¿Soy yo normal?
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¿Soy yo normal?

Filias y parafilias sexuales

Luisgé Martín

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¿Soy yo normal?

Filias y parafilias sexuales

Luisgé Martín

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Una reflexión sobre las sexualidades que transgreden lo normativo. Una exploración de la perversión o la sexualidad alternativa.

¿Soy yo normal?, se pregunta el autor. ¿Qué es la normalidad en la práctica de la sexualidad? Lo que se sale de la normalidad ¿es una parafilia, una perversión, una depravación, o un comportamiento sexual alternativo, no normativo? ¿Hablamos de trasgresión, de romper tabúes, de ir más allá de los códigos morales, o tal vez incluso legales? Este libro explora, a partir de reflexiones, experiencias e investigaciones de campo del autor, el sadomasoquismo, el fetichismo, el exhibicionismo, el voyeurismo, el bondage, el spanking, el sexo kinky, la fantasía de violación, el incesto, la pederastia, la pedofilia, la zoofilia, el bugchasing, la necrofi lia... ¿Dónde están los límites? Lo que plantea este ensayo es que es necesario refundar la idea de perversión erótica desde otra mirada, sin moralismo ni patologización.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944061
Categoría
Literatura
Luis García Berlanga recordaba, en un prólogo que hizo para la Psychopathia sexualis de Richard von Krafft-Ebing, cómo en las últimas décadas del siglo XIX «hubo gente que desarrolló una fijación respecto a los wagons-lits, y se aficionó tanto a los cambios de aceleración y al movimiento, que solo conseguía hacer el amor convenientemente en los trenes». Hasta tal punto, parece ser, que los burdeles de lujo de París y de Viena comenzaron a ofrecer reproducciones exactas de los compartimentos de tren, con sus vibraciones y sus sonidos de viaje.
Hace unos años, en una tribu urbana gay de Nueva York que se reconocía devota del director de cine John Waters, se puso de moda una filia sexual más extravagante aún que la ferroviaria: los adeptos se sometían a una operación quirúrgica para sustituir la piel del escroto por una membrana plástica flexible y transparente, una especie de piel sintética a través de la cual se podían ver en funcionamiento los testículos, los epidídimos seminales y las redes venosas durante el acto sexual. Esa apariencia genital les excitaba, les despertaba las furias sensuales que hay detrás de cualquier deseo erótico.
La psiquiatría, la psicología y la literatura llevan muchas décadas intentando discernir si los individuos que tienen gustos sexuales tan diferentes a la norma padecen algún tipo de trastorno. Si hay algo en su cerebro o en sus glándulas que les convierte en seres peligrosos, en degenerados o incluso en psicópatas.
La sexualidad ha sido siempre considerada como un aviso de la naturaleza humana: de sus mansedumbres y también de sus vicios. Los más ortodoxos tienen costumbres eróticas vulgares que son espejo de su docilidad, de su falta de inventiva y de su miedo a la transgresión. Los heterodoxos, en cambio, se sienten atraídos por experiencias sexuales excéntricas que en algunas ocasiones son difíciles de comprender desde el análisis racional.
Como sabemos bien, la simple homosexualidad era considerada todavía hace pocas décadas un trastorno o una enfermedad. En 1973, la American Psychiatric Association la eliminó de su manual diagnóstico como psicopatología. Estuvo penalizada en España hasta 1979 y en el Reino Unido hasta 1982. Y hasta 1990 la Organización Mundial de la Salud no la borró de su relación de enfermedades.
Pero incluso la masturbación, la felación o el cunnilingus han sido históricamente prácticas desviadas y demoníacas. Podemos imaginar, por tanto, la valoración social que se hacía de la zoofilia, el travestismo, los instintos sádicos o masoquistas y los fetichismos de diversas clases. Quedaban todos ellos enterrados en la cripta de las depravaciones. «Corrupción», «vicio», «degeneración», «descarrío», «perversión» o incluso «crimen» eran las palabras que servían para definirlos. Y, por supuesto, «pecado», puesto que la religión siempre ha dictado el código moral de las alcobas y ha establecido lo que era permisible y lo que era inaceptable. Lo permisible, en líneas generales, ha estado inexcusablemente ligado al sexo reproductivo, interpretando que Dios había creado el mecanismo del placer solo para santificar la procreación.
