Los Logócratas
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Los Logócratas

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En Los logócratas diversos textos inéditos –ensayos, entrevistas, el relato «A las cinco de la tarde»– que jalonan la trayectoria de George Steiner nos desvelan las bases teóricas y metafísicas sobre las que ha desarrollado su obra. Sus posiciones fundamentales se exponen aquí con toda claridad, en especial su concepción del arte, sus lealtades «cratilianas», su relación con el libro, junto con lo que debe a las «religiones del Libro», su deuda con Boutang y sus tesis filosóficas.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2017
ISBN de la versión impresa
9788498410082
ISBN del libro electrónico
9788416964611
Edición
1
Categoría
Literatura

III

Entrevistas

El arte de la crítica

Entrevista con Ronald A. Sharp

Pregunta: Usted habló un día de «paciencia de la aprehensión», del «cuestionamiento sin fin» que la ficción puede poner en ejecución, y sin embargo ha descrito sus ficciones como «alegorías de argumentos, de ideas puestas en escena». ¿Lo sigue viendo así?
George Steiner: Más que nunca. Mis ficciones entran en la categoría más general de esos profesores, críticos e investigadores que se complacen en ejercitarse en ella una o dos veces en su vida. Mis primeros relatos son ya un ensayo para reflexionar sobre mi cuestión central. El traslado de A. H., según creo, es más que eso. Tal vez ese libro tiene cierta vida. Pruebas es otra parábola, una parábola intelectual; pero los discursos de A. H., las artes de la novela que quizá han llegado de verdad a la gente, son también ensayos. Lo sé. Exponen una doctrina, una creencia, una convicción. Hacen preguntas. El misterio por el cual un creador –no tenemos respuestaengendra una voz, un personaje en tres, incluso en diez dimensiones, que adquiere independencia, no tiene mucho que ver con la pura inteligencia o con las capacidades analíticas sistemáticas. Dios sabe que existen novelistas enormemente inteligentes; acaso Proust fuera en algunos aspectos, cerebralmente, el espíritu más vigoroso del siglo, pero no sucede así con muchos. No tienen nada que decir de ese precipitado espontáneo que se produce en ellos ni del lenguaje de esta génesis de lo viviente, de esa cosa que deambula ante uno hasta el punto de hacerle olvidar el nombre del autor. Es el genio, es la creatividad. Y yo, desde luego, no los poseo. Dos páginas de Chéjov crean todo un mundo, unas voces que no se olvidan. Están presentes. Es muy distinto, creo, de lo que puede hacer alguien como yo.
P. ¿Las ideas tendrían en la ficción un papel subordinado?
G. S. Ésa es una pregunta muy difícil. Existen novelas que calificaríamos de grandes, pero que en realidad vivirán gracias a su contenido ideológico e intelectual. Tal podría ser el caso de buena parte de la producción de Thomas Mann. El hombre sin atributos de Musil inspira tanto a los filósofos como a los críticos literarios. Pero es raro. No espere nada semejante del autor de ficción más extraordinario –no se burle de mí– de nuestro tiempo: Georges Simenon. Puedo sacar de mi biblioteca diez o doce Maigret, y no hacen falta cinco o diez páginas, como en Balzac, o veinte, como en Dickens (que tarda de veras en entrar en el meollo del asunto; Balzac también): Simenon llega a ello en dos o tres párrafos. Hay un Maigret que empieza con un gran estruendo. A las tres de la mañana, en Pigalle, el viejo barrio caliente de París, el patrón de un local nocturno echa el cierre metálico. Es la hora de cerrar. A partir sólo de ese ruido, teniendo como fondo el estrépito del coche del lechero, con los pasos de quienes quieren irse a dormir y de quienes se dirigen a Les Halles para preparar el mercado del día, Simenon define la ciudad, evoca Francia mejor que ningún historiador, y eso no es todo: los dos o tres personajes que contarán en el relato están ya delante de nosotros. Simenon observa de una manera o