La hija del amante
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La hija del amante

  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La hija del amante

Descripción del libro

La adopción de A. M. Homes fue apalabrada antes de que naciera. Su madre biológica era una mujer soltera que mantenía una relación con un hombre mucho mayor, casado y con hijos. Este libro es la historia de lo que sucedió cuando, treinta años después, sus padres biológicos la buscaron. La autora cuenta cómo sus padres establecieron contacto con ella, lo que sucedió después (su madre la asediaba) y lo que consiguió reconstruir de la historia de sus vidas. Su madre no se casó nunca ni tuvo más hijos y murió de una dolencia renal; el padre, que al principio insinuó que la integraría en su familia, nunca lo hizo. El relato da entonces un salto de varios años, hasta el momento en que Homes se obsesionó con averiguar todo lo posible sobre sus cuatro padres, contrató a investigadores y pasó horas examinando hemerotecas, archivos municipales y árboles genealógicos en sitios web. «Es un libro apasionante, demoledor y furiosamente bue-no, escrito con una sinceridad de la que pocos seríamos capaces» (Zadie Smith).

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Información

Año
2008
ISBN de la versión impresa
9788433974914
ISBN del libro electrónico
9788433943859
Categoría
Literatura

Libro primero

Phyllis y Joe Homes
Bruce Homes
A. M. y Jon Homes

LA HIJA DE LA AMANTE

Recuerdo con qué insistencia me dijeron que entrara en la sala y me sentase, y lo amenazadora que me pareció de pronto la habitación oscura, y que me quedé en la puerta de la cocina con un donut de mermelada en la mano, y que nunca como donuts de mermelada.
Recuerdo que no sabía; que primero pensé que había ocurrido algo muy malo y que supuse que era una muerte: alguien había muerto.
Y después recuerdo que sabía.
Navidad de 1992, voy a mi casa de Washington a visitar a mi familia. La noche en que llego, justo después de la cena, mi madre dice:
–Vamos a la sala y siéntate. Tenemos algo que decirte.
Su tono me pone nerviosa. Mis padres no son ceremoniosos; nadie se sienta en la sala. Estoy de pie en la cocina. El perro me mira desde el suelo.
–Vamos a la sala y siéntate –dice mi madre.
–¿Por qué?
–Hay algo de lo que tenemos que hablar.
–¿Qué?
–Ven y te lo diremos.
–Decídmelo aquí.
–Ven y te lo diremos.
–Decídmelo aquí.
–Ven –dice ella, y da una palmada a un cojín a su lado.
–¿Quién ha muerto? –digo, aterrada.
–Nadie ha muerto. Todos están bien.
–¿Entonces qué es?
Guardan silencio.
–¿Es sobre mí?
–Sí, sobre ti. Hemos recibido una llamada telefónica. Alguien te está buscando.
Tras pasar toda una vida en un programa de protección de testigos, me han encontrado. Me levanto sabiendo algo de mí misma: soy la hija de la amante. Mi madre biológica era joven y soltera, mi padre mayor que ella y casado, con una familia propia. Cuando nací, en diciembre de 1961, un abogado llamó a mis padres adoptivos y les dijo:
–Su paquete ha llegado y está envuelto en cintas rosas.
Mi madre rompe a llorar.
–No tienes por qué hacer nada, puedes desentenderte –dice, tratando de eximirme del fardo–. Pero el abogado dijo que estaría encantado de hablar contigo. No podría haber sido más amable.
–Dímelo otra vez: ¿qué ha ocurrido?
Detalles, nimiedades, como si los hechos, el toma y daca de preguntas hechas y respondidas, dieran sentido a la cosa, le confiriesen un orden, una forma y aquello de lo que más carece: una lógica.
–Hará unas dos semanas recibimos una llamada. Era Stanley Frosh, el abogado que se ocupó de la adopción, y llamaba para decir que le había telefoneado una mujer que le dijo que si querías ponerte en contacto con ella estaría dispuesta a tener noticias tuyas.
