Distancia social
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Distancia social

Crónicas de migrantes en Chile

Daniel Matamala

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Crónicas de migrantes en Chile

Daniel Matamala

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A partir de octubre de 2019, los dos años que siguieron en Chile fueron una montaña rusa, un movimiento de tierra importante incluso en este país acostumbrado a que se nos mueva el piso. Estallido social, pandemia, un acuerdo político histórico, la peor crisis económica y social en una generación, un gobierno ausente, decenas de miles de muertes por Covid, la rearticulación de un tejido social dormido y una ciudadanía que, "contra todo, votó con voz atronadora por un proceso constituyente que hoy está en marcha".A esta selección de columnas de Daniel Matamala se suman dos textos inéditos y de mayor extensión, en que el autor disecciona los fenómenos y las consecuencias detrás de esta vorágine de acontecimientos. Se conforma así un relato informado y vibrante de esta época, "una crisis sobre otra crisis encima de otra crisis". Una narración que se lee como el diario de vida de un país desgarrado, agotado de la distancia social en todas sus dimensiones, y que sin embargo saca fuerzas, se levanta y se dispone a abrir puertas y ventanas a la esperanza.

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Distancia social

La violencia

En 1948, el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán generó el Bogotazo, uno de los estallidos paradigmáticos de las ciudades de la furia de América Latina: el Cordobazo argentino en 1969, el Caracazo venezolano de 1989, el Santiagazo chileno de 2019.
Con el Bogotazo comenzó un período histórico que los colombianos bautizaron con un nombre que lo dice todo: La Violencia. En estos días en que Colombia imita la protesta chilena, en su arista pacífica cantando «El baile de los que sobran» y también en su reguero de vandalismo contra el transporte público, conviene dar vuelta la mirada y sacar lecciones de La Violencia.
De la rabia pura del Bogotazo se pasó al enfrentamiento entre milicias liberales y conservadoras. Luego, la violencia mutó a agentes de terrorismo del Estado, guerrillas marxistas como las FARC, bandoleros rurales, delincuentes comunes, carteles de narcotráfico como los de Cali y Medellín, paramilitares de derecha como las AUC, facciones irregulares del gobierno, tropas privadas, insurgentes urbanos como el M-19… Todos estos conflictos tuvieron su origen en una sociedad que cayó en la trampa de legitimar la violencia, primero porque había un crimen que vengar y una rabia que expresar; luego, porque había un enemigo subversivo al que enfrentar o una sociedad mejor que implantar, y también porque había un jugoso negocio que aprovechar.
Chile se enfrenta a la misma trampa: creer que la violencia es una herramienta que puede utilizarse a voluntad. Una llave que se abre para alcanzar ciertos objetivos como la justicia social o la restauración del orden público, y que luego, logrados ellos, se cierra sin más.
Pero la violencia no es una llave; es una criatura de Frankenstein que toma vida propia, que deja de ser un instrumento y se convierte en un fin en sí mismo. La violencia es una forma de vida que pervive luego de que su causa original se extingue. Eso lo sabemos en América Latina, donde revolucionarios marxistas y represores de dictaduras por igual terminaron reconvertidos, e incluso aliados, como secuestradores extorsivos, asaltantes de bancos o soldados del narcotráfico.
Esta violencia, por cierto, no salió de la nada: lleva décadas de lenta cocción frente a nuestros ojos.
Hace tiempo que las barras bravas subyugan barrios completos, dominan por el terror el entorno de los estadios de fútbol, someten por el miedo a deportistas e hinchas y secuestran el transporte público. Nada de eso habría sido posible sin su relación de mutua conveniencia con actores del poder que han aprovechado a los barristas como punteros de campañas políticas y aliados comerciales. Ni hablar de los tentáculos del narcotráfico y su extendido dominio sobre zonas enteras de Santiago, donde sustituyen al Estado y al mercado como proveedores de seguridad y empleo, con soldados adiestrados desde niños en el uso de la violencia. Desde ahí construyen vínculos con el poder, como vimos en la elección interna del Partido Socialista.
Son negocios que se nutren del abandono social. De la decadencia de instituciones que proveían sentido de pertenencia, como las juventudes de partidos políticos o la iglesia católica. Y del fracaso de la sociedad en ofrecer un futuro a los adolescentes vulnerables. Esa violencia estructural, subterránea, explica los incendios y los saqueos, pero no debe disculparlos. Y esa delgada línea entre entender un fenómeno y justificarlo parece más borrosa que nunca hoy.
La barbarie policial que ha dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares es otra expresión de una sociedad brutalizada. Un general de Carabineros la justifica diciendo que, en la represión, como en la quimioterapia, “se matan células buenas y células malas”. Es una versión 2019 de la infame meta de “extirpar el cáncer marxista”. Cuando los agentes del Estado ven al otro como una enfermedad o un parásito, su enajenación social los convierte en un peligro.
No debemos elegir entre mano dura y mano blanda, entre tolerar el vandalismo o violar los derechos humanos. Lo que necesitamos para frenar la violencia es un Estado eficiente en proveer seguridad, y eso no se consigue gaseando familias completas, abusando de detenidos ni mutilando a manifestantes. Ese descontrol policial solo logra que ciudadanos pacíficos vean a los agentes del Estado como una amenaza y no como garantes de la seguridad de todos. Y, de nuevo, sirve a los vándalos para ganar legitimidad como reacción a estos abusos.
Llevamos ya 38 días de ese círculo vicioso en que la violencia estatal y la delincuencial se potencian. En el medio de este abrazo mortal, de inerme rehén, queda la sociedad chilena. La violencia amenaza con pasar de un reventón puntual a una enfermedad crónica. Una en que tanto la justicia social como el orden público son arrastrados por el Frankenstein de la brutalidad.
Noviembre de 2019

