Venecia. El león, la ciudad y el agua
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Venecia. El león, la ciudad y el agua

  1. 272 páginas
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Venecia. El león, la ciudad y el agua

Descripción del libro

«Nooteboom ha logrado lo imposible: decir algo nuevo sobre esta ciudad intemporal sobre la que parece que se ha dicho todo». ALBERTO MANGUEL«Cees Nooteboom ha desbordado con su incesante creatividad el límite que proponen los géneros literarios. […] Ha hecho del nomadismo una actitud filosófica, estética y espiritual que trasciende las fronteras y revela la naturaleza expansiva de los horizontes humanos». Del jurado del PREMIO FORMENTOR DE LAS LETRAS 2020La pasión de Cees Nooteboom por Venecia no se ha apagado en más de cincuenta años. Su primera visita fue en 1964, en compañía de una joven. Después, en 1982, llegó a Venecia en el Orient Express, pero no se subió a una góndola para recorrerla hasta su décima visita. Se ha sumergido en las profundidades del laberinto y ha descubierto sus propias lagunas urbanas entre los callejones, las cancelas cerradas y los incontables canales. Se rodea de aquellos que murieron y rinde tributo a los pintores y escritores, compositores y artistas que vivieron en esta ciudad o se inspiraron en ella, así como a los palacios, los puentes, las pinturas y esculturas que confieren a esta urbe una suerte de inmortalidad.Quienes conozcan bien y amen a la Serenísima y su literatura reconocerán en Nooteboom al brillante heredero de Montaigne, Thomas Mann, Rilke, Ruskin, Proust o Brodsky. Su homenaje a Venecia en este nuevo libro, impecablemente traducido por Isabel-Clara Lorda Vidal, es una deslumbrante aproximación tan erudita y cautivadora como digna de una temática tan sublime.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788418245961
ISBN del libro electrónico
9788418436345
Edición
1
Categoría
Viajes

Nombres

Los nombres que aparecen en el mapa de la laguna despiertan el deseo de viajar; de escapar un rato de los callejones y de las multitudes, de las iglesias y de los santos. Venecia está rodeada por un muro de agua y a veces te invade de repente una sensación de claustrofobia y necesitas salir un poco. Lago delle Tezze, Ponte della Musa, Fondo dei Sette Morti: tales son los nombres que la gente le ha puesto a este mundo húmedo. No hay nada más bello que surcar el agua a toda velocidad en la cubierta de un vaporetto. El lago de Tezze, el puente de la Musa, el ancladero de los Siete Muertos, los nombres son irresistibles; necesito salir. He pensado en acercarme a Chioggia, pero no sé muy bien cómo llegar y no me apetece preguntar. En el mapa se ve, justo enfrente de la ciudad, la larga y estrecha franja del Lido a cuyo extremo se encuentra la isla Alberoni, y, un poco más abajo, otra isla, aún más estrecha y alargada, llamada Pellestrina, aunque las dos islas no están conectadas por un puente. En el Lido, te choca la súbita presencia de automóviles junto al fenómeno añadido de que la gente presenta un aspecto diferente. Pero también hay un autobús con destino a Pellestrina, un autobús que al parecer no necesita puente alguno. Sin pararme aún a pensar en cómo es posible esto, me limito a tomar asiento. Primero circulamos por el casco urbano y pasamos por delante del famoso Hotel des Bains, donde Harry Mulisch solía alojarse un mes durante los veranos a imitación de Thomas Mann. El hotel presenta un aspecto triste, de gloria perdida, tiene las ventanas selladas con paneles de madera y delante de él se extiende una playa solitaria. Kafka, Mann, Mulisch, no es poco. Circulamos un par de kilómetros y de repente no tengo más remedio que bajarme del autobús, porque todo el mundo lo hace. El bus prosigue su ruta, vacío: un misterio irresoluble. No quiero preguntar nada a nadie, de modo que, junto con otros dos pasajeros que se han apeado, espero el siguiente bus, en cuya llegada ellos parecen confiar plenamente. Viaje con destino desconocido. Ya veremos cómo seguir. Y, claro está, me subo, como los demás, al autobús que acaba de llegar; el billete del primer bus sigue siendo válido. Circulamos ahora por una larga franja de tierra que en el mapa casi se confunde con la calzada. A la derecha veo algo parecido a un terreno pantanoso; a la izquierda, una especie de playa interminable con campings que en esta temporada del año apenas tienen vida. Voy sentado en la parte derecha del bus y avisto la silueta de la ciudad, cada vez más