
- 396 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El beso del diablo
Descripción del libro
Tras un extraño incidente de tráfico, Vivian Glenne, una mujer que vive con sus tres hijos y con Roy Hansen, padre de los dos más pequeños, sale esa misma noche a buscar una flor para su hijo Kenneth. A la mañana siguiente, su cadáver aparece brutalmente golpeado. Cato Isaksen y Marian Dahle inician la investigación interrogando a Birgit y Frank, los claustrofóbicos vecinos de enfrente. ?A su vez Dan, hijo mayor de Vivian, decide indagar por su cuenta con su amigo Jonas. La red de sospechosos que surge los arrastrará por caminos equivocados y Cato Isaksen y la inestable Marian Dahle tendrán muy poco tiempo para resolver este misterioso caso. Si no lo hacen rápido, habrá más muertes.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2013ISBN de la versión impresa
9788415803720ISBN del libro electrónico
9788415937449El beso del diablo
Y no temáis a los que matan el cuerpo.
Evangelio según San Mateo
Bandeja de borradores
Jueves, 14 de julio 18:04
¡Besas como el mismo diablo! ¡Pero te detesto! Porque ahora sé que yo no era el único, éramos muchos. Estoy helado, como si me estuviera pudriendo por dentro. ¡Deseo que todo te salga mal!
He llorado por primera vez desde que era niño. Te quería para mí solo, para siempre. Ahora parece estúpido, pero yo deseaba que fuéramos tú y yo. Te reíste cuando te lo dije, pero yo pensaba que estaríamos juntos tanto tiempo que yo me encogería y me quedaría calvo, y tú tal vez enfermarías. He soñado con eso, porque así estarías atada a mí.
¿Por qué tengo que comer de tu mano como un perro que adora a su amo? Vas muy escotada y llevas zapatos de tacón, o botas altas, y te embadurnas de maquillaje. La diferencia de edad lo hacía aún más emocionante, pero, en realidad, no tengo mucho más que decir. Es evidente que para ti todo esto no significaba nada.
Recuerdo la primera vez. Empujaste el parque del niño hasta pegarlo a la pantalla de la televisión. Estábamos en diciembre. A día 5, para ser exactos. En la programación infantil emitían un nuevo episodio de «El calendario de Adviento». El número 5 brillaba cubierto de purpurina roja. Tu hijo estaba allí plantado, con el chupete puesto, mirando fijamente el televisor. Entonces nos fuimos corriendo al cobertizo. No había nieve, pero la hierba sin cortar estaba amarilla y cubierta de escarcha.
El vaho escapaba de nuestras bocas, y el olor a madera mojada excitaba mi nariz. En una estantería desordenada había una manta de lana verde que extendiste por el suelo. Sobre mi polla deslizaste un aro de goma negro con pinchos. Todos los hombres sueñan con una mujer como tú.
Puedo ver cómo te mueves. Vista por detrás eres un poste, alta y delgada, con las piernas largas y estrechas caderas de chico. Pero, cuando te giras, aparecen tus pechos grandes y tu vientre un poco redondeado. No eres guapa, tus rasgos son demasiado bastos y tu nariz grande, pero eres sexy.
Me utilizaste. No he olvidado lo que me contaste de tu primer novio; dijiste que el sexo no era gran cosa, pero era secreto y estaba prohibido, y encendía en ti una llama que buscas constantemente para volver a prenderla. Las escenas histéricas que montaba tu madre, casi de opereta, le añadían emoción.
Me lo explicaste exactamente así. Tu madre está muerta, y tú perteneces a un taxista. Creo que eres de primera clase, pero las cosas no salieron bien.
Unos conos estrechaban el puente que cruzaba las vías del metro. Al final del muro se abrían paso cardos y cicutas. Mucho más abajo, se divisaban las vías. Por la zona habían construido algunos edificios de oficinas. Solo quedaba espacio para que pasara un coche. Hacia él venía un Ford, gris y abollado. Lo reconoció al instante, era el coche de Vivian. Echó un vistazo al reloj del salpicadero. Eran las 16:52. Aceleró. Había una flecha blanca que señalaba en el sentido de su marcha. Vivian también aceleró. Él se inclinó sobre el volante. Pero si le correspondía a ella ceder el paso, joder. Se encontraron en la mitad del puente. Él frenó de golpe. Ella levantó desafiante el dedo corazón, giró el coche hacia la derecha y le obligó a dejarla pasar. Él pegó un puñetazo al volante y la amenazó. La furia hizo presa en él con su garra, oscura y reconocible. Habían pasado algunos días desde la última vez que hablaron. Fue en el pequeño invernadero que ella tenía junto al huerto del bosquecillo, muy cerca de su casa. Ya no quería estar con él. Se había acabado. Al instante volvió a tener la misma sensación; el olor dulce y cálido del mantillo y el plástico caliente, las sombras de los troncos de los árboles que trazaban oscuras líneas sobre el techo sucio, las manchas de luz que vibraban y centelleaban entre el follaje. Era solo eso; el instante en que todo había terminado, y nada más. Le había dado un beso en la mejilla, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todo, le quería. Pero estaba fingiendo. Nunca significaste nada. Ella olía a cigarrillos y a perfume. Él se dejó caer, a cuatro patas, y sus manos hurgaron entre la hojarasca que cubría el suelo de tierra. Ella se marchó, sin más.
