reclutar “contraguerrilla” local (montagnarders en Vietnam o harkis en Argelia) que se revelaría como decisiva en la lucha contra los insurgentes y a la que Francia, primero, y Estados Unidos, después, abandonarían a su suerte, sin pestañear, para que fueran contundentemente “reeducados” (o asesinados) por los nuevos regímenes. Hay varios libros excelentes publicados por militares que dieron su palabra y hubieron de traicionarla, primero en Indochina y luego en Argelia. En cambio, no se sabe de muchos políticos en Francia o Estados Unidos, de Indochina y Argelia hasta Vietnam, que en cambio perdieran el sueño por ello. Y ahora Afganistán; esta vez, por lo menos, algunos de los países implicados (España lo ha hecho) están repatriando masivamente, aunque no sin ingentes problemas, al personal local que estuvo a su servicio (intérpretes, mecánicos, cocineros, etc.).
Le pasó a Alejandro Magno, a los cruzados, a Napoleón, a Hitler… la lista es larga. Algunas guerras no se pueden ganar porque creas tener una abrumadora superioridad militar y tecnológica, dando por hecho que eso bastará para lograr la victoria militar, además de garantizar el control de la agenda política. Pero como dijo en su día un líder talibán: “Vosotros tenéis relojes, nosotros tenemos tiempo, vosotros un día u otro os marcharéis, nosotros no nos moveremos de aquí”. Y así ha sido.
Reflexión inicial (ya) sobre Afganistán…
en 1984
Me pareció útil comenzar estas reflexiones a través de un pasado que tengo muy presente, o si se quiere, a partir de recuerdos que de repente uno creía aparcados y vuelven, recuerdos muy personales de un viaje no turístico que hice a Pakistán y Afganistán hace ya unos cuantos años, cuando la guerra entre los invasores soviéticos y las guerrillas de todas las facciones imaginables, los temibles mudjahidin, estaba en su apogeo (a mediados de la década de 1980, todavía en medio de la Guerra Fría, por así decirlo). A lo largo de este relato, como se verá, el peso del contexto en cada momento se deja sentir mucho sobre los hechos. Hay acontecimientos cuyo recuerdo reaparece una y otra vez, de ahí ciertas repeticiones en la narración.
En este caso, una guerra, cuando estuve allí en 1984, que había comenzado con la invasión soviética en diciembre de 1979, y que continuó en forma de guerra puramente civil hasta la actualidad. El 15 de febrero de 1989, el último soldado ruso en salir de Afganistán fue un general soviético, cuya expresión extraña en los ojos fue fotografiada y filmada, mientras cruzaba, en solitario, el puente sobre el río Amur. Se trataba del general Boris Gromov, quien más tarde lideró, debido a su prestigio militar, la facción de las Fuerzas Armadas soviéticas más reacia a desmembrar la URSS en diciembre de 1991. Otro militar que había hecho promesas que no podía cumplir.
Parece una buena manera de empezar estas páginas, porque esta historia sobre aquella guerra conforma hoy una metáfora perfecta de la complejidad de los problemas que afectan al mundo actual. Para todos los que piensan que la guerra actual en Afganistán es un fenómeno nuevo, consecuencia del 11 de septiembre de 2001… ¿qué era, cuando yo estaba allí?, ¿una expresión del conflicto Norte-Sur?, o mejor, ¿un capítulo más de la Guerra Fría, y por tanto del conflicto Este-Oeste?, o por complicarlo aún más: ¿todo a la vez o nada de esto? Kabul se encuentra más o menos en la misma latitud que Almería, pero históricamente, ¿dónde está? Intentaremos responder a esta pregunta.
Vayamos por partes, y pasemos de lo particular a lo general. En 1984 hacía una...