lejana, que parece flotar sobre el agua, una visión de Venecia. Continuamos hasta Alberoni y nos detenemos en un aparcamiento. Aquí sí que me decido a preguntar y me indican otro autobús que, sin previo aviso, se sube a un transbordador, con lo que me desplazo al mismo tiempo en un bus y en un barco, aunque en realidad no sea así, claro; navego en un autobús detenido rumbo a la siguiente isla, la franja aún más larga y estrecha de Pellestrina, una línea de arena cada vez más fina, de nuevo una carretera flanqueada por un mundo acuático. Sigo sin saber cómo llegar a Chioggia, pero mi fe ciega no me defraudará, porque al final del trayecto nos espera un sólido barco con destino al puerto de Chioggia. Como he leído con mucha atención mi guía Norwich, sé que en el año 810 el ejército de Pipino, hijo de Carlomagno y, como tal, rey de Italia en Rávena, quiso partir de aquí justo en dirección contraria, hacia el lugar de donde yo acabo de venir, un primer intento de conquistar Venecia desde estas islas justo en el lugar donde hoy he cruzado el canal de Malamocco en mi autobús embarcado en un transbordador. En los lugares históricos, el pasado remoto es siempre una forma de ayer. La política internacional de aquellos días es difícil de desentrañar y, sin embargo, intento imaginarme los conflictos que tenían lugar en la laguna. He dejado atrás la estrecha franja de la isla, el mar cuyo aspecto debía de ser el mismo de entonces, las dos islas de donde vengo y que en aquella época, cuando aún se llamaban Rialto y Olivolo, ya eran gobernadas como grupo por un dux y tardarían un tiempo en convertirse en la Venecia que conocemos; y todo ello no era sino unas piezas de ajedrez en la lucha entre el antiguo Imperio romano bajo la forma de Bizancio y el nuevo Imperio franco del norte que había penetrado muy adentro de Italia, y, entre ambos, una Venecia internamente dividida haciendo de obstáculo. El Imperio oriental de Bizancio estaba furioso, porque los venecianos habían acudido a la coronación de Carlomagno en Roma el día de Navidad del año 800, aunque también la propia Venecia estaba dividida. Por aquel entonces, el cargo de dux lo ejercían de manera simultánea tres hermanos —algo que más adelante sería imposible—, y estos le pidieron a Pipino que ocupara Venecia para así asegurarse su dominio. Pero, cuando Pipino se presentó, los venecianos olvidaron sus luchas intestinas, apartaron de forma temporal a los dux acusándolos de traidores y decidieron defenderse sirviéndose de la laguna, justo en el punto donde yo la he cruzado hoy para ir de Pellestrina a Malamocco. Retiraron todas las indicaciones de los canales navegables en el agua traidora, bloquearon los accesos con estacas y escombros, y el resto lo hicieron los bancos de lodo y de arena del pantano, además de una marea alta recurrente. Imposible pasar. Malamocco, que sigue estando en la isla hoy llamada Lido, cerraba el paso a Venecia, como lo hacía también la franja estrecha de Pellestrina, con lo que Pipino no podía acceder a Malamocco ni desde Chioggia ni desde Pellestrina. Así y todo, como precaución, se evacuó a las mujeres y los niños a la isla de Rialto. Un par de semanas después de reconocer su derrota, Pipino murió y todo aquello se transformó, de modo natural, en un relato en que triunfaba el espíritu independiente de Venecia, reputación esta que durante los siglos siguientes la República sabría explotar bien. Para imaginármelo solo dispongo del agua que me rodea y de la silueta de Chioggia delante de nosotros. No obstante, lo que más me llama la atención es la dimensión temporal. ¿Cómo y, sobre todo, cuándo supieron en Aquisgrán, al otro lado de los Alpes, lo que estaba sucediendo ahí abajo, en el sur? ¿Cuánto tardaban en llegar las noticias? ¿Qué papel desempeñaban los rumores? ¿Era cierto que iba a acudir una flota bizantina en ayuda de los isleños? Aquello era una lucha por la hegemonía entre dos reinos, el Imperio franco de Carlomagno y los herederos bizantinos de Roma en Asia Menor, quienes no podían prever que aquello sería el principio de una batalla naval y una lucha que duraría mil años y aún menos que ese par de islas desgajadas, que todavía no constituían una verdadera ciudad, se confederarían convirtiéndose en una gran potencia naval que conquistaría los territorios del otro lado del mar Adriático y no del oeste. La historia es una maga y una malabarista que sostiene de manera simultánea en el aire todo tipo de pelotas o bolos. El papa detenta la autoridad