El Perú en su historia
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El Perú en su historia

Fracturas y persistencias

Catherine Poupeney-Hart, Sebastián Ferrero

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El Perú en su historia

Fracturas y persistencias

Catherine Poupeney-Hart, Sebastián Ferrero

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La expansión atlántica europea provocó en el espacio conocido ahora como el Perú una fractura histórica radical. Se alteraron significativamente los modos de organización política, social, económica, epistemológica y espiritual que sus comunidades habían elaborado a lo largo de milenios. A esto se suma la experiencia de desarraigo de miles de seres esclavizados procedentes de territorios africanos. De esta realidad, que marca aun el Perú actual, dan cuenta los estudios que reúne el presente volumen, al mismo tiempo que contribuyen a resaltar, al lado de la persistencia de modelos tradicionales e importados, la complejidad de las interacciones que se plasmaron en el proceso de adaptación al, o rechazo del, nuevo orden, así como en la emergencia de sociedades y culturas híbridas.

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Información

Año
2016
ISBN
9782304045918
Categoría
History
Categoría
World History

Las frutas de la mesa pascual de la pintura virreinal peruana. Banquete doctrinal y benedictio

Sebastián Ferrero
Université de Montréal
En su Pintor christiano y erudito: o tratado de los errores que suelen cometerse frecuentemente en pintar y esculpir las Imágenes sagradas, publicada por primera vez en latín en 1730 y traducida al español en 1782, fray Juan de Interián de Ayala notaba que los pintores cometían comúnmente el mismo error al representar el episodio de la última cena de Cristo con sus discípulos. Según el mercedario:
Pintaron algunos, y hoy pintan también la última cena de Christo Señor nuestro con sus Discípulos: la que se aparejó, y celebró en un cenáculo grande, y bien aderezado, como dice el Sagrado Texto, y por consiguiente en casa de algún discípulo de Christo noble, y rico. […] No me queda la menor duda de que esta cena la celebró el Señor con mas decencia, y aparato de lo que acostumbraba, por la reverencia, y dignidad del Misterio que iba a celebrarse: sin embargo los pintores, quando se esmeran en darnos en ella una idea grandiosa tanto mas la adulteran y desfiguran. Porque pintan una sala del templo muy parecida á la de un real palacio, adornada con muchas cornucopias, y buen repuesto de baxilla de oro, y de plata, con muchos vasos, y cántaros de vino. Y para decirlo de una vez, pintan una cena, que á lo que se nos representa, es muy semejante a la de un banquete profano. (1782: 46)
Interián pregonaba por la práctica de una pintura despojada del intrincado simbolismo barroco y de la acumulación de accesorios pictóricos que no hacía más que confundir al espectador y alejarlo de una contemplación más pura de los temas religiosos representados en esos lienzos. En cierto modo la representación del tema de la última cena en los Andes lució mucho de lo que Interián rechazaba, más particularmente en la representación de mesas conformadas de copiosos banquetes con generosa cantidad de frutos. Composiciones como la del Monasterio de las Carmelitas de Huamanga (actual Ayacucho), ejecutada por Luis de Carvajal en 1707 (fig. 1) y el célebre lienzo del siglo XVIII (c. 1755) de la catedral del Cuzco, atribuido comúnmente al taller del pintor Marcos Zapata (c. 1710–1773) (fig. 2), hubiesen horrorizado tal vez al fraile mercedario, especialmente por las referencias y evocaciones al universo profano y pagano que contienen estas pinturas, pudiendo desvirtuar el carácter pío de la imagen[1]. Si la reflexión otorgada por Interián puede presentarse aquí como ejemplo de una construcción de caminos narrativos opuestos, no se puede ni se debe entender que la pintura virreinal andina produjo, siempre en estricta relación al tema de la última cena, un modelo iconográfico que fueran necesariamente contra canon, ya sea estético, ideológico o dogmático. A decir verdad, el camino que tomó esta iconografía en los Andes, en especial a lo largo de todo el siglo XVIII, época desde la que se manifiesta Interián, perseguía como finalidad la de explicar “pedagógicamente” el misterio eucarístico, pretendiendo, mediante la alteración de la historia, “mover la devoción, reverencia, respeto, y piedad, y declarar mas lo que se pretende: y assi en quanto no se alterare el hecho sustancial, y no causare indecencia, e indevocion, antes acrecentará y declarará mejor el misterio […]” (Carducho, 1633: 113). En este ensayo procuramos prestar particular atención a la conformación de estas mesas, en especial a uno de sus componentes más característicos, la representación de frutas y vegetales que son parte esencial de estos banquetes pascuales. Mostraremos cómo estos motivos son testimonio de dinámicas sociales profundamente arraigadas en la práctica de la religiosidad andina colonial, principalmente dictadas por discursos de evangelización y por la celebración ritual. Es justamente sobre estas cuestiones que deseamos concentrar el análisis, reflexionando sobre cómo se traducen estas prácticas en el ámbito de la visualidad virreinal.