–¿Qué quiere decir eso de «dispuesta a tener noticias tuyas»? ¿Ella quiere hablar conmigo?
–No lo sé –dice mi madre.
–¿Qué dijo Frosh?
–Ha estado de lo más amable. Dijo que había recibido esa llamada, la víspera de tu cumpleaños, y no estaba seguro de lo que haríamos con la información, pero pensó que nos la tenía que comunicar. ¿Te gustaría saber el nombre de ella?
–No –digo.
–Deliberamos sobre si decírtelo o no –dice mi padre.
–¿Deliberasteis? ¿Cómo no ibais a decírmelo? La información no es vuestra. ¿Y si no me lo hubierais dicho y os hubiera pasado algo y yo lo hubiese descubierto más tarde?
–Pero te lo estamos diciendo –dice mi madre–. El señor Frosh ha dicho que le puedes llamar cuando quieras.
Me ofrece a Frosh como si hablar con él sirviera de algo; como si lo resolviera.
–¿Eso fue hace dos semanas y me lo decís ahora?
–Decidimos esperar a que vinieras.
–¿Por qué os llamó a vosotros? ¿Por qué Frosh no me llamó directamente?
Yo tenía treinta y un años, era una adulta y seguían tratándome como a una niña que necesitaba protección.
–Maldita mujer –dice mi madre–. Qué caradura.
Era la pesadilla de mi madre; siempre había temido que llegase alguien y se me llevara. Yo había crecido conociendo su miedo, sabiendo que en parte no tenía nada que ver con que alguien se me llevara, sino con su primer hijo, el niño que había muerto antes de que yo naciera. Crecí intuyendo que en algún nivel muy básico mi madre nunca se permitiría encariñarse de nuevo. Crecí con la sensación de que me mantenían a distancia. Crecí furiosa. Temía que hubiese algo en mí, un defecto de nacimiento que me hiciese repulsiva e indigna de ser amada.
Mi madre se me acercó. Quería abrazarme. Quería que yo la consolara.
Yo no quería abrazarla. No quería tocar a nadie.
–¿Está seguro Frosh de que ella es quien dice ser?
–¿Qué quieres decir? –preguntó mi padre.
–¿Está seguro de que ésa es la mujer?
–Creo que está bastante seguro de que es ella –dijo mi padre.
Han rehecho bruscamente el relato frágil, fragmentado, la línea fina de mi historia, la trama de mi vida. Afronto la división entre sociología y biología: el collar químico de ADN que envuelve el cuello a veces como un hermoso adorno –nuestro derecho de nacimiento, nuestra historia–, y otras veces como un nudo corredizo.
A menudo he sentido la diferencia entre la persona que era cuando llegué y la persona en que me he convertido; capa sobre capa que se amontona hasta sentir que estoy recubierta de un barniz malo, los paneles baratos de una sala recreativa de la periferia.
De niña me obsesionaba la World Book Encyclopedia, las páginas de acetato sobre anatomía con las que podías construir una persona plegando el esqueleto, las venas, los músculos, capa tras capa, hasta completarla.
Durante treinta y un años he sabido que procedía de otro lugar, que empecé siendo otra. Ha habido momentos en que me ha aliviado el hecho de no ser de mis padres, de estar libre de su herencia biológica; y a esto le sigue una enorme sensación de otredad, el dolor de lo sola que me siento.
–¿Quién más lo sabe?
–Se lo hemos dicho a Jon –dice mi padre. Jon, mi hermano mayor, el hijo de mis padres.
–¿Por qué se lo habéis dicho? No era cosa vuestra decírselo.
–No se lo diremos a la abuela –dice mi madre.
Es la primera cosa importante que han decidido no comunicarle. Es demasiado vieja, está demasiado ida para servirles de ayuda. Podría usar la noticia de algún modo extraño, mezclarla con otra información, transformarla en algo totalmente distinto.
–Piensa en cómo me siento –dice mi madre–. Ni siquiera puedo decírselo a mi madre. No puede consolarme. Es horrible.
Mi madre y yo permanecemos sentadas en silencio.
