
- 400 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Memorias del estanque
Descripción del libro
Antonio Colinas ofrece en Memorias del estanque lo esencial de su vida, expresado mediante una fusión de géneros que proporciona al texto un fulgor y una intensidad especiales.
Antonio Colinas da en Memorias del estanque un nuevo salto creativo para desvelarnos los momentos que han sido esenciales en su vida: los que cooperaron, sobre todo, a su crecimiento interior, pero también a una flexible comunicación con otras culturas, a semblanzas inusuales de algunos de los escritores más notables del pasado siglo, a experiencias como las de sus años en Italia o en la isla de Ibiza, a sus lecturas y a una honda y poética visión de la realidad. No se nos ofrecen aquí unas memorias al uso, sino lo esencial de una vida, expresado por medio de una fusión de géneros que facilita la lectura y, a la vez, proporcionan al texto un fulgor y una intensidad especiales. Testimonio, en definitiva, este libro de una vida dedicada plenamente a una vocación siempre independiente y alejada de la literatura imperante.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2016ISBN de la versión impresa
9788416638734ISBN del libro electrónico
9788416749041Memorias del estanque
Yo fui un niño muerto. El agua me devolvió a la vida. Ardía el aire de agosto y ardía mi cuerpo a causa de la fiebre. Me humedecían los labios levemente con un algodón. Pero no bastaba: el cuerpo no respiraba. Todos lloraban. Sin embargo, llegó la tormenta de agosto. Llovía con fuerza y la humedad se posó en mis ojos y en mis mis labios: hasta mi piel. El niño muerto se levantó sin ayuda del lecho. Y sonreía.
*
Estanque de la isla: tú me revelas hoy este hecho primero desde tu soledad, con tu serenidad, con tu silencio verde. Tú despiertas aquello que fue en mi vida viaje interior, aunque no me permitas ir demasiado lejos con los recuerdos. Porque todavía debo ir más allá. Tú me vas a ayudar en este diálogo que los dos vamos a entablar. El temblor de tu agua me hablará sin palabras, me desvelará la memoria de cuanto fue esencial en mi vida.
*
El agua de mi infancia no era como la de este estanque que ahora contemplo tantos años después en una isla: agua serena y levemente esmeralda. Detrás veo el cielo muy azul y tres grandes árboles: un algarrobo, un cerezo y un olivo. El agua de mi infancia fluía. Mi infancia era un río y, cuando regresé a la vida de aquella muerte temporal, todo discurría en mi infancia como la corriente de mis ríos leoneses, o temblaba como las hojas de los álamos. Ahora creo que tengo la suficiente paz para mirar en la serenidad de este estanque de la isla y ver lo que esencialmente fui. O escuchar lo que él me responde a mis preguntas.
*
Me abismo en la hondura. Recuerdo la primera vez que supe de la Sombra. Fue en aquella casa primera, grande y destartalada. En la alcoba había unas cortinas que de noche temblaban sin motivo y en las que yo veía, medroso, figuras imprecisas e indescriptibles. O en el gran desván, al que nunca me gustaba subir. Pero también en aquella casa supe lo que era la luz: en la yuca del patio empedrado, en la gran pila en la que nos bañábamos en verano, en el jilguero que dejé escapar de la jaula, en un cuaderno que compré en secreto y que no sabía para qué, porque lo abría a solas en el soleado corredor, tumbado sobre un colchón de hojas de maíz, que crujía dulcemente. No sabía qué escribir aún en aquel cuaderno porque me vaciaba la soledad y el silencio de la hora de la siesta, que había que guardar religiosamente; o porque la palabra todavía no se me había revelado. Pero en aquel momento descubrí la luz y era como si la luz, que descendía del Monte Urba, escribiera por mí palabras de luz en aquel cuaderno. Algunas noches subía al templo para robar algunas de las flores de su jardín para el altarcito que había instalado debajo de la escalera, o para escuchar el sonido de la lechuza en la torre.
*
Me llamaba la última pero la más intensa luz, la del ocaso, la que estaba más allá de los montes. A ella me llevaron. Era la luz de un valle rodeado de montes. Allí la luz tenía un aroma que sanaba más apresuradamente al niño que había revivido. Aroma de jara, de romero y de encina. También allí descubrí la luz que emanaba de las piedras de las ruinas y voces que susurraban me abrieron a los cuentos y a las leyendas del lugar. Y si no ascendía a los montes, el rebaño me traía al anochecer el monte en el aroma agreste de la lana. Allí, las leyendas y los cuentos que me susurraban en la alcoba me despertaron el alma.
