Las Confesiones
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Las Confesiones

Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones

Agustín santo obispo de Hipona

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Esta obra recoge Las Confesiones de san Agustín, consideradas por lectores y estudiosos como uno de los clásicos más importantes de la espiritualidad occidental desde su publicación hasta nuestros días. En ellas han visto un exponente autorizado, fidedigno, del modo como los cristianos de cultura principalmente mediterránea y, luego, centroeuropea han entendido y llevado a la práctica la repercusión de su credo en la vida. Las Confesiones, en concreto tres, constituyen un diálogo con Dios, cu ya misericordia, providencia y esplendidez reconoce, confiesa y alaba Agustín. Son también un testimonio simultáneamente personal, apostólico y doctrinal dirigido a los fieles de la Iglesia católica.

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Información

Año
2012
ISBN
9788428563536

LIBRO X

Capítulo 1
[1] ¡Oh Dios que todo lo sabes! Haz que yo te conozca como tú me conoces a mí. ¡Oh fuerza de mi alma! Penetra en ella y adáptala a ti para que la poseas sin mancha ni arruga.
Esta es mi esperanza y por eso hablo; en ella me gozo cuando mi gozo es sano. Las demás cosas de esta vida son tanto menos dignas de ser lloradas cuanto más se las suele llorar, y tanto más dignas de llorarse cuanto menos se llora por ellas.
Mas he aquí que amaste la verdad (Sal 50,8), y quien obra según ella viene a la luz. Yo quiero obrarla en mi corazón y en tu presencia con una confesión muy íntima, pero quiero también hacerla por escrito delante de muchos testigos.
Capítulo 2
[2] ¿Qué podría yo tener que te fuera oculto, Señor, a ti ante cuya mirada están desnudos y patentes los abismos de la conciencia humana? Aunque yo no quisiera confesarlo tú lo sabrías. Si pensara en esconderme de ti, tú quedarías oculto para mí, pero no yo para ti. Pero ahora, cuando mis gemidos dan testimonio de lo desagradable que soy para mí mismo, tú resplandeces y me agradas y yo te amo y te deseo. Me avergüenzo de mí mismo y me rechazo para escogerte a ti y no agradar ni a ti ni a mí sino por ti.
En tu presencia pues, Señor, me manifiesto tal y como soy; y los frutos de esta confesión ya los he dicho. Porque esta confesión no la hago con las voces y las palabras de la carne sino con las voces del alma y los clamores del pensamiento que tu oído percibe. Cuando soy malo, mi confesión ante ti consiste en el desagrado que a mí mismo me causo, y cuando soy bueno, mi confesión está en no atribuirme a mí mismo la piedad; porque tú, Señor, bendices al justo, pero sólo después de haberlo justificado del pecado que tenía.
Entonces, Señor, la confesión que hago en tu presencia es al mismo tiempo silenciosa y no silenciosa, pues mientras cesa el sonido clama el corazón. Nada de bueno les digo a los hombres que no me hayas dicho antes.
Capítulo 3
[3] ¿Qué me importan los hombres y qué interés puedo tener en que oigan mis confesiones como si fueran ellos los que me pueden sanar? Porque la gente suele ser curiosa por conocer las vidas ajenas y desidiosa para corregir la suya propia. ¿Para qué quieren que les diga quién soy los que no quieren oír de ti quiénes son ellos? Y, ¿cómo sabrán que digo la verdad cuando hablo de mí mismo, si nadie sabe lo que pasa en el hombre sino el espíritu del hombre que en él está? (1Cor 2,11). En cambio, si de tus labios oyen quiénes son, no podrán decir que mientes. Ahora bien: el conocimiento de sí mismo viene de tu voz, que le dice al hombre quién es. Y nadie puede sin mentira conocerse y decir que es falso lo que de sí conoció.
Pero como la caridad todo lo cree (1Cor 13,7), cuando menos en aquellos que por ella se sienten ligados, yo también me confieso a ti de modo que me oigan los hombres a quienes no puedo demostrar que mi confesión es verdadera. Me creerán cuando menos los que tengan abiertos a mí los oídos por la caridad.
[4] Con todo, Señor mío y médico de mis intimidades, hazme ver claro cuál puede ser el fruto de este empeño mío. Pues el relato de estos pretéritos pecados míos que tú ya perdonaste cambiando mi alma por la fe y con tu sacramento y haciéndola feliz en ti, si llega a ser conocido excitará los corazones para que no sigan dormidos en la desesperación diciendo: «¡No puedo!», sino que se despierte en ellos el amor por tu misericordia y la dulzura de tu gracia; ella fortalece a los débiles haciendo que tomen conciencia de su propia debilidad.
Por otra parte, las almas buenas se deleitan oyendo hablar de los pecados que otros ya dominaron, y lo que les gusta en ellos no son los males que hubo, sino los males que ya no hay.