Empatía

Ni liderazgo, ni mano firme ni trayectoria. Por amplísima mayoría, los chilenos consideran que la característica más importante que deben tener nuestros líderes es la “empatía y conocer bien los dolores que sufren las personas en Chile”, según la encuesta Espacio Público/Ipsos.
Empatía con los chilenos. Qué fácil decirlo y qué imposible resulta a veces para nuestros dirigentes.
El senador José Miguel Insulza reconoció a sus pares sus dudas en la acusación constitucional contra el exministro Andrés Chadwick, imputado de “omitir adoptar medidas para detener violaciones sistemáticas a los derechos humanos”. Pero sus argumentos no fueron políticos ni jurídicos, sino personales. Chadwick e Insulza fueron camaradas en el MAPU, ese movimiento que fracasó como partido político pero fue un exitazo como club social y agencia de empleos para trepar a los círculos más altos del poder. Tras la dictadura los ex-MAPUsuman decenas de parlamentarios, 15 ministros, los más influyentes lobistas (Enrique Correa y Eugenio Tironi), el fiscal nacional Jorge Abbott y el expresidente de los empresarios Rafael Guilisasti.
El íntimo amigo de Insulza, también exMAPU, José Antonio Viera-Gallo está casado con la hermana de Chadwick, María Teresa, y ese vínculo permitió que Insulza fuera autorizado a volver cinco días del exilio en 1981, cuando murió su padre. Esa relación personal se ha transformado en un escudo político, con Insulza convertido en uno de los principales defensores de Chadwick. “Conmigo no van a contar”, declaró tajante en 2018, cuando la oposición intentaba acusar al entonces ministro por el montaje en el asesinato de Camilo Catrillanca. Falta de empatía es poner el amiguismo por encima del dolor de los chilenos muertos, mutilados, cegados.
Ese mismo martes que Insulza se sinceraba con sus colegas, en La Moneda los ministros Briones y Blumel presentaban un paquete de medidas económicas en respuesta al desastroso índice de actividad económica (-3,4%) que se había publicado esa mañana. La respuesta fue rápida y sensata. Su presentación, sobria y detallada. Hasta ahí, impecable. Pero el presidente Piñera quería anunciar personalmente la medida más popular: un bono. Se armó a la rápida una puesta en escena en un restorán de Maipú. En vez de informar el bono de $ 50.000 por carga familiar, Piñera puso una cifra mayor: “$ 100.000 promedio por familia”. En rigor no era falso, pero sí tremendamente confuso. El dueño del restorán acusó haber sido víctima de una encerrona, mientras el gobierno gastaba el resto del día intentando explicar lo que había querido decir el presidente. Un paquete de medidas necesarias quedó oscurecido por el irrefrenable impulso de sobrevender cada anuncio, de convertir cada acto de gobierno en un spot publicitario infestado de letra chica o de declaraciones incendiarias sobre “enemigos poderosos e implacables”.
Los mejores días del gobierno son aquellos en que el presidente guarda silencio y deja el protagonismo a sus ministros y los partidos. Uno de los intelectuales más certeros de la derecha, Hugo Herrera, advierte que Piñera “ha sido irresponsable” y que “es mejor que no hable”. Falta de empatía es poner el protagonismo personal por encima del dolor de esos chilenos cesantes, pauperizados, angustiados.
Los diputados del Frente Amplio votaron a favor la idea de legislar en la ley antisaqueos. Una decisión razonable ante un proyecto que ataca un problema real: como las penas para los saqueos hoy son ínfimas, los vándalos están quedando en libertad. Luego rechazaron algunos puntos del proyecto en particular, considerando que penaliza formas de protesta no violentas. Pero las redes sociales ardieron, las asambleas de los partidos se molestaron y los diputados Gabriel Boric y Giorgio Jackson publicaron videos de contrición en que intentaban explicar que habían votado que sí queriendo votar que no. Pudo más la presión de ciertos militantes inflamados en ardor revolucionario, muchos de ellos de sectores acomodados (“el MAPU con iPhone” como los llamó Óscar Contardo), que poco entienden la angustia de pequeños comerciantes y vecinos desesperados por la epidemia de saqueos y vandalismo. De hecho, la misma encuesta muestra que la mayoría de los chilenos siente miedo por esos hechos de violencia. Falta de empatía es poner la presión de algunos grupos afiebrados por encima del dolor de esos chilenos saqueados, amenazados, vandalizados.
No es casualidad que los políticos más lúcidos en esta crisis hayan sido los que vienen de la clase media o trabajan a diario con los ciudadanos de a pie: el presidente de RN, los alcaldes de Renca, La Pintana o Puente Alto, todos ellos capaces de entender que los chilenos piden justicia y también orden; apoyan las movilizaciones, pero también temen por sus empleos y deploran la violencia.
“No pregunto a la persona herida cómo se siente. Yo mismo me convierto en la persona herida”, escribía Walt Whitman. Es esa empatía la que los chilenos demandan a una clase dirigente ensimismada en la defensa de sus amigos, sus egos y sus grupúsculos de poder.
Diciembre de 2019