Las últimas cenas de la pintura virreinal y sus fuentes grabadas

Como fue habitual en el desarrollo de la pintura virreinal peruana, los grabados europeos nutrieron a los artistas de modelos para la representación de distintos temas religiosos. El episodio de la última cena no escapó a esta premisa. Más aún, un rápido repaso por algunos de estos lienzos nos revela que los artífices andinos utilizaron fuentes visuales de las más diversas para la ejecución de dicho tema.
Es así que el autor del lienzo de la Catedral del Cuzco (fig. 2) utilizó, por ejemplo, un grabado de Martin Engelbrecht (1684–1756) que lleva la leyenda Agnus Dei qui tollis peccata mundi exaudi nos Domine y que sigue un dibujo de Thomas Scheffler (1699–1756) (Lavarello Vargas, 2012: s/p)[2] (fig. 3). Por otra parte, una Última cena (anónimo, s. XVIII) que se encuentra en el Convento de Santa Catalina de Arequipa (fig. 4) reproduce un grabado de Hieronymus Wierix (1553–1619), publicado entre las imágenes del Evangelicae Historiae Imagines (1593) del jesuita Jerónimo Nadal (fig. 5), una obra de conocida circulación en América cuyos grabados fueron ampliamente utilizados por los pintores virreinales.
Muy apreciado entre artistas y mecenas del siglo XVIII parece haber sido un grabado ejecutado a mediados del siglo XVII probablemente proveniente de una composición de Pedro Pablo Rubens (1577–1640) (fig. 6)[3]. Esta composición de Rubens se popularizó entre los artífices virreinales por medio de un grabado de Cornelis Galle II (1615–1678) fechado hacia 1650–1653, o tal vez por un santino (estampita)[4] ejecutado por Cornelis de Boudt (1656–1735) quien estuvo activo en Amberes para fines del siglo XVII y en las primeras décadas del XVIII. Así lo indica la fuerte similitud que encontramos con los cortinados y candelabros. Dan testimonio del uso de esta composición un cuadro de indudable factura dieciochesca que se encuentra en una colección privada limeña (fig. 7)[5], una Última cena conservada en el Museo de antropología de Lima, también de artista desconocido y proveniente de la misma centuria (fig. 8), y la pintura mural de la iglesia de Curahuara de Carangas, realizada por uno de los pintores indígenas que participaron en la redecoración de la iglesia en 1777 (fig. 9)[6]. Aunque realizando muchas variaciones, el pintor de otra Cena, conservada en el museo ayacuchano Andrés Avelino Cáceres (s. XVIII), también parece haberse inspirado de la composición rubeniana.
En la Última cena (s. XVII) que se encuentra en el refectorio del convento franciscano del Cuzco, y que fuera atribuida al jesuita flamenco Diego de la Puente (act. 1620–1663)[7] (Mesa y Gisbert 1982: 116) (fig. 10), la relación con las fuentes grabadas es un poco más compleja, aunque la identificación no presenta demasiados problemas. De ser cierta la atribución de este lienzo propuesta por los esposos Mesa y Gisbert, la Última cena del convento cuzqueño resulta una composición mucho más reflexiva que otras ejecutadas por de la Puente para el convento de San Francisco de Lima y para el convento de Santiago de Chile (1652)[8]. Mientras que los lienzos de Lima y Santiago siguen como modelo un grabado publicado en el primer volumen de un tratado sobre el Templo de Salomón de Juan Bautista Villalpando y Jerónimo de Prado, In Ezechielem Explanationes (1596–1604) (Mesa y Gisbert 1982: 114), para el lienzo del Cuzco, el pintor utiliza una panoplia de estampas para obtener un resultado de mayor originalidad[9]. Esta inquieta selección de modelos visuales ocasionó una curiosidad iconográfica. El lienzo cusqueño posee la particularidad de contar entre los apóstoles con dos representaciones de Judas. Puede apreciarse en efecto que la representación del personaje que se encuentra en el extremo izquierdo de la mesa, corresponde al Judas de una Última cena grabada por Albrecht Durer (1471–1528) en 1523 (fig. 11), en tanto que el apóstol del extremo derecho retoma el Judas de un grabado de Jan Sadeler (1550–1600) (fig. 12), ejecutado a partir de una composición de Pieter de Witte (c. 1548–1628), fechado entre 1575 y 1600. Es difícil asegurar si esta decisión tenía implicaciones simbólicas, y si el pintor de la cena del convento cuzqueño buscó representar la naturaleza humana de Judas en sus dos estados, el Judas melancólico, arrepentido