sobre una gran parte de la península italiana, lo que hace de él un gobernante secular, pero también un mandatario espiritual, un doble papel que en los siglos siguientes le llevará a menudo a entrar en colisión con la ciudad acuática del norte. En los doscientos años anteriores al intento de Pipino de cruzar a Venecia desde Chioggia ya habían sucedido muchas cosas y esto también es historia, aunque una historia con aspecto de bancos de arena y de terrenos pantanosos, de islas, de desembarcaderos para la gente del continente que huía de los lombardos, como ahora huyen del Estado Islámico los libios y los sirios. Inmigración, migraciones, solo que entonces aún no vivía nadie en la isla, salvo pájaros y cangrejos, otra clase de inmigrantes. Comoquiera que fuera, en las riberas del continente y en la propia laguna se libraron un gran número de batallas, con el solo objeto de determinar qué iba con qué y quién con quién. Y, sobre todo, quién mandaba sobre quién. No tardaron en aparecer algunas figuras pintorescas en aquel mundo todavía en gestación: el exarca de Rávena o el patriarca de Aquilea, que se consideraba a sí mismo el sucesor de san Marcos y que, al igual que el resto de su pueblo, huyó en 568 de los lombardos y se trasladó a Grado, donde ya había un obispo que había erigido una maravillosa basílica entre las ruinas romanas. Mientras zarpo hacia Chioggia en mi efímero presente, me remonto más lejos en el tiempo, adentrándome en las turbulencias del Cisma y de la guerra, en todo aquello que precedió a Venecia. La gente se refugia en Grado, se funda un nuevo obispado, los dos patriarcas se convierten en rivales, estalla una lucha infernal entre señores que deberían haberse preocupado de lo divino, un problema que no se resolverá hasta el año 1019 con la fusión de los dos obispados. ¿Qué aspecto tendría lo que nosotros llamamos Venecia en aquellos siglos turbulentos? El aspecto de un plural. En aquellos días se decía Venetiae, es decir, Venecias: una serie de islas diseminadas a lo largo de un terreno pantanoso. Después de la batalla con Pipino, había quedado claro que Malamocco no podría ser nunca la capital. Los asentamientos situados en las diferentes islas no eran más que aldeas, y en la laguna existían enfrentamientos entre los tribunos y los obispos. El Imperio bizantino, del que estos territorios constituían una provincia gobernada desde Heraclea, comenzaba a desmoronarse. Tanto en el continente como en las islas se eligieron nuevos dirigentes, y el primero que los isleños eligieron fue un tal Ursus —no un león, sino un oso—, que con el nombre de Orso, que en italiano significa «oso», se convertiría en el tercer dux de Venecia, título este que durante mil años ostentarían más de cien hombres en una serie ininterrumpida, hasta que el último de ellos, Ludovico Manin, abdicara en 1797. No fue hasta diez años después, en 1807, cuando el propio Napoleón, quien había anunciado que sería un Atila para Venecia, llega a la ciudad. La palabra dux procede del latín y significa «dirigente». Más de un siglo después, otro hombre, que no había leído bien la historia, se arrogó en Italia el título de duce, con el consabido desenlace.
Una ráfaga de viento agita las telarañas históricas en torno a mi cabeza e impulsa a Pipino y su ejército, al patriarca de Grado, al papa y al emperador de Bizancio, un tapiz transparente en movimiento que solo existe para mí. Entre los demás pasajeros, he bajado la pasarela. Vuelvo a pisar tierra firme, lo cual es una sensación curiosa, porque esta tierra es el continente y estoy de nuevo conectado con el resto del mundo. Si diera un gran rodeo podría volver a alcanzar la ciudad isleña por el otro lado, lo que demuestra lo condicionado que uno está en Venecia. De camino hacia aquí me he entretenido con la historia de la ciudad. Esta manía mía no creo que la tenga todo el mundo; está relacionada con mi carácter, con la sensación de que el aire en estas tierras está saturado de historia, un aire diferente, cuyos átomos son los nombres y los años, unas partículas cargadas que, si bien para otros son invisibles, ejercen sobre mí un extraño efecto que me obliga a fijarme en inscripciones y monumentos y me descubre por doquier huellas del pasado, una extravagancia a la que uno puede entregarse con facilidad en Venecia, porque el tráfico no te desvía la atención. Vas caminando, el ritmo te lo marca el compás de tus pies, y ya casi estás en un poema épico. Lees la ciudad al ritmo de tus pasos.