Dime pues, Señor mío, a quien diariamente se confiesa mi conciencia, más segura en la esperanza de tu misericordia que de su propia inocencia, dime pues qué utilidad van a sacar de mis confesiones los que lean este libro cuando vean que digo no solamente lo que fui sino también lo que soy ahora que las escribo. La utilidad de confesar lo que fui ya la he comprendido y ya la he dicho.
Pero muchos que me conocieron o que no me conocen pero algo han oído decir acerca de mí quieren saber cómo soy ahora. No pueden aplicar su oído a mi corazón, en cuya más honda intimidad soy lo que soy, por eso quieren que yo confiese quién soy por dentro, donde ni el ojo ni el oído ni la mente pueden penetrar. Están dispuestos a creerme lo que les digo; pero, ¿podrán entenderlo? La caridad que tienen y que los hace buenos les dice que no les miento, y es su caridad la que me cree en ellos.
Capítulo 4
[5] Pero, ¿qué provecho piensan sacar de esta pretensión? Acaso piensan en felicitarme porque con tu gracia me he acercado a ti; o quizás te rogarán que me socorras viendo cómo me retarda todavía mi propio peso. En cualquier caso, todo lo voy a decir, porque no será poco el fruto si muchos te bendicen por lo que has hecho conmigo, o que muchos te rueguen por mí. Que mis hermanos amen en mí lo que nos mandas amar y que se duelan por mí en lo que tú nos dices que nos debe doler. Haga esto el espíritu de fraternidad, no el de extranjería; no los hijos de los extraños cuya boca habla vanidades y cuya diestra es mano de iniquidad (Sal 143,8). Hágalo aquel espíritu verdaderamente fraterno que cuando aprueba algo en mí se goza conmigo y cuando algo me tiene que reprobar se duele conmigo, y esto porque en la aprobación y en la desaprobación me mira con amor.
Es a esta clase de hermanos a quienes me voy a abrir, para que respiren por mis bienes y suspiren de mis males. Lo que tengo de bueno tuyo es, tú me lo diste y en mí lo depositaste; lo que tengo de malo es todo mío, es mi culpa y los castigos de tu justicia. Respiren pues de lo uno y suspiren por lo otro. Y que en tu presencia se levanten como incienso los himnos y los suspiros desde el incensario que son los corazones de mis hermanos.
Y tú, Señor, deleitándote en la fragancia de tu templo santo, apiádate de mí según tu misericordia (Sal 50,3) por el honor de tu nombre, y sin abandonar lo que en mí tienes comenzado lleva a consumación lo que aún tengo de imperfecto.
[6] Este será el fruto de mis Confesiones. Mostrar no ya lo que fui sino lo que ya soy. Conviene que todo esto lo confiese no sólo en tu presencia con una secreta exultación mezclada de un temor y una esperanza igualmente secreta, sino también ante los hijos de los hombres que participan conmigo en la misma fe y son mis amigos tanto en la alegría como en la mortalidad; conciudadanos míos que peregrinan conmigo, unos antes que yo y otros después, pero todos ellos compañeros míos de camino en mi viaje terrenal. Estos son tus siervos, hermanos míos a quienes tú quisiste hacer hijos tuyos y señores míos y a quienes me has mandado servir si es que quiero vivir contigo y de ti.
Pero no sería suficiente si tu Verbo me lo mandara de palabra sin precederme con el ejemplo. Y lo mandado lo hago yo con palabras y acciones bajo la sombra de tus alas; pero el peligro sería grande si mi alma no estuviera bajo tus alas y sujeta a ti, que tan bien conoces mi flaqueza.
Soy un pequeñuelo, pero tengo un Padre siempre vivo y un tutor cabalmente digno de confianza: tú mismo, que me engendraste y me defiendes. Tú, mi Dios omnipotente, eres todo mi bien; tú, que estás conmigo desde antes de que yo estuviera contigo.
A esos hermanos míos a quienes me mandas servir voy a declararles no ya lo que fui, sino lo que ya he llegado a ser y aún soy. Pero no quiero juzgarme a mí mismo. Sea, pues, escuchado así.
Capítulo 5
[7] El que me juzga, Señor, eres tú; pues aun cuando nadie sabe lo que hay en el hombre sino el espíritu del hombre que en él está (1Cor 2,11), algo hay siempre en el hombre que ni su propio espíritu conoce; pero tú lo creaste y por eso sabes todo lo que hay en él. Y yo, que en tu presencia me desprecio y me tengo como polvo y ceniza, sé de ti algo que no sé de mí mismo. Ciertamente ahora no te vemos cara a cara, sino como en un espejo y a través de un enigma (1Cor 13,12), y por eso mientras sea peregrino en este mundo estaré siempre más cerca de mí que de ti. Con todo, sé muy bien que eres absolutamente inviolable, mientras que yo de mí mismo no...

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