LA SANGRE DERRAMADA
Hubo pocos preámbulos: una huida de moscas hacia el interior de las casas, un paredón de nubes avanzando sobre la costa y arrastrándose valle arriba, un breve enrarecimiento del aire. Minutos después de que el cielo se oscureciera, cayeron las primeras gotas, gruesas, aisladas, casi gandulas, levantando besos de polvo en la tierra sedienta.
Blas se asomó a la puerta del bar y, sin girarse hacia Emilia, le dijo:
—Niña, apúntame lo mío. Me voy a casa, que para mí que va a caer la del pulpo.
Don Andrés y los demás dejaron de jugar al dominó y miraron hacia la puerta, a la que se había asomado ya la dueña. Justo en ese instante se oyó un trueno largo como el paso de un tren de mercancías y Nidocuervo se preparó para uno de sus chaparrones formidables, uno de esos que caían solo cada muchos años para devastar los campos y llenar la memoria.
—Tierra de mierda. O nos morimos de sed o nos ahogamos —dijo Blas antes de correr a meterse en el coche.
Sabía, como sabía toda la comarca, que llovería el resto de la mañana y toda la tarde y casi toda la noche. Y que era posible que al día siguiente también lloviese todo el día. El agua desbordaría acequias, estanques y barrancos. El cielo la vomitaría con tal fuerza que arrasaría cultivos, derrumbaría salientes, arrastraría tierras y rocas hacia la costa, borraría carreteras y finalmente se echaría como una estampida de búfalos sobre San Expósito, cuyas alcantarillas ya estarían para ese momento absolutamente anegadas.
Por supuesto, Nidocuervo aguantaría y San Expósito se llevaría lo peor. Al fin y al cabo, Nidocuervo estaba en pendiente, era un villorrio edificado como vivían sus gentes, cuesta arriba o cuesta abajo, según y como se mirase. Los pueblos así siempre están preparados para la lluvia. Una ciudad costera y soleada que vive del turismo jamás lo está.
Hacia mediodía, ya diluviaba y la radio comenzó a emitir avisos de las autoridades. Marta Ferrer los escuchó en una de las pausas para el café y, por primera vez desde que se había ido a vivir a pico Encarnado, lamentó no tener teléfono en casa. Llegó al pueblo con la Siata y aparcó ante el bar, donde Emilia y don Andrés miraban la lluvia con asombro expectante. Los demás se habían ido a cerrar sus casas, a proteger sus ganados, a vigilar tejados y plegar toldos. Don Andrés se había quedado allí porque allí era donde tenía su oficioso despacho de alcalde pedáneo y podía estar pendiente de la situación por si se lo necesitaba. Marta usó el teléfono para llamar a la escuela especial. Le dijeron lo que ya se sospechaba: que se suspendían las actividades, que iban a evacuar.
Diez minutos más tarde, Tomás Laguna vio pasar la camioneta, con las ruedas levantando estelas en los cinco dedos de agua que ya alcanzaba la riada. Al comprender adónde iba, se preguntó si podría llegar a tiempo y si, en caso de hacerlo, lograría regresar. Él también había puesto la radio en una emisora local y sabía que la cosa no pintaba bien.
Salió en los informativos de la noche. Todo el país vio las casas y los comercios inundados; los botes de salvamento cruzando los canales en los que las calles se habían convertido; el agua arrastrando vehículos y mobiliario urbano hasta la desembocadura del barranco de las Lágrimas, que traía desde las cumbres, hecha lodo, la tierra de años de sequía y la maleza que nadie había limpiado en un lustro; los habitantes atrapados en la parte baja de la ciudad refugiados en los pisos de los vecinos de arriba o en las azoteas de sus casas terreras hasta que el mar lograra absorber el torrente o alguien viniera a sacarlos de allí.
La escuela especial estaba en uno de esos barrios, cerca de la iglesia de los Remedios. Tenía una sola planta y, en cuestión de minutos, el patio de la instalación se transformó en una piscina. Por fortuna, personal y alumnado fueron evacuados a tiempo gracias a la previsión de un policía municipal cuya sobrina con síndrome de Down acudía al centro.
Se los trasladó al salón parroquial de la iglesia, y el párroco y su asistenta prepararon una chocolatada para entretenerlos hasta que sus familiares pudieran ir a buscarlos.
Esa fue una de las imágenes que una cámara de televisión captó y que los especiales informativos reprodujeron hasta la saciedad: la del cura, su asistenta y los educadores repartiendo chocolate y lenguas de gato a los adolescentes ajenos al desastre que se cernía sobre la ciudad. Otras fueron las de los padres y madres que conseguían llegar hasta la iglesia y se abrazaban a sus chicos y se los llevaban. Y, entre todas, destacó la de una mujer anónima a quien, al salir de la iglesia cubriendo con un paraguas a un chico gordito en chándal, el viento le echó hacia atrás la capucha del chubasquero, revelando una llamativa melena rojiza tan hermosa como el rostro serio de la mujer, todo lo cual supuso un estallido de belleza en medio de la gris fealdad del temporal, un poema sobre el amor frente al azote de la naturaleza. Un reportero gráfico con buen ojo supo captar esa estampa y, tras ser distribuida por una agencia, se convirtió en la imagen simbólica del desastre para un periódico de una ciudad lejana donde aquella mujer no era anónima para todo el mundo.