Aquí sucede lo mismo, detrás de mí está el mar y frente a mí una calle, larga y ancha, que parece alcanzar el horizonte: Chioggia. La sensación que me produce es la de una paradoja, tal vez debido al escaso tráfico, porque ahora que al fin me he alejado de toda aquella agua es como si la ancha calle fuera un río y yo caminara sobre el asfalto como sobre el agua. Después de un par de semanas en Venecia, siento como un alivio, como si me hubiera quitado algo de encima que en la ciudad no me molestaba, no, y sin embargo ahora siento una forma de libertad, una ligereza, como si me hubieran liberado, y así paso por delante de la enorme torre con el gran reloj que lleva siglos marcando el tiempo y entro en la pescheria donde los peces exponen su razón existencial conservando el mismo aspecto que presentaban antes de la construcción de esa alta torre, una forma de permanencia que ni siquiera un libro de historia puede superar. Un romano, un griego, un soldado de Pipino o Napoleón…, todos ellos reconocerían estos peces expuestos como un valioso tesoro de plata al lado de los moluscos que se recluyen, al igual que entonces, en el interior de las fortalezas de piedra que ellos mismos han construido.
Somos nosotros los que, con el transcurso del tiempo, no hemos dejado de cambiarnos de ropa para no parecernos demasiado a nuestros antepasados. Si el gusto de los peces ha cambiado a lo largo de los siglos nunca lo sabremos con certeza. Lo que sí sabemos ahora es que existen sustancias en el mar que antes no existían. Paso por delante de unas mesas metálicas bajas, dispuestas en dos largas hileras, que brillan bajo una carpa roja. Los vendedores están ya limpiando, la luz del sol ilumina el agua; mi mirada queda un instante atrapada en los cangrejos, las anguilas, las sardinas, las conchas, pero sé que mis ojos han registrado otra cosa y me doy la vuelta. A veces sucede esto de reparar en algo sin haberlo visto o de ver algo sin reparar en ello. Lo cierto es que no lo veo hasta que salgo de esa alargada carpa roja y me doy la vuelta: un portal estrecho, hecho de ladrillos amarillos, adornado con relieves llenos de figuras de niños desnudos, pequeños y mayores, enmarcados en paneles rectangulares. Se supone que esto no debería gustarme, porque el rótulo que lo acompaña indica que es arquitectura fascista. Tendría que haberlo visto, sí, pero lo que me hizo dar la vuelta es otra cosa. Como en un trampantojo, los pies y las manos, y en algunos casos también los brazos y los muslos, sobresalen de los marcos estrictos de los paneles dando así la impresión de que los cuerpos están en movimiento. El texto del rótulo habla del stile razionalista e celebrativo dell’architettura fascista (a saber qué querrá decir esto en semejante contexto), pero también recuerda la influencia de Donatello, y la historia que hay detrás de esto es más sencilla. En origen, no era un mercado de pescado, sino una escuela lo que estaba previsto levantar en este lugar. El escultor, Amleto Sartori (los italianos tienen el valor de llamar a sus hijos Hamlet), recibió el encargo de los padres de una niña fallecida a temprana edad de crear un monumento que visualizara todo lo que la hija muerta ya nunca haría —bailar, jugar, leer—, y eso es precisamente lo que hacen esos niños. Prisca se llamaba la niña que nunca llegó a jugar ni a leer. Dentro de cien años, el portal de Prisca será bello (atención a mis palabras). Existen formas de fealdad ingenua o de kitsch contemporáneo que deben esperar su momento. Y, cuando este llegue, la emoción vencerá al fascismo. Al cabo de un rato, de regreso a la ancha calle mayor, veo la prueba de esto sobre la entrada de una tienda moderna bajo la forma de una escultura de un monje que sostiene entre las manos los extremos de su cordón, como si quisiera saltar a la comba. No sé quién fue el autor de esta escultura, no hay ninguna inscripción que lo indique, tengo la impresión de que debe de ser del siglo XVIII; quizá tampoco se considerase bella en su época y sin embargo me detengo frente a ella. El cuerpo del monje, apoyado contra el recto muro de piedra, se inclina hacia un lado con una gracia un poco excesiva, como si escuchara música y quisiera ponerse a bailar. A su izquierda y derecha, dos monjas arrodilladas llevan máscaras del Ku Klux Klan con orificios a la altura de los ojos y alzan sus manos juntas hacia el monje, misterio este que hoy no alcanzaré a resolver. Sigo la calle hasta llegar a un portal cuadrado de escasa altura que da acceso a un puente desde el que vuelvo a ver la laguna. En la parte de atrás del portal, el