de su traición, y el Judas desafiante que entregaría a Cristo en el jardín de Getsemaní. Esta dualidad pudo ser reforzada por la representación de los dos perros peleando por el mismo hueso, una imagen de la discordia como reza el adagio latino (Discordia duorum canorum super ossa)[10]. De todas maneras, para evitar posibles confusiones, el autor de esta obra identificó a Judas por medio de un diablillo que añadió por debajo de la mesa, aferrado a las vestiduras de este personaje. Este motivo se inspiraba también de un grabado europeo, ya sea de aquel ejecutado por Wierix para el Evangelicae Imagines de Nadal (fig. 5), o de un grabado de Jan Collaert II (c.1561-c.1620), según una invención de Jan van der Straet (Stradanus 1523–1605), fechada hacia 1584–1587. De cualquier modo, es bien notorio que los grabados de Durer y de Sadeler fueron el motor de este cuadro, tal vez uno de los más complejos, en términos compositivos, de las Cenas andinas. Esto se refleja a su vez por medio de otros motivos de la composición. Por ejemplo, el apóstol que se encuentra junto a Judas, jugueteando con un plato sobre la mesa, es el mismo que se muestra aparejado al Judas de Durer, y el cordero eucarístico que se ofrece al centro de la mesa es una copia del cordero de Sadeler.
También atribuido al círculo de influencia de Diego de la Puente (Wuffarden 2002: 157), es una Última cena (s. XVII) insertada sobre uno de los lunetos de la iglesia de la Compañía de Arequipa (fig. 13). En este caso se utilizó una de las tantas copias que se hicieron siguiendo una composición de Livio Agresti (1508–1580), quien realizó esta Última cena en el Oratorio del Gonfalone en Roma (1569–1576). El pintor del lienzo de Arequipa utilizó entonces la copia ejecutada por Cornelis Cort (1533–1578) en 1578 (fig. 14), la estampa publicada por Caspar Ruts en 1582 o aquella publicada en Paris por Iaspar Isaac hacia la primera mitad del siglo XVII. Todas ellas se presentan en la misma dirección que el fresco de Agresti y por supuesto que el lienzo de Arequipa[11].
Estos grabados se caracterizaron por lo general – tal como puede apreciarse en los ejemplos aquí citados – por la representación de austeras mesas, en donde se exponía, en el mejor de los casos, los signos eucarísticos: el cordero, el vino y algunos mendrugos de pan. Por lo tanto, podemos percatarnos a simple vista de que dichos grabados fueron completamente transformados por los pintores virreinales, añadiendo una gran cantidad de accesorios pictóricos. De esta manera, se observa con cierta facilidad que la cena pascual en la pintura andina se caracterizó especialmente por la presencia de fruteros y de frutos diversos esparcidos por las mesas, en ciertas ocasiones ocupando una posición central, como se observa en el lienzo de Arequipa (fig. 13), y en otras, también al pie de ellas, tal como se advierte en el lienzo del convento franciscano del Cuzco (fig. 10). Las mesas presentaron una gran variedad de productos, tanto europeos como andinos[12]. La repetición de este gesto pictórico nos indica la afirmación de una suerte de tradición iconográfica que se instaura, y que, a nuestro entender, va más allá del gusto y la propensión de los pintores virreinales por el añadido de accesorios anecdóticos.

La estructura simbólica de la mesa

La contemplación religiosa basada en una rigurosa economía narrativa no fue ciertamente el objetivo de estas pinturas. Es, por el contrario, desde lo emotivo, a través de la metáfora y de combinaciones simbólicas, que la pintura se activa en diferentes niveles de significación.
El universo cotidiano de estas pinturas, universo de bienes y sustentos corporales, fue para la retórica barroca un lugar propicio para la construcción de estructuras simbólicas desde donde se pudiesen explicar los misterios espirituales, como es el caso del misterio de la eucaristía. Esto se sostenía principalmente en el recurrente uso de los sentidos para acercar a los fieles a una comprensión plena de los misterios. Lo que en un principio podría parecer como una complejización narrativa, debe entenderse en realidad como un deseo de simplificación de nociones complejas. Dicho de otra forma, el recurso de explicar a través de elementos tangibles permitía pasar de nociones...

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