Los modernistas
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Los modernistas

  1. 342 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Los modernistas

Descripción del libro

«Los modernistas» (1903) se trata de un extenso estudio literario de Víctor Pérez Petit sobre la poesía francesa, el movimiento literario modernista y la obra de escritores, poetas y filósofos como Hauptmann, D'Annunzio, Tolstoi, Verlaine, De Castro, Strindberg, Darío, Yakchakof, Mallarmé y Nietzsche.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788726681758
Categoría
Literatura

LOS MODERNISTAS

LA LÍRICA EN FRANCIA

El decadentismo fulguró en estos últimos años en el cielo del arte como una aurora boreal: explosiones de luz, relámpagos de colores, migajas del iris tiñeron el cenit como un deslumbramiento. Y al par, un cálido espasmo, un estremecimiento voluptuoso vibró sobre todos los seres, como el que arrastraba en una bilarante y frenética teoría á las enardecidas afroditas cuando en las horas somnolientas del mediodía iban á aplacar las ansias del sexo contra los salientes ángulos de la estatua de Pan. Una muchedumbre de poetas, como vibrantes luciérnagas, constelaron los prados de la poesía, dejando sobre ellos todo un reguero de fosforescencias. Y el alma, un segundo hipnotizada por las voces ultraterrenas, como una golondrina nostálgica del Ecuador, se adurmió blandamente al arrullo de las harpas que agonizaban en la distancia.
¿Cómo nació el decadentismo y cómo vinieron sus aedas á ofciar en el maravilloso altar del arte contemporáneo?
Para responder á tan delicadas cuestiones, es imprescindible historiar la evolución de la lírica en Francia.

