Sin hogar ni lugar
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Sin hogar ni lugar

  1. 256 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

¿Por qué Louis Kehlweiler, alias el Alemán, Marc, Lucien y Mathias –atrincherados en su caserón cochambroso de la calle Chasle de París– pierden el tiempo con un tonto con cara de imbécil y no muy simpático, cuya culpabilidad es indudable para todo el mundo, incluso para ellos? ¿Por qué se empeñan en salvar a este Clément Vauquer, un sujeto buscado por la policía de Nevers y de París por los espantosos asesinatos de al menos dos chicas?Sin hogar ni lugar es otro apasionante libro que confirma a Fred Vargas como una de las autoras más originales del género policiaco.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788498410891
ISBN del libro electrónico
9788498417111

I

El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6.
Louis Kehlweiler lanzó el diario sobre la mesa. Ya había visto bastante y no tenía intención de abalanzarse a la página seis. Más tarde, quizá, cuando todo el asunto se hubiera enfriado, recortaría el artículo y lo archivaría.
Fue a la cocina y se abrió una cerveza. Era la penúltima de la reserva. Se escribió una «C» mayúscula a bolígrafo en el dorso de la mano. En plena canícula de julio, era inevitable que aumentara notablemente el consumo. Por la noche, leería las últimas noticias sobre los cambios ministeriales, la huelga de ferroviarios y los melones tirados en la carretera. Y se saltaría tranquilamente la página seis.
Camisa abierta y botella en mano, Louis se puso de nuevo manos a la obra. Estaba traduciendo una voluminosa biografía de Bismarck. Pagaban bien, y tenía intención de vivir varios meses a costa del canciller del Imperio. Avanzó una página y se interrumpió, con las manos suspendidas sobre el teclado. Su pensamiento había abandonado a Bismarck para ocuparse de una caja de guardar zapatos, con tapa, que daría apariencia de orden al armario.
Un tanto irritado, echó la silla hacia atrás, dio unas zancadas por la habitación, se pasó la mano por el pelo. Caía la lluvia en el tejado de zinc, la traducción avanzaba bien, no había razón para preocuparse. Pensativo, deslizó un dedo por el lomo de su sapo, que dormía encima de su mesa de trabajo, instalado en la cesta de los lápices. Se inclinó y leyó en voz baja, en la pantalla, la frase que estaba traduciendo: «Es poco probable que Bismarck concibiera ya a principios de ese mes de mayo...». Y su mirada se posó sobre el periódico doblado encima de la mesa.
El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. Muy bien, pasando. No era asunto suyo. Volvió a la pantalla, donde lo esperaba el canciller del Imperio. No tenía por qué ocuparse de la página seis. Simplemente, no era su trabajo. Ahora su trabajo consistía en traducir cosas del alemán al francés y decir lo mejor posible por qué Bismarck no había podido concebir a saber qué a principios de ese mes de mayo. Una actividad tranquila, alimenticia e instructiva.
Louis tecleó unas veinte líneas. Iba por «pues nada indica, efectivamente, que aquello lo ofendiera entonces», cuando se interrumpió de nuevo. Su pensamiento había vuelto a picotear en el asunto de la caja y trataba obstinadamente de resolver el tema del montón de zapatos.
Se levantó, sacó la última cerveza de la nevera y bebió a morro, a tragos cortos, de pie. Para qué engañarse. El que sus pensamientos se empecinaran en idear soluciones domésticas era una señal que debía tener en cuenta. A decir verdad, la conocía bien, era señal de debacle. Debacle de los proyectos, retirada de las ideas, discreta zozobra mental. No era tanto el hecho de que pensara en su montón de zapatos lo que lo preocupaba. Cualquier hombre puede verse en la tesitura de pensar en ello de pasada, sin que sea dramático. No, era el hecho de que pudiera disfrutar con ello.
Louis tomó dos tragos. Las camisas también, había pensado en ordenar las camisas no hacía ni una semana.
No cabía duda, era la debacle. Sólo los tipos que no saben qué coño hacer con sus vidas se ocupan de reorganizar a fondo su armario, a falta de poder arreglar el mundo. Dejó la botella en el bar y fue a examinar el periódico. Porque al fin y al cabo, si se encontraba al borde de la calamidad doméstica, de la reorganización toda la casa, de arriba abajo, era por esos asesinatos. No era por Bismarck, no. No tenía grandes problemas con ese tipo que le daba de qué vivir. No era ésa la cuestión.
La cuestión eran esos puñeteros asesinatos. Dos mujeres muertas en dos semanas, de las que hablaba todo el país, y en las que pensaba intensamente, como si tuviera derecho de pensamiento sobre ellas y su asesino, cuando en realidad no era asunto suyo en absoluto.
Después del caso del perro en la reja de un árbol1, había tomado la decisión de no volver a inmiscuirse en los crímenes de este mundo, porque le parecía ridículo iniciar una carrera de criminalista sin sueldo, con la excusa de haber adquirido malas costumbres en sus veinticinco años de investigaciones en Interior. Mientras estuvo contratado, consideró lícito su trabajo. Ahora que ya sólo dependía de su humor, le parecía que estaba tomando un sospechoso cariz de buscador de mierda y de cazador de cabelleras. Huronear por su cuenta en el crimen, sin que nadie se lo hubiera pedido, abalanzarse sobre los periódicos, amontonar artículos, ¿en qué se estaba convirtiendo sino en una escabrosa distracción y una dudosa razón para vivir?
Así fue como Kehlweiler, un hombre más dado a sospechar de sí mismo que de los demás, había dado la espalda a ese voluntariado del crimen, que de repente le parecía oscilar entre la perversión y lo grotesco, y hacia el que tenía visos de tender la parte sospechosa de sí mismo. Pero ahora, estoicamente abocado a tener a Bismarck como única compañía, sorprendía a su pensamiento regodeándose en el dédalo de la futilidad doméstica. Se empieza con cajas de plástico y no se sabe cómo acaba la cosa.
Louis tiró la botella vacía a la basura. Echó una ojeada a su mesa de trabajo, donde reposaba amenazante el periódico doblado. El sapo Bufo había salido provisionalmente de su sueño para ir a instalarse encima. Louis lo levantó con suavidad. Consideraba que su sapo era un impostor. Simulaba hibernar, y encima en pleno verano, pero era una farsa, se movía en cuanto uno dejaba de mirarlo. A decir verdad, al pasar a la condición de animal doméstico, Bufo había perdido todo su saber acerca de la hibernación, pero se negaba a reconocerlo porque era orgulloso.
–Eres un purista imbécil –le dijo Louis volviendo a dejarlo en la cesta de los lápices–. Tu hibernación de pacotilla no impresiona a nadie, a ver qué te crees. Tú haz lo que sepas hacer y punto.
Con mano lenta, deslizó el periódico hacia sí.
Vaciló un instante y lo abrió en la página seis. El asesino deja su segunda víctima en París.