*
Vuelve luego el recuerdo de otro viaje posterior: el primer viaje de mi vida que hice solo en un autobús. Mis padres me dejaron en él y otra persona me esperaba a mi llegada. No sentía angustia (esta solo llegaba aquel primer día, al caer la noche, ya en la casa) sino un sublime placer, al ver cómo discurrían los paisajes ante mis ojos, tras la ventanilla: las sierras, sus montes y valles, el encinar, las rocas enormes. Luego había un momento en que, desde la última cima, se divisaba abajo el pueblo, como un pájaro posado en el último sol rojo del valle, circuido por el nido de las sierras. Había sido un viaje sencillo pero inolvidable: el primer viaje físico (¿o interior?) de mi vida. Quizá por eso no he podido olvidarme de él: porque quedó sembrado en mi interior como una semilla de infinitud. Y permaneció una lección: la de que el mundo, como para el poeta sufí, era un hermoso y misterioso libro abierto que solo había que leerlo para interpretarlo. Ante ese paisaje-libro, la mente no pensaba, solo sentía, solo aceptaba. Fue el momento de las primeras contemplaciones, del contemplar, tan importante para un escritor; es decir, del templarse-con lo que nos rodea. El ser conscientes de que nos hallamos inmersos en la infinitud.
*
Pero en aquellas noches, arriba, con el pueblo a oscuras, había otro río que fluía: era el del firmamento. No he podido sanar todavía de aquella dulce herida que en mi mirada dejaron los astros. Nada he aprendido después que aquel firmamento abismal no me hubiese enseñado. Desde entonces, yo también fluyo con la Vía Láctea. O ella fluye en mi interior en los momentos de pesar. Creo que soy para la trascendencia porque recibí aquella llamada de arriba en la infancia. Sin embargo, hay dos momentos en mi vida —lo comprendo ahora— en los que se dio en mí esa «iniciación cósmica y estética hacia los astros y las constelaciones» que algunos no comprenden, sobre todo las personas de cultura urbana: aquellas noches de mi infancia en Fuente y aquellas otras más fundamentadas de mi adolescencia en la sierra de Córdoba.
*
Algo tiene este estanque de la isla de aquellas lagunas primeras de entonces. Me miraba en la más pequeña, la que se formaba con el agua clara de la fuente, la que se hallaba rodeada de juncos. Al lado estaba la fragua de mi abuelo el herrero. En ella descubrí el fuego y el amor de la sangre de los míos. Manaba la fuente con su agua de sabor ferroso y ni el pequeño estanque ni sus juncos se turbaban. En el fogón ardía el fuego avivado por el gran fuelle y se ablandaba el hierro: lo más duro. Tantos años después descubriría las escorias de entonces bajo el techo hundido. Por el ventanuco, veíamos las lavanderas, las viñas, la pradera, los huertos diminutos y mimados. Pobreza luminosa.
*
La memoria de la tierra natal en confluencia con las primeras contemplaciones, la raíz, la fuerza de la sangre, las palabras que fueron cuento y leyenda, que moldearon los sueños. Hoy me pareció que se cerraba en mí otro círculo: el de la sangre de mis antepasados. Seguramente observando a mi hermano José, al que también veo renacer en las grandes piedras que coloca, en las parras que mima en su casa, junto a sus hijos y nietos. Otras veces se sienta y, desde la galería, contempla la cima trapezoidal del castro prerromano como un símbolo que también a él le salva. O la sangre puede ser la de mis tíos, que me susurraban —en la penumbra de la alcoba, antes de dormir, en los veranos— cuentos de lobos y de princesas moras que se peinaban a la entrada de las grutas a la luz de la luna. O la de mi abuelo, que despertaba sus sueños y notas musicales con su salterio en las rondas nocturnas y que de día moldeaba generosamente, las más de las veces sin cobrar su trabajo, el hierro al rojo vivo. O la de mi tío, que me enseñaba en nuestros paseos los nombres de los montes y de los valles. Hoy me parece que esta agua que ahora contemplo era la de entonces, algo así como las raíces de mi sangre.
*
Otoño de los frutos. Yendo hacia un monte, descubrí en un almacén una montaña de manzanas que embalsamaban el aire. Pero cuando pasaba las dos sierras, ahora la pequeña montaña era de racimos de uvas en lo profundo de una bodega. El otro fuego: el del mosto morado, el del vino en el lagar. Otra vez el encuentro con las sombras profundas de las «cuevas». El fuego débil de los candiles que iban y venían flotando como espíritus por los pasillos de tierra amarilla, como si hubiese descendido a aquella oscuridad el sol sobre las mieses de las eras. Soles de oro estaban sepultados bajo la tierra, en lo hondo de las cuevas. Fuera crujían, al ir y al retornar, las ruedas de los carros en los guijarros del camino. Y arriba parecían crujir también, de tan puras, las estrellas.
*
Hundo los ojos en el estanque y la realidad es doble; no sé si es la de sus orillas arboladas o la que se refleja en el agua, la de hoy o la del ayer. Hundo la mirada y me siento arrastrar por un río. Me viene la lectura de Robinson Crusoe, el primer libro-libro que leí. Revivíamos aquel relato en la cabaña y en la balsa que habíamos construido en la espesura con los amigos, en aquel punto en que la zaya de los molinos desembocaba en el río. Por ella subían y bajaban las nutrias con sus lomos lustrosos. Todavía no sabía entonces que literatura y vida solo eran y serían para mí una misma cosa. El libro se hacía vida en la espesura de los chopos y mi vida parecía no tener sentido sin aquel libro y, a la vez, sin aquella naturaleza que me revelaban los ríos de mi infancia. El firmamento, la naturaleza: dos revelaciones primeras y para siempre.