I

No hablaré de André Chénier, el último de los clásicos, el Apolo guillotinado, cuya obra diamantina cierra como un guión de oro el período de los siglos marmóreos de la poesía francesa. Sus versos admirables, — por los que corre una claridad helénica, — de un aticismo elevado y de una majestuosidad verdaderamente olímpica, no son ya recordados por las nuevas generaciones que enervan los licores románticos. En vano quisieron los primeros idealistas, los revolucionarios, encontrar en él un precursor, pues sus Églogas son verdaderos mármoles greco-latinos, y sus Yambos soberbias columnas dóricas de la gran literatura de los siglos xvii y xviii . Su frase es límpida, irreprochable, elegante, serena y plástica: dijérase que se baña en ondas poderosas de luz cíclica; creeríase que brotó de una lira de bronce pulsada en el atrio helado de blancura del Parthenón. Apenas si en sus Elegías, — el florón menos valioso de su corona de poeta, — asoma un estremecimiento revelador del hombre moderno, del corazón humano.
No hablaré tampoco de Lamartine, el dulcísimo creador de la melodía, el poeta melancólico y errabundo de las Meditaciones, el cantor que por tanto tiempo llenó de desmayados perfumes el alma de los jóvenes y de dulcísimas rapsodias el corazón de los viejos. De él pueden decir todos los hombres, lo que de los amantes llegados al invierno de la vida decía el melancólico Ronsard:
«Ce n’est pas d’aujourd’hui que je suis ta conquête;
Cinq lustres ont suivi le jour où tu me pris,
Et, depuis, j’ai toujours chéri ta chère tête
Sous tes cheveux châtains et sous tes cheveux gris.»
El poeta melodioso de Jocelyn está hoy, sin embargo, poco menos que olvidado, y sus imitadores han muerto en el silencio que lapida los esfuerzos fracasados. Sus cantos no arrullan el sueño de las doncellas, ni sus mágicos acentos revolotean en torno del hogar en las heladas noches hibernales. Sólo las almas quietas, los corazones que laten por memorias pretéritas, los amantes verdaderos de que nos habla Ronsard, leen de cuando en cuando, en reposado silencio, sus hemistiquios harmoniosos y sus lentos é inspirados ritmos. ¿Quién recuerda hoy, sin recurrir al libro, cómo empieza esa deslumbrante poesías titulada «Le Lac»? ¿Quién sabría decir á qué composición pertenece este verso:
«Pleurez! pleurez ma honte, ó filles de Lesbos!»
Hugo es el que vive. Hugo es el que aún se alza sobre su pedestal granítico de La Légende des Siècles, proyectando el perfil marcial de un águila sobre la inmensidad del cielo. El autor de Graziela era demasiado amable, por así decirlo, demasiado sereno, demasiado plácido para lograr estremecer las generaciones nuevas, estas generaciones hijas del espasmo y de la histeria. Hay en su harpa acentos melodiosos, muy sutiles, un tanto melancólicos, que corren susurrantes sobre un cauce de jaspe como una corriente de fuente cristalina; tiene versos claros, luminosos, llenos de encantadora suavidad, de harmonía celeste; tiene concentos misteriosos que se llegan muy quietos al alma para adormecerla tenuemente; — pero todo ello no puede hacer vibrar el corazón de esta edad indiferente, que dijo Núñez de Arce, de estos hombres de hoy saturados de lóbrego pesimismo.
Hugo, por el contrario, vive más con nuestra existencia; y hasta en la hipérbole encuentra un recurso para hacer vibrar nuestros nervios. Tiene fuerza, tiene vida; plétora de vida, torrentes de fuerza. Su voz, ya muy lejana, al través de la eternidad, conserva el poder olímpico de sacudirnos de nuestro letargo: nos obliga á oirle, á asombrarnos, á tributarle homenaje. En el poeta genial de Les Orientales y de Les Contemplations existe innata la grandeza de los dioses griegos, que no hemos llegado á olvidar al través de diecinueve siglos de fe cristiana. Y es que el alma de este rapsoda soberbio es un alma universal, eterna como el tiempo, gloriosa como los astros. Su acento es grave, sonoroso, con toques épicos de clarín guerrero; su frase cae relampagueante en medio del cerebro como un rayo sobre una encina; su reclamo vibra con el eco de los felices amores y de la eterna primavera del alma; su dicción deslumbra como un haz de sol incrustándose repentinamente en una retina poblada aún por las negruras del sueño. Habla con la voz del tonante Júpiter, y así su canto es una diana de victoria y una explosión de alboradas, y así sus cóleras son un derrumbe de montañas y una convulsión frenética de soles. Todo en él es grande, todo inmenso. Sus hombres son colosos, como aquellos de la Ilíada, que departían mano á mano con Juno, Marte ó Minerva. Sus escenarios son el Océano, el Firmamento, el abismo colosal de la Conciencia humana. Sus símbolos alcanzan la cumbre del cenit. Sus ideas esplenden ante el trono de lo absoluto. Tiene la visión de lo sublime, de lo trágico, de lo inmenso, de lo repugnante. Su pensamiento es una Vía Láctea de creaciones. Sus ojos geniales contemplan la naturaleza, y, sobre el espejo del alma, reflejan cosas grandiosas, imponentes, inauditas. Su imaginación crea, con el omnímodo poder de la divinidad. Y por tal modo, el sencillo granito se convierte en un Cáucaso; el mezquino pulpo, en un monstruo fabuloso de tentáculos colosales; un campanero sordo, mudo y contrahecho, en un grifo horrible; un soldado de la Vendée en un juez subhumano y heroico; un buen hombre, en un Dios. Su Satanás, en el poema que sirve de prólogo á la colosal Légende des Siècles, es gigantesco:
«Depuis quatre mille ans il tombait dans l’abime.»