león veneciano se parece un poco a un relieve babilónico, la zarpa izquierda reposando sobre el libro abierto, el ala extendida sobre el lomo, la frente fruncida, la cola enroscada, listo para descender y pasear conmigo por la ancha calle mayor de regreso al barco. La imaginación es la posibilidad de soñar de día y de ver lo que nadie ve. El león y yo caminamos juntos por la calle. Cuando me detengo frente al campanile del duomo y trato de calcular su altura, mi compañero me pregunta: «¿Acaso quieres contar los ladrillos?». Como uno no se sorprende si en los sueños le habla un león, opto por no escucharlo y me pongo a leer la inscripción que está junto a la torre. El campanile data del siglo XI y fue restaurado en 1312. El alcalde de entonces era Pietro Civran. De modo que Pietro Civran lleva ya al menos setecientos años muerto, y sin embargo yo acabo de leer su nombre. Lo olvidaré, pero qué más da. Alguien quiso que yo leyera su nombre y eso es lo que he hecho. Los muertos forman parte de este mundo y quien no lo crea es que no ha entendido nada. El 4 de noviembre de 1347 la torre se derrumba durante la restauración y unas cuantas casas quedan sepultadas bajo los escombros. Muere una mujer mayor cuyo nombre no se menciona, ni tampoco los nombres de los 72 hombres que fueron seleccionados de forma aleatoria entre los ciudadanos para recoger los escombros. Lo que esos hombres debieron de decirse entre ellos acerca de Civran no se ha conservado. El 14 de noviembre se coloca la primera piedra tras una solemne santa misa y, tres años después, la torre vuelve a estar lista por segunda vez. En el barco, a nadie le sorprende que haya un león sentado a mi lado. Cuando llegamos a San Marco, después de pasar por el Lido, el animal ha desaparecido. Se ha olvidado su periódico.
Figuras, fragmentos. Cerca del puente de los Suspiros, a la orilla del estrecho canal que desemboca en ese lugar en el Bacino di San Marco, veo una escena que guarda el término medio entre una cadena de montaje bien organizada y un ballet. Me encuentro a un lado y frente a mí hay un pequeño grupo de chinos. Nada que ver con japoneses bien vestidos, no; es más bien gente de la interminable campiña con cara de granjeros milenarios y la paciencia que les es inherente. Ha empezado a lloviznar. El grupo espera una góndola, y yo también estoy a la espera, solo que no de una góndola, sino de lo que va a suceder. Sé que lo que me mueve es una curiosidad antropológica: entender el funcionamiento de la globalización o la colisión entre civilizaciones completamente distintas con mentalidades muy dispares. Placer obligado para unos a cambio de dinero necesario para otros, el cliché de un souvenir inolvidable frente a personas tratadas como en una cadena de montaje, y, por tanto, una manera de ganarse el pan. A mi lado hay un gondolero que no rema en la góndola, sino que forma parte de un equipo de tres que realiza otras tareas. La suya consiste en ayudar a los chinos a bajar de la embarcación; los otros dos, situados al otro lado, son los encargados de volver a llenarla. Sin embargo, a mí lo que me fascina es el hombre que tengo al lado. Ha desarrollado una técnica fabulosa, la técnica de sacar-de-lagóndola-a-las-viejas-señoras-chinas. Extiende el brazo izquierdo y en él se apoya una manita vieja marcada por las huellas de toda una vida de dura labor. Ahora él la levanta y el barco se tambalea un poco, por supuesto. Si ella tiene miedo, no se ve. Entonces el hombre arquea el brazo y alza a la mujer para depositarla en la orilla, pero, y aquí está el milagro, de manera simultánea traza un arco en el aire con el brazo derecho que termina en una mano extendida y un dedo extendido señalando de modo imperioso un sombrero colocado sobre un taburete. Ahí es donde hay que dejar la propina. No es que el gondolero se ande con muchas contemplaciones; al no pesar mucho, uno tiene la impresión de que la mujer mayor flota un instante en el air...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Venecia
  4. La primera vez
  5. Lenta llegada
  6. Un sueño de poder y dinero
  7. El laberinto pulverizado
  8. Turismo antiguo
  9. Imágenes contadas I
  10. Dos poemas
  11. La cena desaparecida
  12. Voces, órgano, lluvia
  13. La ciudad líquida
  14. Nombres
  15. Tras la pista de los pintores
  16. El jardín de Teresa
  17. Giacomo y Teresa
  18. Juego sin cartas
  19. Entre los leones
  20. La muerte y Venecia
  21. El cementerio judío
  22. Alpinismo póstumo
  23. Imágenes contadas II
  24. Despedida incompleta
  25. El último día
  26. Bibliografía
  27. Notas
  28. Créditos