–¿Hemos hecho mal en decírtelo? –pregunta mi madre.
–No –digo, resignada–. Teníais que decírmelo. No había alternativa. Es mi vida, tengo que hacerme cargo.
–Frosh dice que puedes llamarle cuando quieras –repite ella.
–¿Dónde vive?
–En Nueva Jersey.
En mis sueños, mi madre biológica es una diosa, la reina de reinas, la ejecutiva jefe, la jefa financiera y la jefa de operaciones. Es una hermosa estrella de cine, dotada de una capacidad increíble, puede ocuparse de cualquiera y de todo. Como soberana del mundo que es, se ha construido una vida fabulosa, pero en la que hay un eslabón perdido: yo.
Les deseo buenas noches y entro en barrena en la historia, el mito de mi origen.
Mis padres adoptivos no se casaron hasta que mi padre tuvo cuarenta años. Mi madre, ocho años más joven, tenía un hijo de un matrimonio anterior, Bruce, que había nacido con graves problemas renales. Vivió hasta los nueve años y murió seis meses antes de que yo naciera. Mi madre y mi padre tuvieron a Jon: durante el parto, a mi madre se le desgarró el útero y ella y Jon estuvieron al borde de la muerte. A mi madre le hicieron una histerectomía de urgencia y ya no pudo tener más hijos.
–Tuvimos suerte de sobrevivir –dijo–. Siempre quisimos tener más hijos. Queríamos tres. Queríamos una niña.
Cuando yo era pequeña y preguntaba de dónde había venido, mi madre me decía que de la agencia del servicio social judío. Cuando era adolescente, mi terapeuta me preguntaba muchas veces: «¿No te parece extraño que una agencia entregue un bebé a una familia en la que sólo hace seis meses que ha muerto otro niño? ¿A una familia que todavía está de duelo?» Yo me encogía de hombros. Parecía a la vez una buena idea y una idea pésima. Siempre pensé que mi función en la familia era curar cosas, arreglarlo todo: sustituir a un niño muerto. Crecí sofocada de dolor. Desde el primer día, a nivel celular, estuve de duelo permanente.
Hay folklore, hay mitos, hay hechos y hay las preguntas que quedan sin respuesta.
Si mis padres querían más hijos, ¿por qué construyeron una casa con sólo tres dormitorios? ¿Quién iba a compartir el dormitorio? Supuse que sabían que Bruce se iba a morir. Quizá quisieran tres hijos, pero habían organizado las cosas para dos.
Mi madre no dijo nada cuando le pregunté por qué una agencia les había entregado un bebé tan pronto después de que se les hubiera muerto un hijo. Y cuando tuve veinte años, una tarde fría de invierno, la insté a que me diera más información, detalles. Yo elegía momentos de debilidad, ocasiones especiales como el aniversario de la muerte de Bruce o mi cumpleaños: momentos en que ella parecía vulnerable, en que yo intuía una fisura en la superficie. ¿De dónde venía yo? No de una agencia, sino a través de un abogado; fue una adopción privada.
–Pusimos nuestro nombre en listas de la agencia pero no había bebés disponibles. Nos dijeron que lo mejor era preguntar por ahí, hacer correr la voz de que buscábamos un bebé.
Me desconcertaba cada terremoto de identidad, cada cambio en la arquitectura del marco precario que me había construido. ¿Cuánto me ocultaban y cuánto habían olvidado o lo había borrado la leve, la natural revisión del tiempo?
Volvía a preguntar. «¿De dónde vengo?»
–Dijimos a todo el mundo que buscábamos un bebé y un día nos enteramos de que había uno a punto de nacer, y eras tú.
–¿Cómo os enterasteis?
–A través de una amiga. ¿Te acuerdas de mi amiga Lorraine?
Mencionó el nombre de alguien a quien yo había conocido muchos años atrás. Lorraine conocía a otra pareja que también quería adoptar un niño, pero resultó que de un modo indirecto supieron qui...

Índice

  1. Portada
  2. Libro primero
  3. Libro segundo
  4. Agradecimientos
  5. Créditos
  6. Notas