Agarró con fuerza el volante con una mano y sacudió la otra, enfurecido, para apartar un insecto peludo que embestía contra su cuello. Metió la marcha atrás, soltó el embrague y pisó el acelerador a tope. El coche retrocedió unos metros. La carrocería se bamboleaba arriba y abajo mientras el coche avanzaba y retrocedía para dar la vuelta.
La noche anterior había contemplado desde la cama el contorno de la puerta del dormitorio. A su lado, Eva respiraba suavemente. Él se dio la vuelta y puso la mano sobre su cadera. Durante unos instantes, ella no se movió, pero luego le apartó. Él la había mirado, había contemplado su rostro pálido, los ojos cerrados y la sangre que latía en una vena azul del cuello. El momento explotó en su interior; su pecho se contrajo, el dolor era insoportable. Enfurecido, se dejó caer de la cama y golpeó la mesilla. Las cosas no dejaban de caer. Agarró a Eva, la levantó de un tirón y la zarandeó hasta que ella gritó pidiendo clemencia. Después se había sentado en el salón, junto al ventanal, pensando en la muerte, en su padre, que se ahorcó cuando él tenía 17 años, en la sensación de pérdida que desde entonces había dominado su vida; oscura, atrayente, una tubería que de pronto tiene una fuga, una rama que el viento parte, una chaqueta que se desliza por la percha y cae al suelo. Había ido a buscar el libro en el que había leído esas palabras exactas, había contemplado esas líneas que le describían una y otra vez. Ardía de humillación. Y por la mañana había ido a la tintorería para hablar con Vivian.
Vivian Glenne se giró y pasó el brazo sobre el asiento del copiloto. Sentía náuseas al verle; el cabello canoso y el jersey rojo. Su coche se balanceó unos segundos al subirse a la acera. Al momento siguiente bajó con una sacudida. Él, y ese BMW suyo tipo Rambo, ¿no se atrevería a dar la vuelta en medio del puente? Pero, en ese mismo momento, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que estaba haciendo. Volvió a mirar al frente y pisó el acelerador con tanta fuerza que pareció que el afilado tacón del zapato atravesaría la alfombrilla de goma. Él había vuelto a ir a la tintorería. Ella le había rechazado, no quería hablar con él. Fue Birgit quien le entregó sus camisas. El reloj del salpicadero marcaba las 16:53. Miró alternativamente el espejo del coche y los retrovisores. Llevaba los neumáticos bajos de aire, el cuentakilómetros no funcionaba y el reposacabezas estaba suelto. El viento, entrando por la ventanilla medio abierta, agitaba su cabello. Alguien cruzaba la calle. Redujo la velocidad y volvió a acelerar. Llevaba dos niños hambrientos en el asiento trasero y había intentado colarse por el puente antes que el maldito BMW. Sabía que él era asqueroso. Desde el principio, su ira se agazapaba en su interior como una sombra peligrosa. Por eso había aguantado estar con él tanto tiempo. En el fondo le tenía un poco de miedo.
–Mamá, ¿qué pasa? ¿Alguien viene a por nosotros?
Ella se inclinaba tensa sobre el volante.
–¡Cállate, Kenneth!
Él entrecerró los ojos concentrándose al máximo. El asfalto oscuro estaba cubierto por una fina capa de humedad, consecuencia de un chaparrón repentino. Desalmado, así le había llamado hoy Eva. Ella le sacaba de quicio cuando daba la lata con el agua turbia del bebedero para pájaros; está sucia y además atrae a los pájaros con las semillas de los árboles flotando, y el vecino tiene gato. A él le daba igual si el agua estaba gris, marrón o cristalina. Contenía imágenes reflejadas, también la suya. El objeto gris, con aire de estatua, debía tener agua. Ese bebedero para pájaros era una escultura, algo que distinguía su jardín del resto.
