Capítulo 1
Operaciones de corazón
o:
Sobre el exceso eucarístico
Se ha saludado al corazón como sol, incluso como rey, mientras que si se mira más detenidamente no se encuentra otra cosa que un músculo.
Niels Stensen, Opera philosophica33
Dirigiéndose uno a europeos, que con la llegada del tercer milenio siguen fechándose invariablemente post Christum natum, se impone comenzar la interpelación por el fundamento de lo íntimo –en caso de que fuera apropiado a la estructura de lo íntimo hablar de un fundamento– con un recuerdo al corazón humano. En los juegos de lenguaje de nuestra civilización, incluso en la época de su trasplantabilidad, el corazón sigue siendo el órgano rector de la humanidad interiorizada. Para las intuiciones primarias de los europeos la no convergencia de humanidad y cordialidad es algo casi impensable. Pero una mirada fugaz a culturas antiguas y extraeuropeas enseña que la asociación entre el corazón y la mismidad del yo no es un universal antropológico; no por todas partes ni en todos los tiempos se ha equiparado lo más interior del hombre –se podría decir también: la fuente de su autosensación y de su capacidad de relación– con el corazón. Las concepciones de los pueblos sobre el asiento corporal de las almas divergen en una medida que sigue siendo sorprendente para los cardiocentralistas europeos. Éstos podrían entenderse a medias con los chinos que son conscientes de su tradición y con los viejos egipcios sobre la colocación del centro del ser humano en el corazón; sería más difícil el diálogo con los japoneses, que describen sus representaciones de la esfera psíquica central con dos expresiones complejas: kokoro (corazón, alma, espíritu, sentido) y hara (vientre, parte central del cuerpo)34; problemática ya sería la comunicación con culturas como la de los esquimales, que conocen tres clases de almas: el alma del sueño, que descansa lateralmente bajo el diafragma y al levantarse se separa del cuerpo (por lo que hay que proceder con lentitud por la mañana); el alma de vida, que reside en el arranque del cuello, entre el tronco y la cabeza; y los pequeños espíritus de vida, que moran en las articulaciones35. En el ámbito de influjo del cristianismo, sin embargo, la religión personal par excellence, la búsqueda del foco de animación se ha centrado imperturbablemente en el «órgano» corazón. Las disciplinas de sentimiento y los juegos de lenguaje cristianos han levantado todo un universo partiendo psicologías sutiles que no piensan en otra cosa que en profundizar y poner de relieve la igualdad entre corazón y centro de autosensación; entre los europeos cristianizados, especialmente en la Edad Media y en la temprana Modernidad, cardialidad, o cordialidad, significaba subjetividad central afectiva sin más. La subjetividad cardial se caracteriza porque declara imposible desde el principio, o en todo caso como una reducción patológica, la fijación en el corazón propio. La cardialidad, como tal, actúa ya siempre con complicidad, posibilitando comunidad, y está interesada, por tanto, en la concordia, en la sintonía de ritmos cardíacos. Se impone, con ello, comenzar nuestra aproximación al espacio par-íntimo con reflexiones sobre motivos relativos a la historia del corazón, que no pueden negar su fundamentación en modelos cristianos de comunión espiritual-corporal. A través de una serie de episodios, cuyos héroes son representados por corazones en común-unión, ha de hacerse visible, mediante alusiones preliminares, el horizonte de una espacialidad íntima interpersonal radicalizada, tal como la han entendido narradores, filósofos y teólogos europeos.
Describimos primero, en un resumen parafrástico, el conocido poema Herzmaere del poeta del siglo XIII Konrad von Würzburg; a él le sigue un episodio de la vida de la mística italiana de la segunda mitad del siglo XIV santa Catalina de Siena: referimos la leyenda de su misterioso intercambio de corazón con Cristo en la versión que su confesor, el padre Raimundo de Capua, ha transmitido en su vita de los santos. Presentamos como tercer ejemplo un pasaje del memorable comentario de 1469 de Marsilio Ficino al Banquete de Platón, De amore, que trata del fundamento mecánico del enamoramiento físico. Estos modelos de relaciones cardiales bipolares, orientados metafísica, religiosa y psicológicamente, se contrastan con un pasaje del tratado del hombre-máquina de La Mettrie, de 1748, en el que manifiesta la ruptura más clara con la tradición de los lenguajes religiosos de intimidad. Considerada sinópticamente, esta serie alude preliminarmente al alcance, tareas y lugares de fractura de una teoría de la intimidad dúplice-única.
