
- 61 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El humo dormido
Descripción del libro
El humo dormido es una novela de corte autobiográfico y experimental del escritor Gabriel Miró. En ella, el autor se basa en una serie de recuerdos e impresiones de su propia biografía para poner en práctica diferentes ejercicios de estilo literario que seguiría empleando en el resto de su obra.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
ClásicosTablas del calendario entre el Humo Dormido
Semana Santa
Domingo de Ramos
El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó.
La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aun queda un poco de la desnudez del último frío.
El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.
...¡Jerusalén! Jerusalén graciosa y almenada; pechos blancos de cúpulas; jardines de las afueras con frutales floridos. Todo es bueno.
Jerusalén inmóvil y de oro. Y los discípulos del Señor la miran como una corona mesiánica que aguarda las sienes del Rabbi; ellos, ya se la habrían ceñido; y el Rabbi la contempla con dolorida inquietud.
La plata vieja del olivar vislumbra en la vertiente labrada. Tapias de yeso; cercas desnudas de bancales apeldañados.
Llegan gentes con un ruido fresco de ramas cortadas, y trasciende la savia de la herida de los árboles.
Se dicen los prodigios del Señor, muestran a Lázaro, que también viene con la familia apostólica, y la boca seca del resucitado exprime una sonrisa de enfermo, y todo su cuerpo cruje entre los pliegues ásperos del sajal.
-¡Hosanna, hosanna al Hijo de David!
Y se remontan los gritos, y se hunden en la claridad de la mañana azul.
Ya los discípulos se sumergen en la evidencia de la exaltación gloriosa, ¿Cómo sentirán la evidencia del triunfo los que han de darla del todo a los otros corazones?
Una jumenta y su cría muerden el verde tierno de un vallado; la multitud las desata, y ellas se vuelven y miran dóciles y tristes. El Señor sonríe a todos, y tiende su manto sobre la piel gorda, trémula y caliente de la parida. Lo suben. Y principian a bajar la barranca.
Ahora está Jerusalén en lo alto; grande, fuerte y dura.
-¡Hosanna, hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Jadean los clamores en la cuesta.
Y el Señor, muy pálido, contempla la ciudad, se aflige y llora.
Así lloró, una tarde, mirando su Nazareth; y todo el monte resonaba de alaridos de injurias...
Entre las piedras viejas palpitan las palmas desnudas y graciosas; tienden sus cuellos buscándose, y se conmueve su hoja como un plumón finísimo bajo la caricia de un lazo blanco, azul, morado, grana... Se han criado penitentemente mucho tiempo, afiladas por un cilicio, ciegas, rígidas; y el sol y la noche envolvían a la palmera madre. Han recibido la luz y el oreo cuando no pertenecían al árbol sino a la liturgia; pasan y desprenden una emoción infantil y frágil; y tiemblan de frío de bóveda de Iglesia. Y siendo tan gentiles, tan delicadas, tan doncellas, se doblan para trocarse en cayado de un viejo que se cansa, de un general que se aburre en el presbiterio y no sabe cómo tener la palma y el bastón y la espada y su jerarquía. Nada tan rebelde a las manos como una palma, que es toda gracia.
Tres diáconos van cantando la «Pasión», según San Mateo. Hace un tono sumiso y amargo el que representa a Jesús; el cronista o Evangelista canta muy rápido; el otro, ha de contener en su voz todos los acentos de la Sinagoga, de la tornadiza muchedumbre; y de cuando en cuando, se atropellan, se equivocan.
En el confín remoto de nuestra vida se nos aparece intacta nuestra Jerusalén; y nuestras manos sienten la ternura olorosa de la primera palma, recta y fina, con su ramo de olivo; la que oímos crujir y desgarrarse contra los hierros de nuestro balcón una noche de lluvia, de vendaval y miedo.
Es mediodía; y salen las palmas ajadas. De la última cuelga un lazo de luto; es de una niña delgadita, y tan pálida, que su carne parece de corazón de palmera, y en sus ojos duerme un pesar de mujer y una desesperanza divina entre el júbilo y el sol del Domingo de Ramos.
Lunes Santo
Sentimos en nuestro corazón y en nuestra frente la sequedad de la higuera que le negó su fruta al Señor en este día.