El psiquiatra alemán Krafft-Ebing, en 1886, fue el primero que hizo un intento científico de acercarse a los comportamientos sexuales heterodoxos en su obra Psychopathia sexualis, que recoge 238 casos clínicos. No desaparece en él la mirada moral y reprobatoria, pero trata de emplear un método frío de análisis, investigando en los pacientes sus antecedentes familiares y sus anomalías orgánicas como posibles orígenes del trastorno.
Wilhelm Stekel, ferviente seguidor de Sigmund Freud, estudió en profundidad el onanismo, el sadismo, el masoquismo y sobre todo el fetichismo en Desórdenes del instinto y del afecto. Es en esa obra en la que se acuña el término parafilia para hablar de estos comportamientos, marcando algunas de las pautas de investigación que se seguirán a partir de entonces.
El checo-canadiense Kurt Freund estudió en profundidad el exhibicionismo, el voyerismo y la pedofilia, pero su importancia radica sobre todo en ser el padre de la sexología experimental. A mitad del siglo pasado, Freund comenzó a usar el pletismógrafo peniano, un aparato conectado a los genitales masculinos que podía medir los flujos sanguíneos –y por lo tanto la excitación real– cuando un individuo era expuesto a imágenes o a estímulos eróticos de cualquier tipo. Uno de los mayores problemas de la sexología es que investiga actos que se producen casi siempre en la intimidad y que tienen una reputación social discordante, de modo que su rigor científico depende en buena medida de la confiabilidad de testimonios subjetivos. Y la sexualidad es, como se sabe, uno de los asuntos más cargados de secretos y de mentiras. Poder medir los impulsos orgánicos objetivamente, sin la necesidad de una confesión, supuso un avance singular.
En la segunda mitad del siglo XX se fue relajando el juicio social de la sexualidad. El feminismo, la liberación de los años sesenta y el movimiento gay –todos ellos entrecruzadosfueron logrando que desapareciera la censura moral y que se resquebrajara el concepto de normalidad erótica.
El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, de la American Psychiatric Association, que sigue marcando el canon clínico en todo el mundo, conserva nueve clases de parafilias: el exhibicionismo, el voyerismo, el sadismo, el masoquismo, el frotteurismo, el travestismo, la pedofilia, el fetichismo y una última categoría de cajón de sastre que recoge las parafilias no especificadas de otro modo (PNOS, paraphilia not otherwise specified). Pero en su última edición, de 2013, hace por primera vez una distinción que va al núcleo mismo del conflicto: diferencia entre comportamiento y trastorno del comportamiento. Es decir, antes consideraba parafilia al masoquismo sexual y ahora considera parafilia al trastorno del masoquismo sexual, reconociendo expresamente que no basta con ser masoquista para tener un diagnóstico de trastorno mental. Podríamos decir que hay masoquismos saludables y masoquismos patológicos.
¿Dónde radica la diferencia? Para que se produzca la patologización es necesario que el individuo sienta angustia personal por culpa de sus intereses sexuales (una angustia íntima, no derivada de la condena social). O, también, que sus deseos involucren la angustia psicológica, una lesión o incluso la muerte de otro individuo que no esté en disposición de dar su consentimiento. No es malsana la conducta en sí, sino la conducta que causa daño. O dicho en otras palabras: no hay ninguna conducta sexual –con la excepción de la pedofilia, que nunca tiene un objeto sexual libre y consciente– que resulte condenable. El único principio que rige es el del placer.
La anormalidad
Los caminos del placer son complejos y abundantes, lo que dificulta en ocasiones la comprensión y la tolerancia social. La normalidad tiene a menudo un sentido moral, pero también tiene un sentido meramente estadístico. Es decir, en ocasiones se refiere a los valores predominantes de una cultura o una religión, y expulsa a todos aquellos cuyo placer los cuestiona o los invalida. Es lo que ha ocurrido históricamente en todo el mundo con el placer de las mujeres y de los homosexuales, que hace flaquear los cimientos del patriarcado clásico. Pero hay otros modelos de placer que desconciertan y que resultan por lo tanto difícilmente comprensibles para un individuo normal.
Hace algunos años me presentaron a un hombre que en sus relaciones sexuales utilizaba insectos. Tenía botes con hormigas, escarabajos, gorgojos o incluso cucarachas, y los empleaba para masturbarse o para follar con las mujeres que aceptaban esa práctica. Le gustaba verlos sobre el cuerpo desnudo e introducirlos en la vagina o en el ano de sus parejas antes de penetrarlos él.
