Es difícil cuando tocas fondo. La última vez que me pasó fue cuando me separé de la persona con quien pensé que pasaría el resto de mi vida. Llevábamos seis años de relación, nos acabábamos de casar y estábamos esperando un hijo. El segundo para mí. Y aunque teníamos problemas, siempre creí que si me esforzaba un poco más todo mejoraría. Siempre parecía que la felicidad estaba solo unos pasos más adelante.
Pero al final nos separamos. Tuvimos a nuestro hijo y cada quien lo vivió por su lado. De cierta forma me sentí libre, pues ya no tenía que rendirle cuentas a alguien o intentar ser lo que la otra persona quería que fuera. Pero a la vez no pude evitar sentirme un fraude.
En aquel entonces ya me dedicaba a hacer videos online. Había creado una carrera exitosa ayudando a la gente a descifrar su mente y mejorar su autoestima, aconsejaba cómo ser más atractivo desde el interior para convertirse en una mejor versión.
Pero con mi separación, todo lo que pensé que era lo correcto se habían deshecho. Los castillos que había construido sobre la playa quedaron reducidos a arena, desaparecieron en la costa. Me había convertido en una persona que ya no reconocía: “¿Cómo puedo hablar de desarrollo personal, enseñar a las personas a sentirse bien y crear vidas increíbles, cuando yo me siento tan destruido?”. Por eso me alejé de todo lo que hacía: dejé de ser tan visible en redes y publicar videos, puse en pausa casi todo.
Estaba cara a cara ante un futuro incierto. Es curioso, porque en ese estado comienzan a aparecer preguntas como “¿para qué estoy en el mundo?, ¿de verdad quiero estar aquí?”. Llegó un punto en el que la única idea que me mantenía a flote era ver crecer a mis hijos y estar presente en sus vidas. Me sentía sin poder sobre mi existencia, como una hoja que flota sin rumbo. ¿Te has sentido así en algún momento?
Un día, al saber cómo me sentía, una amiga me sugirió ir a un ritual de sanación emocional al que ella había asistido hacía poco. Aunque tenía miedo por el juicio ajeno y por lo que el ritual podría representar para mí, acepté.
Hasta la fecha no me arrepiento, esa ceremonia me abrió los ojos: me ayudó a confirmar mis apegos, mis miedos, mi necesidad de ser suficiente para los demás, mi búsqueda por sentirme validado por la gente que me rodeaba.
Fue en ese momento que comencé un proceso de recuperación arduo. Mi crisis tenía escondido un mensaje y entendí que mi trabajo era descifrarlo y entenderlo. Esa fue una de las razones por las que escribí este libro, para ayudarte a descifrar los mensajes ocultos que tus propias crisis traen para ti. El mensaje para mí se volvió claro: “Aprende a aceptarte a ti mismo primero, tal y como eres”.
Las crisis no aparecen para jodernos la existencia ni para hacernos sufrir. Aparecen en momentos específicos de nuestra vida y con propósitos concretos. Todo es parte de un proceso al que despertamos con cada experiencia que vivimos. Cada día es un regalo amoroso del universo, una oportunidad para entender quiénes somos en realidad.
Comprenderlo me dio mucha paz y perspectiva. Me ayudó a prosperar a pesar de las circunstancias. Ahora quiero compartir contigo lo que he aprendido estos últimos años. Estoy seguro de que, a través de estas páginas, tú también vas a poder encontrar un momento de calma para navegar por tus tormentas personales.
LAS MALAS TORMENTAS HACEN AL BUEN MARINERO
A veces creemos que todo en nuestra vida tiene que ser como en los cuentos de hadas, que siempre debemos llegar a un “… y vivieron felices para siempre”. El punto donde ya todo es fácil y es pura felicidad. Idealizamos esta situación porque desde pequeños nos enseñan que las crisis son malas. Lo que nadie nos dice es que los problemas siempre van a existir y que suceden más de una vez en nuestra vida. Yo, como te conté, tuve que aprenderlo a la mala.