El epitafio de los coroneles

Cuando los votos ya estaban listos, cuando la suerte de Andrés Chadwick ya estaba echada, hubo aún un último discurso. El senador Juan Antonio Coloma tomó la palabra para hacer una apasionada defensa de quien estaba a punto de ser condenado por el Senado.
El penúltimo de los coroneles era defendido por el último de sus pares.
Minutos después, la votación selló la condena de Chadwick por las graves violaciones a los derechos humanos bajo su gestión. Es el fin de una era. El histórico grupo de los coroneles de la UDI se formó bajo el alero de una dictadura que violaba los derechos humanos, y su simbólico funeral se produjo en un déjà vu de esa tragedia. Jovino Novoa, Pablo Longueira, Andrés Chadwick y Juan Antonio Coloma fueron los cuatro «coroneles» de Jaime Guzmán, el indiscutido general de ese regimiento de disciplina leninista que era la UDI. Tras su asesinato, fueron los herederos incuestionados: entre 1992 y 2012, salvo un breve período de Hernán Larraín, los coroneles se turnaron para ocupar la presidencia del partido.
Fueron ellos los encargados de continuar la improbable alianza que Jaime Guzmán selló con Miguel Kast y sus Chicago Boys durante la dictadura y que marcó a fuego, hasta hoy, a la derecha chilena. Esta alianza reemplazó la reflexión política por la ortodoxia económica, interpretada de acuerdo a un único evangelio: un neoliberalismo funcional a los intereses de los grandes grupos económicos. Las prioridades son claras. En palabras del propio Guzmán: “El derecho de propiedad encierra relieves más esenciales para el ser humano que el derecho a participar en los asuntos políticos nacionales”.
Esta neoliberalización de la política fue más allá de la UDI. También en RN las ideologías nacionalistas, socialcristianas y populistas fueron desplazadas y los herederos de los Chicago Boys tomaron el control. Un dato decidor: desde la vuelta a la democracia, salvo la anecdótica campaña de Alessandri Besa en 1993, todos los candidatos presidenciales de RN y la UDI han sido economistas: Hernán Büchi (1989), Joaquín Lavín (1999 y 2005), Sebastián Piñera (2005, 2009 y 2017) y Evelyn Matthei (2013).
Mientras, el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), financiado por los grandes grupos económicos, tomaba el control ideológico de la derecha. Cristián Larroulet, gremialista y Chicago Boy, cerebro de LyD y de los gobiernos de Piñera, simboliza esa fusión. La misma senda seguiría luego la Fundación para el Progreso (FPP).
Al mismo tiempo, la política se subordinaba a la gran empresa. Ya en 1993, cuando el gobierno de Aylwin quiso negociar una reforma tributaria, optó por el camino más directo. “En lugar de dirigirse a la oposición, se inició una serie de contactos con el sector empresarial”, recuerda el entonces asesor de Hacienda y actual presidente del Banco Central, Mario Marcel. Con el empresariado “se logró un acuerdo básico que permitió poner en marcha las negociaciones políticas con la oposición”. La práctica se hizo habitual. Lagos negoció directamente con el presidente de los grandes empresarios una agenda de reformas, y el gobierno de Bachelet hizo lo propio en la “cumbre de las galletitas”, cuando el ministro de Hacienda concordó la ley tributaria con directores de empresas de los grandes grupos económicos.
