La elocuencia de la sardina
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La elocuencia de la sardina

Historias incríbles del mundo submarino

Bill François, Rosa Alapont Calderaro

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  1. 176 páginas
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La elocuencia de la sardina

Historias incríbles del mundo submarino

Bill François, Rosa Alapont Calderaro

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Información del libro

Una muy instructiva, amena y divertida inmersión en los secretos más sorprendentes de las profundidades marinas.

De niño, a Bill François le daba miedo el mar. Un día, caminando por unas rocas, vio un resplandor y descubrió a una sardina que, despistada, se había acercado a la costa. El encuentro fue una epifanía. Las profundidades marinas empezaron a ejercer en él una creciente fascinación, y el resultado es este delicioso libro en el que se suceden los episodios fascinantes: el bacalao que descubrió América, el banco de arenques que estuvo a punto de desatar un conflicto bélico, la aparente inmortalidad de las anguilas, las andanzas de Carl von Linné como catalogador de especies marinas, la música de las ballenas, la luminiscencia de las medusas, las similitudes entre los seres humanos y los corales, las langostas como aprendices de violinistas, la amistad de tres generaciones de una familia con las orcas y, por supuesto, la elocuencia de la sardina...

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944016

MOLUSCOS Y CRUSTÁCEOS

Donde, aunque no te gusten las ostras, tendrás cosas que decir la próxima vez que cenes marisco.
Donde un buccino reunió al pueblo judío tras dos milenios de búsqueda.
Donde galaxias lejanas brillan en los ojos negros de las gambas.
Los mariscos tienen un punto en común con el cilantro, el queso fuerte y la infusión de regaliz: dividen a la gente. Si bien a nadie parecen gustarle las ostras al nacer, superada cierta edad distinguimos a aquellos a los que les encantan sinceramente, de aquellos que, tras enmascarar el sabor con vinagre, fingen que les gustan y aquellos que las detestan y lo tienen asumido.
Entre los verdaderos amantes de las ostras, solo una élite sabe realmente abrirlas sin tener que recurrir a los trucos, a menudo peligrosos, que ofrecen innumerables tutoriales de internet.
Ahora bien, tanto da que uno aprecie su sabor o no: abrir una ostra es un poco como abrir un libro. Una porción de agua de mar encerrada en el milhojas de la concha, un tesoro de nácar bajo una costra rocosa, que se resiste y se niega a revelarse. La ostra está llena de rumores marinos, de historias oceánicas que, cerrada como está, no suele compartir.
Mientras que los gourmets fuerzan la concha y sorben el contenido, nosotros esperaremos a que se entreabra tranquilamente y deje escapar algunos de sus secretos.
Para empezar, vista desde fuera la concha de la ostra no es un material como los demás. El nácar que la constituye es un biomineral: un mineral producido por un ser vivo. La alianza de los reinos animal y mineral le confiere propiedades fuera de lo común. El nácar se compone en un 99 % de carbonato cálcico, es decir, de creta. Sin embargo, la ostra conoce el arte secreto de transformar la creta friable y sosa en nácar resistente y preciado.
El 1 % restante de la composición del nácar es una receta secreta de cemento a base de proteína, de la que se sirve la ostra para transformar la creta. Su técnica sigue siendo un misterio no dilucidado, pero sabemos que añade a la creta varias sales minerales, a fin de convertirla en minúsculas placas de cristal calcáreo denominado aragonito, que miden una decena de micras. Luego adhiere esos cristales entre sí mediante un procedimiento desconocido en el que interviene una proteína llamada conquiolina. Los cristales así adheridos forman un material tres mil veces más resistente que el aragonito solo, el cual a su vez ya es bastante más sólido que la creta pura. El nácar carece de color. La materia que lo constituye no está pigmentada. Sin embargo, cuando la luz del sol incide en él, se refleja en cada una de las minúsculas placas de aragonito. Estas son tan pequeñas y están espaciadas de manera tan regular que los rayos luminosos que se reflejan en ellas interfieren entre sí, lo que descompone la luz del sol en colores bien diferenciados y produce las bellas irisaciones con tonos del arcoíris de algunos moluscos. Los ópticos los llaman colores estructurales: debido a su forma y su estructura, el material incoloro del nácar descompone la luz y se inventa colores sin poseer ningún pigmento.