de otra que los pasos del hombre que baja el cierre y se aleja del club nocturno revelan un andar vacilante, curiosamente cansino. Y aquí está el primer indicio importante. Éste es el mysterium tremendum de la creación de personajes autónomos. Claro que sí, la ideología puede estar presente. Yo he tenido el privilegio de conocer a Arthur Koestler, y qué no habría dado uno por haber escrito El cero y el infinito, uno de los actos supremos de las ideas. Para mí es un caso límite. Probablemente se le seguirá leyendo no por Gletkin y Rubachov, sus personajes de ficción, sino a causa de sus extraordinarias reflexiones sobre el estalinismo, el marxismo, la tortura y el horror: ¿cuál es la naturaleza de un compromiso ideológico hasta la muerte? ¿Hay mentira cuando se trata de defender una buena causa? Pero es un libro muy rico. Koestler ha puesto en él justo la suficiente densidad, vida y existencia como para que no sea un escrito ideológico.
P. ¿Le gustaría escribir más ficción?
G. S. Sí, pero no estoy a la altura de los temas que me afectan más profundamente. No he dejado de destrozar el principio de un relato o de una novelita sobre el tema siguiente: estamos en una isla griega en la época de los coroneles, o en Turquía, en América Latina, en cualquier lugar del mundo, pero en un Estado policial. El hombre vuelve a su casa a reunirse con su mujer y sus hijos. Esta vez, cuando se van a la cama o se sientan a la mesa, ella siente la tortura sobre su marido (él pasa las primeras horas de la tarde torturando). Él nunca habla de ello, nunca hace la menor alusión a la naturaleza de su trabajo, pero las mujeres lo saben: saben que comparten la cama con hombres que han hecho a los cuerpos de otros hombres y de otras mujeres lo que esa gente hace. La fuente última es la obra de Aristófanes Lisístrata, que versa sobre las mujeres que se niegan a acostarse con sus hombres hasta que no hayan dejado de pelearse. El problema, aquí, no es que ellas no se acuesten con ellos, sino que el acto del amor comienza a acompañarse de una terrible náusea, hasta el punto de que, para acabar, empiezan a matar a sus maridos. Luego están los hijos: ¿cómo viven los hijos sabiendo lo que hace su padre?
Pero haría falta un maestro, cosa que yo no soy. No he dejado de acometer la obra, pero toma un sesgo estridente, rígido, abstracto. Un maestro sabría exactamente qué decir de la cena, de un ligero ruido en el dormitorio, y aquello funcionaría. Uno se dejaría atrapar.
La otra historia con la que batallo nos conduce a un tema mucho más general. Observo la crisis actual del matrimonio, en particular con el alargamiento de la duración de la vida. He tomado notas detalladas para contar la historia de un matrimonio que se transforma en amistad profunda pero, desde luego, el deseo se ha desvanecido; en cierto sentido, el amor también ha desaparecido, porque la amistad no es lo mismo que el amor. Todo gira en torno a una frase de una carta de Rilke a una mujer a la que abandonó muy pronto y a la que no volvió a ver: «Recuerda que en un buen matrimonio uno se convierte en el guardián amante de la soledad del otro». ¡Qué frase tan fantástica! Me gustaría mucho desarrollar esta paradoja: que el deseo y la vitalidad de la pareja tienen muchas más probabilidades de sobrevivir cuando reina una hostilidad profunda.
Éstos son los dos temas alrededor de los cuales doy vueltas y más vueltas, pero merecerían un verdadero novelista, cosa que yo no soy.
P. ¿Y la poesía? Usted ha escrito poesía.