*
Otro tesoro, otros libros: los de la biblioteca municipal. Otro paraíso. No el del verdor, sino el del silencio de los libros en los estantes, que me esperaban. No era descubrir un tesoro, sino una infinidad de ellos. Siendo un tesoro, no poseían la dureza y la frialdad del oro. Oro eran, sin embargo, las páginas y las letras que, al abrirlos, me revelaban otros mundos. Vivir de nuevo para la trascendencia a la que otros seres antes habían sido fieles con sus sueños hechos palabras en los relatos y poemas, o con los colores en los cuadros. Era primavera y estaban abiertos los balcones. Fuera, de la plaza, ascendía una música y de las grandes acacias en flor subía su aroma hasta mis ojos fijos en los libros. ¡La plaza Mayor de mi infancia! A veces oigo aún, a muchos kilómetros de distancia, el sonido de las campanas de nuestra torre, inconfundible con cualquier otra. Como a ti, estanque, yo le pregunto a la plaza Mayor, cuando regreso, por el que fui y me responde que hasta mis quince años ella sabe todo de mi vida, aunque ya no esté ni el templete, ni la fuente, ni las acacias de entonces, ni me acorrale el miedo a los dos gigantones y al toro de fuego en los soportales en los días de fiesta. Aquel «toro» que, como un demonio en llamas, acosaba a la multitud que huía atemorizada para refugiarse en los hondos portales.
*
Me reprochan los míos que siga ensoñando la ciudad de entonces, llena de huertas y con unos ríos de aguas claras; agua que bebíamos mientras nos bañábamos; ciudad rodeada de pequeños microcosmos, como el del Monte, el Jardinillo o el Parque, más unido este último a mi bicicleta y a mis lecturas en solitario bajo el gran paseo central arbolado. Llevo todavía en mí el aroma del tomillo y de las rosas nocturnas del Jardinillo. Muy cerca de él estaba la estación de ferrocarril, de la que un día partió el último tren que ya no regresó. Recuerdo que cada día, nada más comer, nuestro padre nos llevaba de paseo unos momentos, a mi hermano y a mí —antes de que él volviera al trabajo—, al Jardinillo y luego a la estación, a ver un tren que llegaba a aquellas horas soltando nubes de humo y carbonilla, siguiendo hacia el sur la Vía de la Plata.
La estación: un lugar más unido a las lágrimas que a las alegrías, a decir verdad. Allí vi las lágrimas de mi madre por vez primera, cuando me fue a despedir, cuando dejé la ciudad y la casa a mis quince años. También por aquella estación de mi infancia había salido mi padre un día para cumplir, en tierras andaluzas, con su servicio militar, pero no sabía que los de su promoción iban a hacer una mili ¡de cuatro años!, pues, al poco de llegar a su destino, estalló la Guerra Civil. Salió de esa estación seguramente animoso y volvió a ella en 1939, acabada la guerra, muy feliz por el regreso a la casa de sus padres. Pero él no esperaba que, al bajar del tren, se iba a encontrar con una persona que, con la mayor de sus inocencias, le diría: «Siento la muerte de tu madre. Has venido para el funeral, ¿verdad? Pero no has podido llegar a tiempo. La enterraron ayer». Ese fue el punto final para mi padre de aquellos cuatro años, de una guerra de la que volvía con la conciencia tranquila, pero que recordaba siempre con aquel amargo desenlace familiar final. La estación de las lágrimas; pero también la de aquel aroma del tomillo que borraba cualquier pesar y que fue en mi infancia un territorio con sus pequeños tesoros: el del contacto con la naturaleza, con los buenos amigos, con los libros. El Jardinillo y el Parque, lugares para la iniciación a tantas cosas.
*
Volví a ver las lágrimas de mi madre un año después. Mis padres me habían ido a buscar a Madrid. Regresaba de mi primer año en el sur y salieron a mi encuentro. Pero, al parecer, yo ya no era el que había sido; había sufrido en pocos meses una especie de metamorfosis: la de la adolescencia. Yo ya no era aquel niño-ángel de la fotografía de mis diez años, la que aparece en la cubierta de mi libro El crujido de la luz. No, mi rostro, mis ojos, ya no tenían aquella serenidad y dulzura que hace de los niños ángeles en la tierra. Quizá por eso mi madre lloraba y yo ahora respondía con palabras confusas, enervadas palabras, a cuanto antes habían sido sentimientos. Estaba naciendo una vocación y esta tenía que llevarse por delante hasta a la misma infancia. (De momento, claro, pues yo entonces no podía saber que en nuestra infancia está la raíz, el origen de todo).
Pero estoy pidiéndote, estanque, información sobre los primeros años de mi vida y yo mismo ya he dicho algo sobre ella, sobre lo que pasó...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- Memorias del estanque
- Un valle, dos valles (Apéndice a unas Memorias)
- Créditos