La ostra produce nácar sin cesar para crecer, pero también para protegerse. Cuando un grano de arena le entra en la concha, para ella es como una piedra en el zapato: irritante, molesto y finalmente doloroso. Entonces hace girar el grano de arena sobre sí mismo mientras lo va cubriendo de nácar, con la esperanza de expulsarlo o al menos de suavizarlo. Así, poco a poco, el nácar se deposita sobre el grano de arena, lo redondea y forma una perla. Todas las ostras producen perlas. Pese a que no es habitual encontrarlas en las ostras comerciales, tampoco es imposible, y en cuestión de perlas es bueno creer en los milagros. Las ostras lo saben muy bien. Con el fin de seguir creyéndolo ante una mariscada, escuchemos a una ostra que se entreabre y nos recuerda el verdadero cuento moderno de la mayor perla del mundo.
Se trata de una historia remota que transcurre en las aguas claras de Filipinas. En los arrecifes coralinos de dichas latitudes viven los taclobos, las mayores ostras del mundo, que miden más de un metro de diámetro. El nombre francés de estos moluscos, bénitier, que procede del verbo bénir («bendecir»), proviene del uso que de ellos se hizo en el Renacimiento, cuando los exploradores los traían a Europa como recipiente para el agua bendita de las iglesias; algunas de esas pilas todavía existen en la actualidad. Un día, un grano de arena quedó atascado en la concha de un taclobo, en el fondo de un arrecife coralino perdido de la región de Palawan. Todos los esfuerzos del taclobo por expulsarlo fueron en vano. El molusco tuvo que decidirse a producir a su alrededor una perla, que creció de tal manera que acabó por ocupar casi todo el espacio en el interior del animal. La historia dio un giro inesperado cuando, una tarde de la década de 2000, estalló una gran tempestad. Un pescador de los alrededores que había salido a mar abierto no pudo volver a tierra firme a causa de las rompientes, que se estrellaban contra las barreras de arrecifes. Decidió pasar la noche en el mar, arrojando el ancla en un bajo fondo. Al día siguiente, cuando volvió la calma, en el momento de levar el ancla se dio cuenta de que estaba enganchada y se sumergió para desprenderla. Se quedó atónito al encontrar el ancla atrapada en un enorme taclobo, que contenía una inmensa masa nacarada con extrañas circunvoluciones.
El pescador, muy pobre y muy supersticioso, no sabía lo que era la perla, pero suponía que sin duda se trataba de un objeto mágico. Así, de vuelta en su casa, la escondió debajo de la cama. Transcurrieron diez años, durante los cuales todas las mañanas antes de salir de pesca tocaba la perla bajo la cama, convencido de que le traía suerte. Unas veces la pesca era buena y otras mala. Con la confianza en lo sobrenatural que tienen las gentes del mar, el pescador seguía albergando la certeza de que el objeto mágico velaba por él.
Al cabo de diez años, el pescador indonesio se mudó y su tía, que trabajaba en la ciudad para un museo turístico, acudió a ayudarlo a transportar las cajas de cartón. Se quedó sumamente estupefacta al descubrir la perla, y aconsejó a su sobrino que la hiciera peritar.
La historia no dice si el dinero hizo la felicidad. Sin embargo, el pescador indonesio se convirtió en propietario de la mayor perla del mundo, de treinta y cuatro kilos de peso y un valor estimado de 20 millones de euros. Tal vez había estado en lo cierto al creer en su magia.
Durante siglos, en Francia las perlas fueron un objeto muy poco común. Por consiguiente, era la industria de las perlas falsas la que proporcionaba los adornos de las más prestigiosas cortes de Europa. Las perlas falsas no procedían de una ostra, ni siquiera del mar, pero su historia también estaba ligada a un pez. Un modesto pez de agua dulce que puebla las aguas del Sena en París y del Ródano en Lyon: el alburno. La invención del procedimiento para producir las perlas falsas constituye asimismo un cuento que vale su peso en nácar.