Lo que tampoco nos enseñan es que las crisis y lo inesperado no son necesariamente problemas. Creer que son problemas, en lugar de oportunidades, es lo nocivo. Hay una frase que me gusta usar mucho en mis cursos: “Un mar tranquilo nunca hizo a un buen marinero”. Imagínate que un marinero, en medio de una tormenta, se sentara en la cubierta a preguntarse: “¿Por qué me odias? ¿Por qué la vida es así? ¿Por qué yo tengo esta tempestad si los otros navegan por aguas tranquilas?”.
El temporal pasará, pero si la persona culpa a la mala suerte o a cualquier causa externa que se le ocurra, no aprenderá nada de esa experiencia. Y vendrán más y más tempestades que, una vez más, no sabrá afrontar. Porque un buen navegante no se hace surcando océanos tranquilos. Lidiar con el mal clima le permite aprender a leer y a entender su entorno, de esa forma podrá enfrentar mayores desafíos en el futuro.
Por eso hay que saber interpretar las crisis que enfrentamos y hacernos las preguntas adecuadas. Olvida el “por qué” y busca el “para qué”. ¿Para qué son las crisis? ¿Qué vienen a enseñarme y qué propósito cumplen en mi proceso de evolución y crecimiento? Porque creo que los problemas llegan cuando una persona está demasiado cómoda. Y por cómoda no me refiero a feliz.
"Las crisis y lo inesperado no son problemas. Creer que son problemas, en lugar de oportunidades, es lo nocivo".
La comodidad en estos términos se refiere al momento en el que alguien ya no quiere arriesgar ni crecer. Cuando comienza a proteger lo que tiene por miedo a perderlo, en cualquier ámbito: afectivo, financiero o de salud.
Cuando el pensamiento “qué tal si me pasa algo malo” nos orilla a la inmovilidad, aparecen las crisis. Es la vida diciéndonos: “Ya no estás creciendo”. Las crisis se nos presentan para obligarnos a cambiar cuando no hemos querido hacerlo. Nos obligan a entrar en un proceso de crecimiento cuando lo hemos evitado durante algún tiempo.
"Las crisis se nos presentan para obligarnos a cambiar cuando no hemos querido hacerlo."
Porque cada cosa que experimentamos, cada relación que tenemos, cada negocio perdido o cada padecimiento inesperado nos enseña cosas de nosotros que no habíamos visto.
A veces, la vida nos envía las mismas tormentas hasta que por fin nos levantamos de la cubierta, tomamos el timón y, empapados de agua salada, le gritamos: “Ya basta, ¿qué se supone que tengo que aprender con esto?”.
Entramos en la monotonía de la protección al aferramos a una relación tóxica, a un trabajo que no nos satisface, a quedarnos cerca de esas amistades que, cuando las necesitamos, nos dan la espalda. Y dejamos de preguntarnos qué más deseamos ser, en qué podemos convertirnos, qué más queremos experimentar, cómo amar más, contribuir más.
Es ahí cuando se desata el caos. ¿Y ahora qué?
En este capítulo echaremos un vistazo a uno de los conceptos básicos para comenzar a asimilar las crisis: la resiliencia. Y cómo si no existen cimientos llenos de autoestima y autoconfianza, las nuevas oportunidades pueden escurrirse como agua entre los dedos.
UNA CERTEZA PARA DEJAR LA ORILLA
Una de las personas más fuertes y resilientes que conozco es mi mamá. Aunque la he visto pasar por muchísimas crisis y cambios inesperados, ninguna fue como la que enfrentó en 2001, cuando la diagnosticaron con esclerosis múltiple.
La esclerosis múltiple es una enfermedad autoinmune que afecta al sistema nervioso central y al cerebro, es crónica y degenerativa. Como es comprensible en este tipo de diagnósticos, su ánimo decayó. Por muchos años se apegó al tratamiento, pero los medicamentos la hacían sentir muy mal. Poco a poco la vimos perder la movilidad de una pierna y su habilidad para escribir, además de enfrentar parálisis faciales y una serie de síntomas que el medicamento no calmaba.
Hasta que llegó a su límite: “Esto no es vida y no puedo seguir dependiendo de los medicamentos que me hacen sentir pésimo”. Y decidió dejarlos. Comenzó a buscar alternativas que la hicieran sentir mejor. Se enfo...