Si no se veía a ningún obrero vestido de color naranja, ¿por qué habían cortado la mitad del puente? Se habrían cogido el día libre, como hacían todos los malditos funcionarios municipales. Las personas eran animales, puede que animales inteligentes en sus mejores momentos, pero las mujeres como Vivian le sobraban. Evocó el aroma dulzón de su perfume barato y pisó el acelerador.
El coche derrapó de lado sobre el asfalto mojado. Ella consiguió enderezarlo y se dio cuenta de que la gente se detenía y que la seguía con la mirada. El viento agitaba el árbol que había junto a la parada del autobús. El corazón le golpeaba el pecho como un guante de boxeo. Hoy, en el trabajo, había tenido problemas para concentrarse. En su cabeza se había formado un batiburrillo de vestidos, trajes, camisas y americanas. Una anciana había traído un manguito de piel. Ahora, en pleno verano. Birgit pegó un grito cuando iba a guardarlo en el cajón de los encargos especiales. Después se rieron. Así se aligeró un poco la tensión que flotaba en el ambiente. Birgit se excusó diciendo que, por un momento, había creído que era un conejo vivo. Y poco después vino él.
Ella condujo el coche por la curva abierta. Había conseguido llevarle un poco la delantera. Las grandes alas de un pájaro negro rozaron el suelo delante de sus faros. Por un momento se aproximó peligrosamente a la cuneta, pero consiguió enderezar el coche mientras escuchaba una molesta voz radiofónica que hablaba de un tiburón. En su estómago había aparecido un perro, el tiburón lo había devorado en un fiordo que estaba a 50 kilómetros de allí. El perro nadaba siguiendo la barca de su amo. Se lo comieron. Apagó la radio. Eso es lo que pasa cuando te aventuras en aguas profundas. A la altura del supermercado tuvo que frenar para dejar paso a un camión que se incorporaba desde una carretera secundaria.
Su corazón latía como si fuera a estallar. Vivian Glenne iba volando por la recta que pasaba frente a la gasolinera Shell, el centro comercial y los cines Symra. En plenas vacaciones de verano había poco tráfico. La carretera se dividía en tres a pocos metros del centro comercial y, justo después de la curva, antes de llegar al cruce, estaba la entrada a una casa con un seto muy tupido. Echó un vistazo al retrovisor. Un Golf se había colado entre su coche y el BMW. Sin pensarlo, frenó de golpe, giró el volante a la derecha y subió por la entrada salpicando gravilla. Apagó el motor. El viento volvía del revés las hojas del seto desconocido mostrando el gris plata de su cara inferior. Sebastian se despertó y empezó a lloriquear. No daba la impresión de que hubiera alguien en la casa. Vio por el retrovisor al BMW pasando a toda velocidad.
–Mamá, Dan es mi hermano mayor. ¿Mañana me llevo una flor a la guardería?
–Sí, Kenneth –dijo ella–, mañana es el día de las flores. Esta noche cogeré una flor en el bosquecillo para ti.
Estaban en el cuarto de Dan. Tenían un ordenador cada uno, auriculares y la mano arqueada sobre el ratón. El escritorio era alargado y cubría toda una pared. Además, había una silla negra con ruedas para cada uno. La habitación estaba desordenada y la cama sin hacer. Dan miró a Jonas. Llevaba el cabello claro, casi blanco, peinado en mechones irregulares que cubrían su frente y sus orejas. Llevaba puesta una camiseta negra con lenguas de fuego estampadas en el pecho. Jonas era más guapo y más listo que él, pero también más delgado. Demasiado delgado, en verdad.
–¡Joder! –Dan rio cuando el coche rojo derrapó antes de salir disparado por la pantalla. El coche amarillo lo persiguió por la pista digital, a velocidad supersónica, hasta adelantarle.
–Disfruta del tiempo que te queda –se burló Jonas cliqueando frenéticamente el ratón.
Su voz sonaba a falsete ronco, como solo puede hacerlo en los chavales que están cambiando la voz. Así la describía su madre con algo de sorna cuando él no estaba presente.
–¡Joder! Mira, Jonas, ahora tendrás que espabilarte –Dan se mordía el labio–. ¡Te odio, tío!
–A ver si llega ya tu madre y comemos algo.
–Sí, estará al caer –se inclinó hacia la pantalla.
Los gráficos eran claros y bien definidos. El sonido atronaba...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- El beso del diablo
- Epílogo
- Créditos