Sucedió en 1686, en la región parisina. Un paternóster, es decir, un fabricante de rosarios, llamado Jacquin, se lamentaba del comercio que sin embargo forjaba su fortuna, el de los adornos de perlas falsas. En efecto, al igual que todos sus competidores de la época, también él daba a las perlas falsas de cristal un aspecto nacarado llenándolas de una mezcla de mercurio y plomo, algo nefasto para la salud de los clientes. Él lo sabía, y su clientela también, y no obstante la gente se disputaba esas perlas artificiales a precio de oro, cosa que cada día lo desesperaba un poco más.
Y eso que debería haber estado como unas castañuelas: su hijo estaba a punto de casarse con la encantadora Ursule, hija de un boticario vecino. Sin embargo, Jacquin veía venir el momento tan temido, que acabó por llegar, fatídico: Ursule fue a rogarle que le fabricase para la boda uno de esos adornos de perlas envenenadas.
Como se resistía a hacerlo, pasó largas horas pensando en una solución, y fue mientras deambulaba por la orilla del Sena cuando los destellos nacarados de un banco de alburnos atrajeron su mirada.
El fabricante de rosarios ignoraba que las escamas de esos peces poseen las mismas estructuras microscópicas de placas que el nácar, en células denominadas iridóforos, y por consiguiente tienen exactamente la misma iridiscencia que las perlas. A pesar de ello, presintió que el brillo sería similar al de estas. Con la ayuda de su futuro consuegro boticario, desarrolló un procedimiento a base de amoniaco para conservar las minúsculas escamas de los alburnos e inyectarlas en finos glóbulos de cristal llenos de cera. Bautizó el procedimiento como «la esencia de Oriente», y pronto todas las cortes de Europa se disputaban esas falsas perlas irisadas pero inofensivas.
Dado que se requerían veinte mil peces para producir quinientos gramos de esencia de Oriente, la industria del alburno dio vida a pueblos enteros de las riberas del Sena, el Saona o el Ródano durante casi doscientos años... Numerosos molinos de agua, en un principio destinados a batir las escamas de los alburnos, siguen girando todavía en nuestros pueblos.
Por debajo de las ostras, en la mariscada, se ocultan los discretos bígaros. ¿Por qué poner bígaros en un surtido de mariscos? Nadie se los come nunca, descortezarlos requiere una destreza de chimpancé cirujano, y sin embargo se empeñan en servirnos una pila cada vez mayor de esos gasterópodos. A veces incluso sin añadir la indispensable mayonesa, y sin proporcionar los pinchos salvadores.
También suelen incluir buccinos. ¿Hay algo más soso y poco interesante que ese caracol marino?
Sin embargo, hete aquí que el buccino, inspirado por la ostra, abre a su vez el opérculo y empieza también a contar una historia. La de su pariente mediterráneo, un buccino que fue el origen de una búsqueda milenaria en todos los confines del mundo. Una búsqueda tan antigua como la Biblia.
Está escrito en el Antiguo Testamento. El Eterno se dirige a Moisés en estos términos: «Habla a los hijos de Israel y diles que de generación en generación se hagan flecos en los bordes de sus mantos y aten los flecos de cada borde con un cordón del color del jacinto» (tekhelet en el original hebreo). Se trataba de un color sagrado. El tekhelet era a la vez «negro como la medianoche» y «azul como el zafiro de las Tablas de la Ley». Era a un tiempo «azul como el cielo alrededor del sol» y verde. Estaba escrito. Era sagrado porque procedía del hillazon, un molusco que «se asemejaba al mar», y el mar se parecía al cielo. Estaba escrito.
Durante siglos los hebreos produjeron el color tekhelet a partir del molusco hillazon para adornar los flecos de sus ropas. Era un rito ancestral: extraer del mar ese regalo del cielo y luego teñir los flecos de lana con el color divino.
No obstante, los hebreos no eran los únicos que producían colores a partir de moluscos. También los griegos y los romanos poseían un pigmento procedente de las aguas: la púrpura. Esta no era un regalo divino: según consta en sus relatos, fue Hércules quien la descubrió, o más bien su perro, que se tiñó los belfos de púrpura al masticar ciertos moluscos en la playa. La púrpura no tenía el brillo del tekhelet. Era de un violeta rosado tirando a rojo burdeos. No era el color de Dios sino el color de la gloria, de los emperadores y los notables.
Como para producir un gramo de púrpura se requería descortezar a mano doce mil múrices, otra variedad de molusco, dicho color resultaba más caro que el oro. ...

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