Los hombres te han hecho mal
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Los hombres te han hecho mal

El tercer caso del comisario Lascano

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Los hombres te han hecho mal

El tercer caso del comisario Lascano

Descripción del libro

Lo que no lograron asesinos y sicarios lo consiguen oscuros burócratas: quitar a Lascano de en medio mediante un retiro forzado de la policía. Pero la tranquilidad no es para El Perro: una millonaria lo contrata para encontrar a su nieta perdida. Las pistas lo conducen al submundo de la trata de mujeres para la prostitución. Este ámbito desolado, donde convergen los políticos más corruptos y los más despiadados criminales, pondrá a prueba la sagacidad y el ingenio del personaje que hace de cada caso una cuestión de honor. La tercera aventura del Perro Lascano está basada en una profunda investigación realizada por el autor, que pone al descubierto la red de complicidades que han permitido que la trata se haya convertido en el segundo negocio ilegal más importante del mundo.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788498417067
ISBN del libro electrónico
9788415723332

Los hombres te han hecho mal
1
La primavera de Buenos Aires es adolescente y temperamental. Frío, calor, lluvias repentinas, frío nuevamente. Hace varios años que el municipio no poda los plátanos. Frondosos como nunca, dejan caer una nevisca de esa pelusa que Lascano hace responsable de su congestión. Al acecho entre las sombras de esos árboles malvados, la nariz goteando, la mente embotada por los mocos y la visión traicionera, cada ráfaga le produce un temblor eléctrico. Trata de apaciguarlo cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, lenta y repetidamente. Espera desde hace horas en el barrio dormido. No va a irse de allí, no va a dejarlo escapar. Se enciende la luz en una ventana de la casa que vigila. Acaricia la culata de su 9 mm, tibia y amartillada en la cintura.
La puerta se abre despacio. Lascano se pega a la pared. En la oscuridad del umbral apenas logra distinguir la silueta de Yancar. Le parece ver o adivina sus ojos de fiera procurando detectar a sus enemigos antes de salir. El hombre nunca se precipita. Lascano controla que no haya nadie en las esquinas, Gómez y su gente están a la vuelta, tensos, listos y desesperados. Saca la pistola, el brazo recto y pegado al cuerpo. El pulgar verifica que el percutor esté montado, el índice paralelo al cañón, el medio posado en el gatillo. Yancar se asoma. Con una mano dentro del saco, mira hacia uno y otro costado. Lascano contiene la respiración, aprieta la culata y se quita los zapatos casi sin moverse. Sale Yancar, cierra la puerta de la guarida, le echa llave y camina cuatro pasos hacia su derecha. Para, gira y emprende la marcha en sentido contrario. Agazapado, Lascano sigue a la figura borrosa que se sucede a través de las ventanillas mojadas de los automóviles. Pocos metros antes de llegar a la esquina, Yancar se detiene, parece olfatear algo en el aire, retoma la marcha, cruza la calle mirando hacia su izquierda. A su derecha, Lascano se sirve de la distracción para esconderse tras el tronco veteado como la piel de un lagarto, justo detrás de donde Yancar pasará en un instante. Levanta la pistola, encaja la mira en su nuca. Lo tiene.
Quieto, Yancar.
La voz, seca y clara en la noche, es la señal que hace emerger al resto de los policías. Yancar se congela. Su espalda es un blanco perfecto.
Si te movés, te quemo.
Yancar levanta ambas manos abiertas hasta la altura de los hombros.
Tranquilo, no voy a hacer nada.
Lo rodean apuntándolo.
De rodillas.
Obedece. Apoyándole el cañón en la cabeza, Lascano le sujeta las manos. Gómez lo palpa. Le quita la Colt 38 plateada, que brilla como un sueño.
Manos atrás.
Cuando Lascano lo esposa, Yancar se vuelve y le clava la mirada en los ojos.
Caíste, Yancar. Todos caemos algún día.
Sin soltar la cadena que une las esposas, lo ayuda a ponerse de pie y se lo entrega a Gómez.
Llevátelo.
El patrullero se detiene junto a la vereda. Yancar es introducido en el asiento trasero. Con pie húmedo, Lascano desanda el camino en busca de sus zapatos. Se los calza y se ata los cordones apoyado en un guardabarros. Levanta la vista. Yancar se vuelve, lo mira y lo saluda con una inclinación de cabeza. Por la esquina aparece el camión de la Guardia de Infantería. Lascano trota hasta el medio de la calle, alza una mano hacia él y con la otra se tapa la boca. Los policías, en traje de combate y portando escudos de plexiglás, bajan en silencio y forman dos filas. Dos hombres con escopetas se separan, corren hasta la guarida y se apostan uno a cada lado de la puerta. El resto, rápidamente, enfila detrás de ellos. Ramírez se acerca con la parsimonia propia de los gigantes, su corpulencia exagerada por la armadura antibala de kevlar. Lascano cabecea hacia la entrada y se coloca detrás de él. Ramírez toma posición, levanta el ariete y se vuelve. El Perro, con la mirada fija en la puerta, ordena:
Dale, de una.
Ramírez ejecuta un swing de bailarín y estrella el ariete contra la madera. Estallido. Una de las hojas cae formando un puente en los escalones, la otra se raja al medio. Ramírez gira y se recuesta contra la pared, Lascano da un salto y se precipita por el pasillo, pistola al frente. Detrás, la tropa. Corre, patea la puerta vidriada para encontrarse frente a frente con un hombre. Lo reconoce de inmediato. Está en calzones, armado y apuntándole.
¡Quieto, Marciano!
El tipo dispara al tiempo que el Perro se agazapa, lo señala con el cañón de su pistola y gatilla. El impacto, encima del ojo derecho, lo voltea como si fuera un pelele de parque de diversiones y lo pone a desangrarse en el suelo. Lascano da un grito de rabia.
¡Quieto te dije, la puta que te parió!
Se vuelve.
¡A ver, la ambulancia!
Odia la situación. Para Lascano, tirar a matar, sin pasión y aun para defender la propia vida, es un trance que lo llena de amargura. Mira a su alrededor. Se aproxima a una habitación cerrada, sus hombres lo cubren con las escopetas alzadas. Abre con cautela, está a oscuras. Se asoma fugazmente. No pasa nada. Adentro se escuchan sollozos. Un sargento le alcanza una linterna. En el recorte circular del foco, sobre un camastro, contra la pared, tres menores se abrazan y lloran. Lascano enfunda la pistola.
Tranquilas, pibas, está todo bien.
Amanece.
2
El resfrío se ensaña con sus huesos. Ni siquiera prende la luz. Se siente un elefante en agonía camino de su cementerio secreto. A través de las rendijas de la persiana se filtran unos pocos rayos de luz que lo deslumbran. Desde fuera, en sordina, le llegan los sonidos de la calle: niños que pasan rumbo a la escuela, la sirena de una ambulancia, la voz del vendedor de diarios. Se recuesta contra la puerta, suspira y va a la cocina. Llena un vaso con agua y arroja dentro una pastilla efervescente. La diminuta reacción en cadena pone a bailar la tableta al ritmo de las burbujas que la van disolviendo. Tiembla. Se lleva la mano a la cabeza ardiente. No espera más: cuando el comprimido es apenas una lámina, se zampa el vaso de un trago. Va hacia el dormitorio quitándose la ropa. Desnudo, se derrumba sobre la cama. Con los ojos cerrados manotea el revoltijo que hacen sábanas y frazadas y se cubre hasta la nariz.
El crujido de una rama al quebrarse. Por el vano de la puerta, una sombra blanca que desaparece de inmediato. Un objeto metálico rueda sobre la mesa, cae al suelo, sigue rodando y desaparece entre las patas de león del aparador. Una ráfaga mueve las cortinas que alguna vez fueron blancas. En la distancia, alguien toca una pieza de Satie en un piano desafinado. Retrato de familia: papá y mamá en la rambla de Mar del Plata frente a los leones marinos de piedra, lo toman de la mano y sonríen a la cámara. ¿Por qué es tan triste esa imagen congelada de la felicidad? El abuelo Vicente, con su uniforme de jefe de bomberos, quepis en mano y mostacho impertinente. La abuela, severa, vestida de negro. Marisa, sorprendida desde arriba sonriendo con todos sus dientes. Otra con él en el Ital Park con fondo vertiginoso de montaña rusa. Eva. ¡Ah, Eva! Su única foto. Aquella que le entregó la madre de ella cuando aún quería encontrarla. Su padre, niño, en blanco y negro, disfrazado de diablo, apoyado en mesa con jarrón y sosteniendo en la mano la cola punta de flecha.
Se duerme.
En el vidrio de la ventana se borronea una niña con tutú blanco. ¿Lleva flores rojas en el pecho o es una mancha de sangre? Baila girando con la cabeza vuelta hacia el cielo.
Un rayo de sol se cuela en la habitación. La puerta del armario se abre lentamente. A medida que lo hace, el espejo que hay en su interior lo refleja. Viaja por la pared hasta los párpados de Lascano y lo despierta. Abre los ojos y se queda mirando el cielo raso en el lugar donde la pintura agrietada dibuja una sonrisa sin rostro. Embotado, trata de leer la hora, pero los números en la esfera no quieren quedarse quietos. Se levanta despacio, las articulaciones en llamas. Se pasa la mano por el pelo, camina hasta el baño. Enciende la luz, se mira en el espejo. Piensa que debería hacerlo con mayor frecuencia, para evitarse la sorpresa de las nuevas arrugas, las manchas. Huellas de un cansancio que no se quita con el sueño. Asoman de su nariz y orejas matas de pelos, cerdas de jabalí. Se pasa la mano por la barba entrecana de dos días.
Envejecer es una mierda. Me estoy convirtiendo en un animal. Un hombre lobo patético, cada día más débil.
Abre la canilla. Toma la pastilla de jabón, se lava las manos. Cuando la deja, la coquilla que le regaló Eva cuando todavía lo amaba ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. LOS HOMBRES TE HAN HECHO MAL
  4. Créditos