Milton mismo no tuvo una visión más grandiosa del ángel protervo despeñándose por los abismos insondables de lo infinito en una caída vertiginosa de siglos y siglos. — Su Han de Islandia, el monstruo abominable que bebía en un cráneo la tibia sangre de sus víctimas, parece la visión fantástica de un cerebro calenturiento y desordenado. — Su Jean Valjean, ese símbolo glorioso de las contradicciones humanas, se yergue como un mundo atroz de la personalidad que tuviera oculta una mitad en la sombra, como nuestro planeta, mientras la otra fulgura á la luz del sol. — Su Claudio Frollo, en una celda de Notre-Dame, interroga los vagos espectros de Byblos, persigue el secreto de Cassiodoro, cuya lámpara ardía sin mecha y sin aceite, y busca la palabra mágica que pronunciaba Zachielé cuando al descargar su martillo sobre el clavo quería llevar la desgracia á un enemigo. — Él sabe, como Ursus, el humanista de L’homme qui rit, de la existencia del hœmorrhoüs, la víbora vista por Tremellius; conoce la fabulosa serpiente marina de que nos hablan las actas de Plinio y las narraciones noruegas del obispo Pontoppidan; ha visto las hecatombes indostanas en las festividades de Siva; oyó los clamores de los leones crucificados en el circo romano, y no ignora las fiestas bárbaras en que los guerreros apuran las copas rebosantes con la sangre de las vírgenes inmoladas. Las sensaciones artísticas horriblemente bellas, no son extrañas á su alma. El tirano Diomedes dando de comer carne humana á sus caballos, no ha tenido más imaginación que él. Tampoco la tuvo mayor Calígula haciendo devorar por los perros á su propia mujer. Es un poeta cíclico, fantástico, colosal. Siéntase á la diestra de Apolo y nos obliga, de buena ó mala voluntad, á reverenciarlo. Tememos hablar cuando él habla; tememos pensar cuando piensa; tememos oir cuando su látigo, como un terceto del Dante, flagela con sus trenzas de llamas un funesto emperador; tememos volver la vista hacia él, cuando su luz traspone el horizonte, porque recordamos el castigo de Semelé. Los acordes de su lira son los únicos que llenan el cielo desde hace más de cuarenta años. Él impuso á la poesía el tirso y la veste romántica, y ésta tiene para mucho tiempo, antes de poder abandonar el manto de pedrerías con que la ha cubierto. Sería menester tejerle otro tan valioso, y ¿quién podrá hacerlo? ¿quién nos hablará de la estola de oro del sol enganchada á los altos baobabs de la India, ó de los claros zafiros del Labrador enhebrados á los cabellos de una mujer más pura y rubia que el ámbar de las vírgenes bizantinas, después que el poeta imperial fué á sentarse en el mismo triclinio de Mecenas, remedó los acentos trágicos de Licofrón de Chalcis, se rozó con los fakires orientales en las seculares pagodas brahmánicas y vistió la túnica de esmeralda del Califa de Damasco?
En vano ha luchado el cantor de Namouna: éste, casi no tiene imitadores. En su tiempo, tuvo una fugaz influencia, pero anquilosada siempre por la del autor de las Hojas de Otoño.
Alfredo de Musset fué el poeta de los jóvenes, y, por mucho tiempo, también fué su alma inspiradora. Sus contemporáneos estaban entonces cansados de la fría y matemática poesía de los clásicos. Las reglas les hacían el efecto de un chaleco de fuerza. Roma y Grecia se habían agotado; Nerón no podía animar, sin aburrimiento, á la tragedia; como Medea ó Prometeo no podían revivir después de Eurípides y Esquilo. El espíritu del Capitolio y el viejo Olimpo se encontraban de pronto con los cimientos carcomidos. Y el verso, el verso que se inspirara en aquellas clásicas fuentes, parecía transformarse en estalactitas y estalagmitas. Ahora era necesario una corriente oxigenada de vida nueva, de sangre y de savia. Por eso, todo el mundo pareció salir de aquella atmósfera de carbono cuando el verbo de Hugo resplandeció en el Oriente. Pero no era bastante: si la rigidez clásica los tenía maniatados y los obligaba á estarse graves y tiesos sobre los coturnos, las gigantes frases de alto vuelo lírico de Lamartine y Hugo no les satisfacían por entero, — á ellos que tenían sed de luz, sed de matices; afán de aire y de libertad. La poesía deslumbrante, como cuajada de amatistas y turquesas, de Hugo, les había dado la vida; pero les faltaba vivir. Y esto es lo que vino á proporcionarles Alfredo de Musset.
Las Primeras poesías y las Poesías nuevas corrieron de mano en mano, haciendo estremecer aceleradamente los corazones y empapar con lágrimas los ojos. Al fin surgía el poeta que dejaba la rigidez escultural del mármol, para crear ó cantar los seres de carne y hueso. La pasión, la verdadera pasión humana, era el alma de aquellos versos. Y el público, que ya estaba abrumado por aquellos otros alejandrinos fundidos en bronce y duros é irreprochables como el diamante, se enamoró de éstos, más terrenales, escritos con el corazón y que hablaban hasta á los sentidos. ¡Qué importaba la nota escéptica que en ellos gemía con el rumor de los sollozos y brillaba con la mortecina luz de las lágrimas! ¿Qué importaba que el poeta bajara á la tierra, mostrando el prosaísmo de todas sus cosas, como en aquella balada que empieza:
«C’était, dans la nuit brune,
Sur le clocher jauni, La lune,
Comme un point sur un i!»
..................................
«Qui t’avait éborgnée
L’autre nuit? T’étais-tu
Cognée
À quelque arbre pointu?»
Aquella no era la línea imprescindible y precisa de la estatua, el contorno obligado del frío cincel; — era, por el contrario, el dolor humano, la sangre caliente, la fiebre del amor, la carcajada franca, las lágrimas sentidas, que al cabo un hombre sincero cantaba con ardiente inspiración y ponía de relieve con soberbia ingenuidad y admirable sencillez.
La juventud tenía en l...

Índice

  1. Los modernistas
  2. Copyright
  3. Other
  4. LOS MODERNISTAS
  5. Sobre Los modernistas
  6. Notes