La novela corta en verso Herzmaere, del poeta Konrad von Würzburg, que murió en 1287 en Basilea a la edad de sesenta y dos años, es una composición popular erótico-romántica, que se supone escrita en los años sesenta del siglo XIII. Trata del gran amor, destinado a malograrse heroicamente, entre un caballero y su dama, ambos sin nombre y reducidos a tipos en la narración de Konrad. La idea novelística de Konrad de un corazón devorado remite a motivos indios antiguos, que vuelven también en la saga griega de Pélope y en los cuentos de Machandelbaum. Según informes de medievalistas, la historia misma era muy conocida en la Francia medieval, de donde se expandió a toda Europa; sólo Boccaccio ofrece ya dos variantes de ella en el Decamerón36. En la versión de Konrad, la historia de la comunión caníbal de corazón se convierte en instrumento de una restauración trovador-romancesca. El poeta se vale del motivo para glorificar nostálgicamente altos sentimientos trovador-religiosos en una época en la que los burgueses y los caballeros hacía tiempo ya que habían comenzado a señalarse mutuamente, aunque con un consenso a medias, que el tipo de amor de las almas nobles por sus iguales reclamaba altas exigencias.
Un caballero y su dama se tienen afecto según las leyes de la alta trova; se dice que habían entretejido sus vidas y sus almas (muot) tanto que el interior más profundo de ambos se había convertido por completo en una misma cosa (ein dinc) (versos 30-32). Pero el vínculo legal entre la dama y su legítimo consorte hace que fracasen todas las esperanzas de los amantes; y así, como ya el guión de este drama de amor prevé, su unión íntima misma se convierte para ambos en motivo de tormento y ruina: cuando el celoso cónyuge se entera de la relación entre ambos amantes, a fin de distanciarlos, concibe el plan de ir con su esposa en peregrinación al Santo Sepulcro. La dama convence a su caballero para que emprenda en su lugar el viaje a Oriente. Obediente a la dama, a la que llama su señora y dueña, el caballero consiente en realizar la amarga tarea; como prenda de amor la dama le entrega un anillo de su mano, que ha de acompañarle en el viaje. En país extraño, el melancólico caballero guarda en su corazón su dolorosa pena (versos 244-245) y muere tras una fase de achaques debidos a la añoranza. Antes de su muerte había encargado al escudero extraer de su cuerpo, «sangrante y fúnebre», su corazón, y, bien embalsamado y cuidadosamente conservado en un cofrecillo, llevárselo a la dama en el lejano Occidente, junto con el anillo, la señal identificatoria, por así decirlo, de su corazón. Cuando el escudero llega al castillo de la dama con el corazón embalsamado, el señor del castillo, el esposo, le emplaza a que le diga cuál es el contenido de la preciosa cajita. Una vez que este hombre, a la vista del corazón y del anillo, comprende de qué se trata, hace que su cocinero prepare el corazón y que se lo lleven, recién cocinado, a su esposa. «Mujer –le dijo él en tono dulce–, esto es un manjar exquisito (cleine) que has de consumir tú misma ya que no puedes repartirlo» (versos 426-429). Cuando tras la comida la dama reconoce que nunca ha comido nada tan exquisito, el marido le confiesa el secreto de la receta. Al escuchar sus palabras, se enfría el corazón en el pecho de la mujer, brota sangre de su boca y jura entre tormentos que después de esa comida, la más noble de todas, no volverá jamás a tocar otros alimentos. Su corazón se rompe al instante y mientras muere sopesa, como dice el poeta, con un contrapeso grande, todo lo que su amado le había anticipado. El poema acaba con unas palabras crítico-culturales de advertencia en una época necesitada de amor: recordando los ideales de la alta trova, Konrad celebra a ambos amantes como ejemplo de entrega mutua completa y perfecta.
«Amour» pone el corazón del rey en manos del «Vif-Désir», sacado del tratado del rey René, Livre du Cuer d’Amours espris (Libro del corazón conmovido por el amor), miniatura de un ilustrador desconocido, 1457.