El Señor se vuelve a los suyos, que se pasman del súbito agotamiento del árbol maldecido, y les dice:
-Si hubiere fe en vosotros, si no dudareis, no sólo haréis lo que yo hice con la higuera sino más aún, porque si dijereis a este monte: «¡Apártate y húndete en el mar!», será hecho.
Señor: ya no estás tú a nuestro lado. Tuvimos fe, y el monte nos circunda. Vino otra vez el Señor al Templo. Le rodeaban los que no le creían, y él les refirió esta parábola:
-Un hombre tenía dos hijos; y llegando el primero le ordenó: «Hijo, ve hoy y trabaja en mi viña». Y él repuso: «No quiero». Mas, después arrepintiose, y fue. Y llegando al otro le dijo del mismo modo; y le contestó: «Iré, señor». Mas, no fue. ¿Cuál de entrambos hizo la voluntad del padre?
Las gentes le responden:
-Le amó y obedeció el primero.
Y Jesús, entonces, les dice:
-Pues como él serán los publicanos, los samaritanos, las rameras, los gentiles, que han de ir antes que vosotros al Reino de Dios.
Y oyéndole se revuelven y murmuran los sacerdotes, los fariseos, los saduceos; y odian más al Señor, porque no amándole ni creyéndole, tampoco renuncian a la recompensa, aunque sea del aborrecido.
Señor: venga a nosotros la alegría, la largueza, la sencillez y el ímpetu infantil del samaritano; que nos sintamos, que nos encontremos a nosotros mismos hasta en la confusión del pecado.
Hoy, Lunes Santo, en la misa, el celebrante ha leído estas palabras del profeta de magnífica lengua.
-El que caminó en tinieblas, el que no tiene lumbre, espere en el nombre del Señor, apóyese sobre el hombro de su Dios.
Bien sabemos que han de venir desfallecimientos y postraciones; pero aparta de nosotros la maldición de la sequedad.
Se contrista el Señor pensando en su muerte, y exclama:
-Y si yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo.
Entonces, los que le escuchaban se encogen de hombros y le dicen:
-Por los Libros Sagrados sabemos que el Cristo permanece para siempre; pues, ¿cómo tú, que afirmas serlo, nos dices: que serás alzado, que serás quitado de nosotros?
Y algunos comprenden que le habían estado atendiendo de buena fe; y darse cuenta de la buena fe es empezar a perderla.
Lunes Santo, bello basta en su nombre. Llegan las horas de la aflicción del espíritu, que ha trastornado las entrañas de los siglos.
De un momento a otro, disputarán los hombres si ha de parar o no ha de parar, en estos días santos, el tránsito rodado por en medio de las ciudades. Son los encendidos confesores de la idea purísima religiosa y de la idea gallarda del progreso.
Martes Santo
Hoy, el Señor, deja también el refugio del hogar de Lázaro para ir a los Pórticos del Templo.
La casa de Lázaro, lisa, encalada, resplandece al primer sol del día; detrás, sigue el huerto de cercas blancas; salen los frutales juveniles y una vieja vid que ya retoña. Hay un almendro con el frescor de la pelusa verde, un verde recién cuajado que se transparenta todo y parece humedecido como después de una lluvia buena. Los manzanos, los ciruelos, los perales entreabren sus rosas de leche.
Sobre el azul resalta la aldea, que parece toda de vellones; el verde, de jugo; los árboles como cristalizados en una salina. Y el Señor, que ya bajaba la gradilla del terrado, se descansa sobre el barandal de palmera, y sus ojos se sumergen en la derretida miel de la mañana.
La madre, y Marta, y María, contemplan al Señor desde el cenáculo de la casa. Han llegado nuevas de asechanzas. Jerusalén urde la perdición del Rabbi. Adictos poderosos, como Nicodemus y Josef, que pertenecen al Sanhedrín, le avisan que se aparte de la ciudad que mata a los profetas. Pero los discípulos le aguardan; traen sus cayadas y se han ceñido ya el manto para caminar más ahína.
