Historia de un músico
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Historia de un músico

  1. 86 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Historia de un músico

Descripción del libro

El joven Delessov asiste a una fiesta con sus compañeros. Comienza a aburrirse, hasta que hace entrada en la sala un hombre mal vestido y descuidado. Se llama Alberto, y es músico. Su mirada resulta extraña, y cuando toca el violín se transforma, haciendo experimentar sensaciones nuevas a quienes lo escuchan. Delessov se plantea ser su protector, sin valorar bien las consecuencias de su decisión.

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Información

Año
2022
ISBN del libro electrónico
9788432160479
V
—¿QUIERE USTED POR FIN dormir? —preguntó, sonriendo—. Yo he ido allá, a casa de Ana Ivanovna, donde he pasado una deliciosa velada. Hemos interpretado música, nos hemos reído. El ambiente era muy grato. Permítame usted beber un vaso de cualquier cosa, con tal de que no sea agua —dijo, agarrando la botella que estaba encima de la mesa.
Se encontraba Alberto en el mismo estado que la víspera. La misma hermosa sonrisa vagaba por sus labios y en sus ojos; resplandecía de serenidad e inspiración su frente, solo su cuerpo parecía abatido, como de costumbre. El gabán de Zakhar se ajustaba muy bien a su talle. El largo, limpio y no almidonado cuello de la camisa de dormir resultaba pintoresco en torno a su cuello largo y blanco, y le proporcionaba un aire candoroso e infantil.
Tomó asiento al pie de la cama de Delessov y le miró en silencio, con una sonrisa de gozo y de gratitud. Delessov le miraba también, y de nuevo se sintió seducido por aquella sonrisa. Se le quitaron las ganas de dormir; también olvidó su propósito de ser severo y, por el contrario, deseó regocijarse, oír música y charlar amigablemente con Alberto, aunque fuese hasta el amanecer. Ordenó a Zakhar que trajese una botella de vino, cigarrillos y el violín.
—Perfectamente —dijo Alberto—, no es tarde aún. Ejecutaremos música y tocaré todo el tiempo que usted quiera.
Con evidente placer trajo Zakhar una botella de Château-Laffite, dos vasos, cigarrillos suaves de los que fumaba Alberto, y el violín. Luego, en vez de irse a acostar, como le mandaba Delessov, encendió un cigarro y se sentó en la estancia próxima.
—Mejor será que hablemos —dijo Delessov al músico, que ya agarraba el violín.
Alberto se sentó sumiso al pie de la cama, y una sonrisa de contento iluminó su rostro.
—¡Ah, sí! —dijo de pronto, dándose una palmada en la frente y expresando su fisonomía cuidado y curiosidad (las diversas expresiones que se pintaban en su rostro precedían siempre a sus palabras)—. Permítame usted que le pregunte… —se detuvo un poco— Llamó usted X*** a aquel caballero que ayer noche estaba con nosotros. ¿No es hijo del célebre X***?
—Su propio hijo —respondió Delessov, quien no comprendía qué le importaba eso a Alberto.
—Eso es —exclamó con tono satisfecho—. Enseguida advertí lo aristocrático de sus modales. Me gustan los aristócratas. Hay en ellos un algo de hermosura y de gracia. Y también me agradó mucho aquel oficial tan buen bailarín. ¡Es tan alegre, tan noble! ¿No es ayudante de campo de X***?
—¿Quién?
—Aquel que me tropezó durante el baile. Debe de ser un buen muchacho.
—Es muy nulo.
—¡Oh! Dispense usted —dijo Alberto con calor—. Es muy agradable. Y, además, es un buen músico. Ha tocado una hermosa pieza de ópera. Hace mucho tiempo que nadie me gusta tanto como él.
—Sí, toca bien, pero no me agrada su estilo —dijo Delessov, quien pretendía dirigir a su interlocutor hacia una conversación acerca de la música—. No comprende de la música clásica; porque Donizetti y Bellini no han escrito verdadera música. Probablemente será usted del mismo parecer.
—¡Oh, no, no, disculpe usted! —dijo Alberto con presteza y por defender al oficial—. La antigua música es música, y la moderna es música también. En esta última hay bellezas extraordinarias, por ejemplo: Sonámbula, y el final de Lucía, y Chopin, y Roberto… Pienso con frecuencia —se detuvo como para concentrar sus ideas— que, si Beethoven viviese aún, lloraría de alegría al oír Sonámbula. Hay belleza en ella por todas partes. Oí por primera vez Sonámbula cuando vinieron a Rusia Madame Viardot y Rubini… He ahí lo que pasaba —dijo poniéndose las manos en el pecho como para arrancar de él alguna cosa—. Si durase un poco más, no se podría resistir.
—Bueno, ¿y cómo encuentra usted hoy la ópera?
—La Bozzio es hermosa, hermosísima en extremo, graciosa, pero no sabe tocar a este —dijo volviéndose a golpear el hueco pecho—. Para ser cantante se necesita pasión, y ella no la tiene. Causa placer, pero no hace sufrir.
—¿Y Lablache?
—Le oí en otros tiempos en París, en El Barbero de Sevilla, cuando era único; ahora es viejo, ya no puede ser artista.
—¿Y qué importa que sea viejo? Aún está bien en las piezas de conjunto —exclamó Delessov, quien siempre decía esto a propósito de Lablache.
—¡Cómo! ¿Qué importa que sea viejo? —replicó Alberto con tono terrible—. No debería ser viejo; un artista no debe ser viejo. El arte exige muchas cualidades, y, en particular, brío —dijo, mientras le brillaban los ojos y alzaba los brazos al cielo.
Una llama intensa e interior iluminó todo su rostro.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó de pronto—, ¿no conoce usted a Petrov, el pintor?
—No, no le conozco —respondió Delessov, sonriéndose.
—¡Cuánto querría que usted le conociese! Disfrutaría si hablara con él. ¡Cómo comprende el arte, él también! En otro tiempo nos encontrábamos a menudo en casa de Ana Ivanovna; ahora ella está enfadada con él, no sé por qué, y ya no va allí. Bien quisiera presentárselo a usted para que le conociese. Tiene grandísimo talento.
—Pero, ¿en qué? ¿Pinta buenos cuadros?
—No creo, pero estuvo en la Escuela de Bellas Artes. ¡Qué ideas tiene! Cuando habla se queda uno asombrado muchas veces. ¡Petrov tiene gran talento! Solo que lleva una vida demasiado alegre, y es una lástima —añadió sonriéndose.
Luego, se levantó de la cama, cogió el violín y se puso a templarlo.
—¿Hace mucho tiempo que no ha ido usted a la Ópera? —dijo Delessov.
Alberto se volvió hacia él y suspiró.
—¡Ah, no puedo más! —dijo mientras se cogía la cabeza con las manos, y se sentaba de nuevo al pie de la cama—. Le diré a usted (y su voz se volvió baja como un murmullo), yo no puedo ir allí, no puedo tocar allí, no tengo nada, nada… Ni siquiera vestidos, ni casa, ni violín… Mala vida, mala vida… Y luego, ¿por qué habría de ir? ¿Para qué me...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. AUTOR