Las actuaciones de los coroneles muestran qué tan íntimo llegó a ser este concubinato entre dinero y política. Jovino Novoa ocultó las donaciones ilegales de Penta mediante boletas falsas que pasaban a la contabilidad del grupo con un “JN” escrito al reverso. Pablo Longueira acogió las sugerencias de SQM que beneficiaban a la empresa en la ley del royaltyminero, y cercanos a él recibieron $ 730 millones de la minera. Novoa, confeso, fue condenado a pena remitida. Longueira, salvado del delito tributario gracias a la gentileza del Servicio de Impuestos Internos, aún espera juicio por cohecho.
La caída de Longueira y Novoa comenzó los dolores de parto de lo que puede ser una nueva derecha y la condena de Chadwick los agudiza. “El experimento neoliberal está completamente muerto”, proclama el economista ex-Chicago Sebastián Edwards. Pero esa muerte no tiene por qué arrastrar a ese sector político. La hegemonía neoliberal es desafiada por una nueva camada de académicos de derecha que pretenden independizarla de la ortodoxia económica. Hugo Herrera acusa a LyD y la FPP de “oscuro financiamiento”, “extremismo” y “economicismo sin matices”. Pablo Ortúzar dice que la derecha “no tiene visión política” y sufre de una “tosquedad intelectual brutal”.
¿La derecha ha muerto, viva la derecha?
Mientras los coroneles desaparecen, RN se desembarca de la ortodoxia y empuja reformas sociales de gran calado. Hasta el ministro de Hacienda exhibe una flexibilidad inédita en esas oficinas.
La derecha chilena busca a tientas un nuevo camino desde las ruinas del matrimonio del gremialismo y los Chicago Boys y, por primera vez, los coroneles no estarán en posición de frenar ese debate. Nadie sabe para quién trabaja.
Diciembre de 2019

De qué estamos hablando

Bastó que, en una entrevista radial, la periodista Verónica Franco preguntara al presidente Piñera por un “cambio de modelo” para que se produjera este monólogo:
–Si usted cuando me habla de cambio de modelo está pensando en el modelo venezolano…
–No…
–… donde destruyeron la democracia…
–No…
–… donde atropellan los derechos humanos todos los santos días, donde tienen al pueblo entero condenado a la muerte por hambre o por falta de medicamentos…
–… Es que no es dicotómico, Presidente…
–Entonces cuando hablamos de cambio de modelo, yo quiero decir, ¿de qué estamos hablando?
Le dicen “cambio de modelo” y él escucha “Venezuela”. El abismo entre la burbuja presidencial y el resto del país es enorme. Entonces, ¿de qué estamos hablando?
Ni en las protestas abundan las banderas venezolanas, ni en la consulta de los municipios los ciudadanos votaron por un régimen chavista, ni en ninguna encuesta seria los chilenos piden convertirse en Chilezuela. Esa fantasía solo existe en las mentes de un puñado de extremistas de izquierda y derecha (algunos, lamentablemente, muy escuchados en La Moneda). Lo que los chilenos exigen se parece mucho más a cualquier informe de organismos internacionales capitalistas que a alguna asamblea revolucionaria.
La calle y la OCDE hablan a coro. Veamos.
Más del 94% de los 2 millones y medio de votantes de la consulta ciudadana está a favor de un IVA menor para productos de primera necesidad. Coinciden en ello con una de las principales críticas de la OCDE a nuestro país: que nuestro sistema tributario está patas arriba. Se basa en impuestos al co...

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