En aquella ciudad, un hombre vio esa foto mientras tomaba café en el bar. El hombre sabía fingir y fingió indiferencia mientras leía la noticia en el manoseado ejemplar del establecimiento y examinaba la foto una y otra vez. Cuando ya no le cupo duda, apuntó mentalmente el nombre del sitio, San Expósito. En la otra punta del país. Siempre imaginó que, en su momento, la mujer habría cruzado los Pirineos o que se habría escondido en algún pueblucho de la Meseta. Pero no: había elegido la costa, el Atlántico, el sur, otra muy diferente sucursal del hambre.
El hombre pagó su café y se marchó. Cojeaba de la pierna derecha, cuya rodilla no se doblaba como debería, pero no usaba bastón y era capaz de alcanzar un buen ritmo. Buscó un quiosco, compró un ejemplar del diario y, con el cambio, hizo una llamada telefónica desde una cabina situada en una calle discreta. Al otro lado de la línea, una mujer joven preguntó quién era y él dijo:
—Soy yo.
La mujer reconoció la voz.
—¿Quieres hablar con el Abuelo?
—Ajá.
El hombre escuchó cómo la mujer dejaba el auricular descolgado y se alejaba. Luego, un cuchicheo, unos pasos que iban hasta el teléfono, la voz rasposa del hombre mayor, curtido, con los acentos entreverados de media docena de regiones, diciendo:
—Atanasio, hijo, qué poco te prodigas. Ya estaba yo pensando que te habías olvidado de la familia.
—El trabajo. Tú sabes cómo es la cosa. Uno se lía y se olvida de llamar. ¿Viste a mi prima? Salió hoy en el periódico.
—La vi. Muy guapa, la chiquilla, ¿verdad?
—Mucho. Precisamente estaba pensando en ir a verla.
El abuelo de la voz de lija emitió algo parecido a un gruñido antes de decir:
—No creo que esté para recibir visitas. Pero tu abuela le quiere mandar el suéter que le hizo.
—Por eso. Se lo puedo llevar yo —insistió Atanasio.
—A ti no te quiere ni ver. Mejor que vaya tu hermano. El más pequeño.
—¿Fede?
—Sí.
Ahora fue el hombre quien se demoró unos segundos. Estuvo a punto de intentarlo nuevamente, pero entendió que no lograría convencer al Abuelo.
—Está bien. Se lo diré de tu parte.
—Que se venga a recoger el suéter. Así le veo el pelo.
—De acuerdo. Te dejo, que esto se corta.
—Vale, hijo. Y, si puedes, vente tú también, carajo, que tengo ganas de darte un abrazo.
—Lo intentaré. Besos a la abuela.
—De tu parte.
El hombre colgó, consultó la hora y calculó dónde podría encontrar a Fede en ese momento. El tugurio que se le ocurrió no quedaba lejos. Rengueó dos manzanas por entre la multitud de transeúntes del centro; luego giró en una esquina y prosiguió hasta internarse en un barrio de mala reputación. Una nube de humo envolvía el antro donde tres mesas de tronera de tapetes ajados entretenían a unos cuantos tipos con pinta de haber escapado de prisión diez minutos antes. El sonido de las máquinas tragaperras llegaba desde el fondo, con su reclamo de sirena de feria. El hombre avanzó más allá de los billares, hasta el rincón de la barra en el que el tal Fede bebía una jarra de cerveza intentando, sin conseguirlo, no mancharse la barba con la espuma. Se saludaron con un gesto y el hombre le mostró el periódico.
El otro miró la foto, leyó el titular, buscó la noticia en el interior y la leyó antes de volver a mirar la portada. Finalmente dijo:
—¿Es ella?
El cojo asintió.
—¿Y cuál es el plan?
—Tenemos que ir a ver al Abuelo. Pero te digo ya que lo más probable es que te toque ir a ti.
—¿Y tú?
—A ti no te ha visto nunca.
—Igual me vio alguna vez.
—Pero no se acordará.
—No, no se acordará.
Fede se acarició la barba y formó un arco con las cejas.
—¿Tendré que ir solo?
—Seguramente. —El otro dio un trago largo a su cerveza y volvió a mirar la portada. Parecía poco convencido—. Aquello es pequeño, pero es mejor reconocer primero el terreno.
Fede utilizó tres dedos para juguetear con los rizos de su barba antes de dar un suspiro y dejar la jarra ya vacía.
—Está bien. Vamos a ver al Abuelo.
Salieron a la calle y comen...