II

Clément empezaba a sentir pánico. En ese preciso momento le habría venido bien ser listo, pero Clément era un imbécil, todo el mundo se lo decía desde hacía más de veinte años. «Clément, eres un imbécil, haz un esfuerzo.»
Ese viejo profe del reformatorio se había esforzado mucho. «Clément, trata de pensar en más de una cosa a la vez; por ejemplo, en dos cosas a la vez, ¿entiendes? Por ejemplo, el pájaro y la rama. Piensa en el pájaro que se posa en la rama. Punto a, el pájaro; punto b, el gusano; punto c, el nido; punto d, el árbol; punto e, clasificas las ideas, las relacionas, imaginas. ¿Captas el truco, Clément?»
Clément suspiró. Le llevó días entender qué pintaba el gusano en todo eso.
Deja de pensar en el pájaro, piensa en hoy. Punto a, París; punto b, la mujer asesinada. Clément se limpió la nariz con el dorso de la mano. Le temblaba el brazo. Punto c, encontrar a Marthe en París. Llevaba horas buscándola, preguntando por ella en todas partes, a todas las prostitutas que había encontrado. Lo menos veinte, o cuarenta; en fin, muchas. Era imposible que nadie se acordara de Marthe Gardel. Punto c, encontrar a Marthe. Clément reanudó su camino, sudando en ese calor de principios de julio, con su acordeón azul bien sujeto bajo el brazo. Igual se había ido de París, su Marthe, en esos quince años que él había pasado fuera. O igual estaba muerta.
Se paró en seco, en medio del bulevar Montparnasse. Si se había ido, si estaba muerta, entonces para él se jodió todo. Se jodió, se jodió todo. Sólo Marthe podía ayudarlo; sólo Marthe podía esconderlo. La única mujer que nunca lo había llamado cretino, la única que le acariciaba el pelo. Pero ¿de qué sirve París, si aquí no se encuentra a nadie?
Clément se colgó el acordeón del hombro, tenía las manos demasiado húmedas para llevarlo bajo el brazo, tenía miedo de que se le resbalara. Sin su acordeón y sin Marthe, y con la mujer asesinada, se jodió todo. Paseó la mirada por el cruce. Localizó a dos prostitutas en una callecita diagonal, y eso le dio ánimo.
Apostada en la calle Delambre, la joven vio dirigirse hacia ella un individuo feo y mal vestido, con una camisa demasiado corta que le dejaba las muñecas al aire, una bolsa a la espalda, de unos treinta años y pinta de tarado. Se crispó; había tipos que convenía evitar.
–Yo no –dijo sacudiendo la cabeza cuando Clément se detuvo delante de ella–. Prueba con Gisèle.
La joven le señaló con el pulgar a una compañera situada tres edificios más allá. Gisèle llevaba treinta años en el oficio, estaba curada de espanto.
Clément abrió mucho los ojos. No le apenaba verse rechazado antes de haber pedido nada. Ya estaba acostumbrado.
–Busco a una amiga –dijo con dificultad– que se llama Marthe. Marthe Gardel. No sale en la guía.
–¿Una amiga? –preguntó la joven con desconfianza–. ¿Y no sabes dónde trabaja?
–Ya no trabaja...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Sin hogar ni lugar
  4. Notas
  5. Créditos