La mujer que me lo presentó había sido su novia y había terminado separándose de él a causa de sus gustos sexuales. Al parecer, en las primeras semanas habían tenido una relación erótica convencional. Al cabo de ese tiempo, cuando empezó a surgir el enamoramiento, él se atrevió a contarle su secreto. La mujer se resistió a introducir a los insectos en su relación, pero terminó aceptando aquella fantasía como un juego ocasional. Sintió asco y un poco de miedo por las posibles consecuencias infecciosas de la práctica. Pensó que a él se le pasaría ese deseo después de dos o tres experiencias, pero ocurrió al contrario: el hombre comenzó a perder la libido si no había insectos en los coitos, hasta llegar a la incapacidad de tener una erección. Como estaba enamorada, ella intentó encontrar una solución. Le convenció para que acudiera a un psicólogo. Él, que también estaba enamorado, accedió y estuvo varios meses en terapia. Sin embargo, no consiguió mejorar su vida sexual, sino, al contrario, dañarla aún más con la ansiedad. Siete meses después, la mujer decidió romper la relación. Desde entonces, el hombre –con quien aún mantenía una relación de amistad estrechahabía sido incapaz de encontrar una nueva pareja, y al parecer se había resignado a que su vida erótica se limitase a la masturbación y al contacto esporádico con algunas prostitutas que, por un buen precio, aceptaban el trato.
Esa parafilia, de la que yo nunca había oído hablar entonces, está perfectamente catalogada. Es la formicofilia, que además de los insectos puede incluir a pequeños animales como caracoles, gusanos o ranas.
Nunca llegué a hablar con ese hombre de sus gustos sexuales, pero supongamos que –como me dio a entender el relato de su antigua novia– no había sentido al principio ninguna aversión hacia su instinto. Supongamos que le parecía excitante y disfrutaba de ello. Supongamos incluso que se trataba de una persona asertiva e independiente de criterio que no se dejaba intimidar por las convenciones sociales. Sus gustos, en ese sentido, no eran parafílicos según la definición de la American Psychiatric Association, puesto que no comportaban angustia ni originaban daño de ningún tipo a otros.
Pero su rareza, primero, y su excepcionalidad estadística, después, le incapacitaban para vivir con normalidad. Tenía que separarse de aquellas personas a las que amaba y le resultaba extremadamente difícil encontrar a alguien con quien compartir una vida sexual plena. Es decir, sus gustos acababan siendo parafílicos, pues originaban angustia psicológica e insatisfacción sexual.
La mayoría de los lectores, incluso aquellos que se consideran a sí mismos abiertos de mente, insumisos y atrevidos, habrían reaccionado como la mujer y habrían abandonado al hombre formicofílico. La maleabilidad sexual y el gusto por la experimentación, que muchos llevan a gala, tienen unos límites más estrechos de lo que se cree. En consecuencia, algunos placeres se vuelven tormentosos porque no encuentran comprensión verdadera ni parejas sexuales adecuadas.
Podemos repasar algunas parafilias para comprender la dimensión colosal de este paisaje. Los emetofílicos sienten placer sexual en el vómito. Los vampiristas, en el contacto con la sangre. La lascivia de los agorafílicos –que no son necesariamente exhibicionistas– se desata con la actividad sexual en lugares públicos. Los menofílicos se excitan con la menstruación y los hemotigolágnicos con los tampones usados. Los saliromaniacos necesitan romper o manchar la ropa de su pareja. Los pungofílicos solo sienten placer cuando son pinchados. Los abasiofílicos únicamente gozan cuando su pareja es coja. Y los acromotofílicos concentran su deseo en personas con algún miembro amputado.
En muchos casos, estas parafilias no son excluyentes o paralizantes. No incapacitan a quienes las sienten para disfrutar de una sexualidad más común. Pero incluso cuando la pulsión no resulta amenazante o agresiva, limita la plenitud sexual de la persona si esta la reprime, o pone en riesgo su socialización si trata de integrarla en su vida. ¿Quién aceptaría con naturalidad convivir con un nosolágnico, que es aquel que siente excitación al saber que su pareja sufre una enfermedad terminal? ¿Y con alguien que se inflama sexualmente al ser enterrado vivo (talefílico) o al ser robado (harpaxofílico)?
Somos cada vez más capaces de respetar socialmente las sexualidades diversas, pero no de entender...

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