Tierra incógnita
A Sonia y Denisse, que llegaron al fin del
mundo y volvieron para contármelo.
«A lo largo de la historia, los seres humanos hemos traspasado una y otra vez las fronteras geográficas que limitaban nuestra existencia para ir en busca de lo desconocido. Montañas, desiertos, ríos, mares…».
—…Y ahora la Antártida… —completó Aida para sí misma y levantó la mirada del libro. Por la ventanilla redonda iba tomando forma la ciudad más septentrional del mundo, hacia el final del continente. Empezaba el descenso a Ushuaia.
Antes de aterrizar, cogió sus cosas y se puso las dos gotas de perfume que la habían acompañado desde que empezó la carrera: el tratamiento de aguas no sería glamoroso, pero ella no tenía por qué oler como los pozos sépticos que supervisaba.
Al llegar, le informaron a Aida y a sus colegas que se quedarían en el apartotel hasta que asomara el Humboldt para llevarlos, en el último viaje del buque, al territorio peruano más lejano: la base antártica de Machu Picchu.
—Si tiene frío, técnica Bravo, espere nomás a que lleguemos a Machu Picchu. Ahí viene lo rico —advirtió el veterano motorista Orozco cuando la vio sumergirse en su casaca de plumas. Esta era su quinta expedición antártica al mando de los zodiac de la estación peruana.
—Con el frío, puedo, Orozco, pero con este viento… Podría jurarle que tengo un zancudo atorado en el oído de tanto zumbido.
—Entonces le recomiendo que se quede bajo cubierta mientras llegamos a la base. Y lleve la faja que le recomendaron —afirmó con toda seriedad, pero con un brillo entretenido en los ojos, y enrumbó de vuelta al hotel.
Mirando al supervisor, Aida no sabía si bromeaba. Sí, cuando solicitó incorporarse como técnica de tratamiento del agua en la estación Machu Picchu vio la recomendación de empacar una faja. Le extrañó, pero no le prestó más atención y siguió llenando el formulario. Quiso preguntarle a Orozco a qué se refería, pero el viejo navegante ya había cruzado la calle. Antes que seguirlo, prefirió disfrutar un rato más del mirador en la costanera de Ushuaia. Colocó la lata de panetón D’Onofrio a su lado y disfrutó del paisaje: las montañas fueguinas, con su manto blanco a lo lejos, se le hacían surreales. De verdad estaba en el límite de la civilización. Mateo no se lo creería, se dijo.
Media hora después, la casaca ya no era suficiente para abrigarla. Con el atardecer, la temperatura había bajado de manera despiadada y tuvo que arrancar los ojos de ese cielo en llamas, tomando nota mental de que necesitaría ponerse otra camiseta térmica la próxima vez que saliera por la tarde.
A la mañana siguiente, los llevaron a tomarse la foto de ley en el cartel de «Ushuaia. Fin del mundo» y Aida pensó en El faro del fin del mundo de Julio Verne, esa novela que Mateo le leía, entrega por entrega con tanta pasión, cuando eran niños. Si encallaban rumbo a la isla San Jorge, ¿habría un pirata Kongre que los asaltara? Se rio, mientras recordaba el temible personaje de la novela de aventuras. Le hubiera gustado poder ir a ver el faro de San Juan de Salvamento. A lo mejor lo vería de camino a la Base con el Humboldt.
Como leyéndole el pensamiento, el omnipresente Orozco llamó su atención con una palmada en el hombro, señalando con la barbilla hacia el mar:
—Bravo, mire: su carruaje en el horizonte. Cuando estemos a menos de sesenta kilómetros por hora de viento, podremos abordar. Quizá mañana.
Aida entornó los ojos para ver, a lo lejos, un juguete de navío. Con todo y sus colores vivos. En estos días había visto buques de todos los colores pasar frente a la isla donde se asentaba Ushuaia, pero nunca uno tan rojo y amarillo como el BIC Humboldt.
Dicho y hecho. Al día siguiente, les dieron la autorización para partir. Los once técnicos peruanos y Aida alistaron sus maletines esa noche; se preguntó si seguiría siendo la única mujer en toda la expedición.
El amanecer de Ushuaia, con su azul profundo, le recordó a «la hora del gato» que decía su papá cuando de niña viajaban de Chimbote a la capital: salían poco antes las seis de la tarde para así llegar a la media noche a Lima. Aida cogió su maletín y su lata de panetón y salió del hotel. Pese a la emoción de empezar la travesía hacia la base Machu Picchu, no pudo evitar un bostezo. Anoche casi no había pegado ojo.
Al poner pie en el Buque de Investigación Científica, luego de que los operarios subieran todo el material que la expedición llevaría a la base, lo primero que le vino a la mente a Aida fueron las películas de marinos estadounidenses de la guerra fría: el gris metal interior, las cañerías a la vista, el olor a petróleo y las goteras. En cubierta, les esperaba el capitán del barco con su tripulación. Echó un vistazo alrededor y no vio ninguna mujer con galones de oficial, pero al levantar la mirada, notó con alivio a dos en el puente de mando. En el equipo del Humboldt que recibió a la expedición, sin embargo, sí identificó a dos civiles y supuso que eran las científicas con quienes compartiría camarote.
—…Así que no olviden el A, B, C para no caer por la borda: A-garrados siempre, Bo-tas antideslizantes, y Cuerpo inclinado hacia el centro del buque.
En su ensimismamiento, Aida solo alcanzó a escuchar la última parte del discurso y se mordió el labio con la esperanza de que no se hubiera perdido nada terriblemente importante.
Asintió al mismo tiempo que sus compañeros de misión y se rompió la improvisada formación. Apenas pudo, zigzagueó entre los oficiales y suboficiales del buque hacia las dos mujeres con quienes, imaginaba ella, compartiría habitación.
—Buen día. Soy la técnica Bravo. Me encargaré del tratamiento de aguas y residuos en la base —extendió su mano.
Las dos mujeres la miraron de arriba abajo; una de ellas frunció el ceño y la otra hizo un gesto con la boca, aunque le tomó la mano.
—Soy la doctora Millás y ella es la ingeniera Batres.
—Un gusto. Es mi primera misión. Soy del grupo de avanzada.
—Claro, los que acondicionan la estación para nosotras, ¿no? —preguntó la ingeniera.
—La acondicionamos para la misión «Antar XXI», sí —le respondió en lugar de decirle «Sí, para ti específicamente, señorita importante».
—Nuestra cabina está en el segundo nivel, tercera puerta de la izquierda —le informó la doctora, luego de dar una mirada de reproche a su compañera.
—Solo queda la cama de arriba a la derecha.
Aida asintió y se despidió. Ojalá las que estaban en el puente sean más amables, pensó y enrumbó en la dirección que le habían indicado. Al po...