G. S. Sí; publiqué en Oxford en la gran época de la revista Poetry, e incluso en la Paris Review. La educación que recibí en el liceo francés, que en algunos aspectos se parecía aún a la del siglo XIX, reservaba un lugar importante a los textos aprendidos de memoria, al análisis gramatical del latín y después del griego. Todo esto se basaba en la idea de que un hombre cultivado –tal vez debiera añadir una mujer, pero resultaría extraño, pues era un medio esencialmente masculino– puede escribir versos. Se nos pedía que imitáramos un pasaje latino célebre, encontrando nuestro propio latín; luego en francés: variaciones sobre un tema conocido de la literatura. Uno tenía que componer versos con arreglo a formas y reglas estructurales rigurosas: el soneto, la oda, el dístico heroico. Nadie esperaba de nosotros un genio espontáneo. Hacía falta trabajo, tejné, esa palabra griega que nos ha dado nuestra «técnica» y nuestra «tecnología». Era una «realización» –la palabra casi ha desaparecido de nuestro vocabulario en este sentido–, como el bordado o el piano para las señoritas, o como la acuarela.
De este modo me formé yo, pues, y cuando me sumergí en el mundo anglófono escribí poemas, algunos de los cuales apenas valían tal vez más que eso. Algunos tenían quizá una chispa de intensidad y de necesidad íntimas, pero en conjunto eran versos, y entre los versos y la poesía hay años luz. Un poeta de primer orden ingiere, interioriza este conocimiento hasta en sus menores parcelas, sin tener ni siquiera que hacerse esta observación. En un poema de verdad, la relación entre la forma elegida y lo que llamamos el contenido es a tal extremo orgánica que, si preguntáramos al poeta por qué ha compuesto una oda, versos libres o un monólogo dramático, contestaría: «¡No sea estúpido! ¡Léalo! No puede ser de otra manera».
Guardémonos, sin embargo, de pecar por exceso de romanticismo. Ben Jonson escribe sumarios, panorámicas en prosa, después produce algunas de las poesías líricas más mágicas de toda la literatura. Dryden y Pope trabajan su prosa en verso; algunos de los mejores versos son una forma realzada de prosa. Pero desde los románticos, qué duda cabe, no es así como concebimos el «desahogo espontáneo de poderosos sentimientos», por citar a Wordsworth. La enseñanza del liceo era lo contrario: quien se desbordaba tenía que pasar de inmediato la esponja.
P. ¿Qué ha sucedido con esta tradición del hombre de letras a la cual acaba usted de hacer alusión?
G. S. Suscita una profunda desconfianza. Hagamos un poco de historia. El hombre de letras representaba una especie de consenso en materia de gustos y de centros de interés en el seno de su sociedad. La gente tenía deseos de oír hablar de literatura y arte a un no especialista cultivado. Macaulay, Hazlitt –los grandes hombres de letras– hacían recensiones que tenían las dimensiones de un libro, tan largas eran. Hubo una época para las publicaciones de este género. El hombre de letras también podía escribir poesía y ficciones, incluso biografías, y en Inglaterra esta tradición no se ha extinguido. Aún tenemos a Michael Holroyd, a mi antiguo alumno Richard Holmes, tan aclamado hoy; tenemos a Cyril Connolly, a Pritchard, que es un sutil autor de relatos, un crítico constante y un infatigable autor de reseñas. Y yo no soy de los que denigran a J. B. Priestley. Sus detractores darían cualquier cosa por tener una pizca de su talento. Crítico, biógrafo y memorialista, Robert Graves, tan buen poeta, fue en muchos aspectos un supremo hombre de letras.
Todos mis adversarios, todos mis críticos se lo dirán: soy un generalista demasiado superficial en una época en la que eso ya no se hace, en la que no hay más conocimiento responsable que el especializado. Cuando salió la primera edición de Después de Babel, un eminente lingüista, un hombre de edad que vive todavía, alguien a quien respeto mucho –el sumo sacerdote de los mandarines–, firmó una reseña que empezaba así: «Después de Babel es un libro muy malo, pero, ay, es un clásico». Yo escribí al profesor diciéndole que nadie me había hecho nunca tanto honor, sobre todo ese «ay» que le había sido arrancado. Él me escribió entonces que habíamos llegado a una situación en la cual nadie podía abarcar todo el campo de l...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. I. Mito y lenguaje
  4. II. Los libros nos necesitan
  5. III. Entrevistas
  6. IV. Ficción
  7. Notas
  8. Créditos