Esta narración atestigua cómo entró el esquema metafísico clásico de la unificación de dos en la cultura narrativa mundana de la época caballeresca. Que la figura conceptual más refinada de la teología mística pudiera aparecer en el ámbito profano en una transposición tan drástica, que se admitiera modelar relaciones amorosas entre hombre y mujer en analogía con la unión mística y monástica de Dios y alma: eso fue la magnífica, y peligrosa, consecución de la cultura amorosa cortesana de inspiración arábigo-provenzal. A cuya aventurada empresa pertenece el ejercicio paralelo de juegos de lenguaje eróticos y cristológicos, y la sublimación del deseo sexual en la idea metafísica de unificación. Lo que aquí se produce entre los amantes como amor cordial desde la lejanía, y como canibalismo cordial en la proximidad inmediata, transporta la eucaristía a una dimensión de hibridizada intersubjetividad; el corazón del caballero cocinado constituye un equivalente preciso de la hostia ante la que se dicen las palabras de la consagración: hoc est corpus meum. La cocina, en vez del altar, se convierte en el lugar de la transustanciación. Con la donación de su corazón, el caballero, secundado por su poeta, instituye una variante herética de la eucaristía. Con ese acto corrobora la tesis de que amar significa ofrecerse como autooblación a la consunción por el otro. La oblación no pertenece, sin embargo, al eros como tal, sino a la idea imperial y feudal de servicio, y sólo cuando servir y amar estuvieron radicalmente ligados uno a otro como acciones originarias de la devoción, tal como sucedió en la Edad Media europea, pudo registrarse la entrega del corazón como récord erótico válido. En el juego cortesano –y la corte es en primera línea una reunión de gentes de servicio– la entrega del corazón propio a una única comulgante puede presentarse como un acto caballeresco admirable, adscribible a una nueva y audaz hiperortodoxia literaturizada de devoción erótica. La ley de la trova ha neutralizado la blasfema osadía de la alianza eucarística y místico-unificativa entre hombre y mujer y la ha rodeado de un tolerable nimbo de nobleza cortesana. Si en las palabras pronunciadas al impartir la comunión se decía: esto es mi cuerpo, en el poema del corazón embalsamado, cocinado y devorado se dice: esto es mi amor. En consecuencia, a la mujer no le sucede nada injusto por el cínico ardiz culinario del marido. Al contrario, aunque sea como un sacerdote indigno, también el cónyuge celoso puede prepararle y darle a ella la hostia-corazón sin mengua de validez sacramental. La consumición por parte de la dama es lo más apropiado que podía suceder con un corazón que estaba plenamente dedicado a su servicio. ¿Para qué, entonces, regresó en su sagrario desde el Santo Sepulcro al castillo europeo, si no para estar junto a ELLA, naturalmente no sin la compañía del anillo que testimonia la unión de los amantes en el círculo común de animación?
Esta historia del corazón devorado llegó oportunamente en su tiempo para responder a una perplejidad descubierta precisamente entonces por los trovadores cortesanos: que, como se constata ya al principio de la historia, para el amor perfecto no existe superación alguna ni futuro alguno, en todo caso relajamiento por su consumación física. Quedan dos caminos abiertos para eludir la esterilidad inhumana del idealismo erótico: uno lleva a la exaltación monstruosa, el otro a la permisión de la trova baja, de un amor de rango inferior. Con abundancia de variantes, la literatura tardomedieval demuestra que ambos caminos encontraron sus caminantes. Quien opta por la superación o exaltación, como el poeta conservador que quiere unir la diversión por fascinación con la conversión moral, tiene que dar por buena la comunión caníbal como un proceso válido para que la unión de los amantes se supere en una eucaristía salvaje. No está excluido que ese exceso recuerde un nacimiento olvidado, el de la conciencia humana de espacio interior de la antropofagia. Según la opinión de muchos antropólogos, la idea de un espacio interior confortable e inquietante a la vez en el cuerpo humano remite a una «disposición caníbal» arcaica, casi desaparecida sin rastro, según la cual el mal, que se manifestaba especialmente bajo la forma del prójimo perturbador, había de ser «in...