Las hermanas de Lázaro le piden al Señor que no se desampare; desde el sosiego de Bethania puede ofrecer la luz de su palabra. La madre le mira escondiendo su congoja. He aquí la sierva del Señor. Y los discípulos le esperan afanosos. ¿Retardará el Maestro sus promesas? Se abrasan en la sed de su salvación; y las almas puras y exactas no buscan ni ven en toda su vida y en la vida de todos los hombres sino la salvación propia.
Y el Señor deja el hogar de Lázaro. Los discípulos le rodean, y avanzan exaltados y fuertes. Hoy arribarán caravanas pascuales de Alejandría, de la Perea, de la Dekápolis, y han de acudir más gentes al Santuario por escuchar al Rabbi, el Rabbi que sólo es de ellos; y la llama de júbilo que arde en sus ojos no les deja ver la tristeza de la mirada del Señor ni el recelo que encoge a Judas. Judas siempre camina apartado, y sus sandalias rotas chafan los lirios más azules, las asfodelas más encendidas que renacen en la miga del monte...
Hoy el Señor olvida todos sus cansancios y desconfianzas viendo a un escriba muy cerca del Reino prometido; porque este hombre ha confesado que sobre todos los deberes ha de culminar el del amor a Dios y al prójimo.
El escriba dijo que amar al prójimo como a sí mismo era más que todos los holocaustos y ofrendas, y el más grande mandamiento de la Ley.
Tan cerca se puso del Reino de Dios, que ni los evangelistas pudieron anotar su nombre.
...Esas calles viejecitas que se trenzan y retuercen en torno de la Catedral o de la Colegiata, siempre reposan en una umbría de pasadizos abovedados; pero, estos días, es de más suavidad la penumbra de sus losas, y se percibe un regalado olor de pasta hojaldrada, de azúcar quemado, de arropes, de manjar de leche; un olor de fiesta de santo de una familia muy cristiana. Si se abre un balcón o alguna cancela, sale un aliento de claustro; y ya los claustros y los jardines respiran un aroma de acacias y de naranjos, que son carne de flor. La misa de hoy es lenta. Las mujeres sienten en sí mismas la gracia de la primavera y de la mantilla; y entre sus dedos enguantados resplandece el abierto canto de oro de la Semana Santa, «por don José María Quadrado»; la última edición, según las nuevas Rúbricas, y ya está perfumada como el Rosario, los guantes, el pañolito y todas sus ropas, el mismo perfume de sus ricos armarios que, al abrirlos, parecen frutales en estos días del mes de Nisán.
«...Passio Domini nostri Jesu Christi secundum Marcum...». Y han ido leyéndola las novias con un rumor de abeja del panal de su cuerpo, sintiéndose hermosas y tristes de compasión por Nuestro Señor Jesucristo... Y los inflamados devotos se crispan de rabia contra los judíos... ¡Amar al prójimo como a sí mismo!... ¡Y piensan en los judíos, van recordando al prójimo, y se dicen que si ellos hubiesen sido o si ellos fuesen, nada más un instante, Nuestro Señor Jesucristo!...
Miércoles Santo
«¿Quién es éste que trae sus vestiduras bermejas, como untadas de vendimia?... El lagar pisé yo solo; no hay hombre alguno conmigo; yo los rehollé, y su sangre salpicó mis ropas».
Así entra el Señor en los atrios que retumban del trastorno de las ferias y de los romeros de la Pascua. Todos los caminos de Jerusalén vienen henchidos y tronadores de caravanas blancas, fastuosas, joyantes, como navíos gloriosos; caravanas foscas, de dromedarios flacos y peludos, de gentes mugrientas.
Jerusalén es oleaje y noguera de sayales, de pieles, de gritos. Frutas en cuévanos, frutas en támaras, que evocan todo el árbol; cestos de peces, manojos de aves, urnas de bálsamos y resinas, ánforas de vinos, de aceites y mieles; temblor de blancura de recentales... Aromas, estiércol, razas y sol. Entre las almenas y torres pasan y vuelven las palomas, dejando una sensación de pureza y frescura en el azul seco, calcinado, de cielo de ciudad en colmo, sudada, clamorosa...
Víspera de la preparación de los Ázimos.
El Señor y los discípulos tienden las multitudes. Pies, ancas, puños, gañiles de plebe apretada. Se atropellan, se rasgan, se llaman. Y la voz del Rabbi se disipa en el estruendo de los pórticos. No la recuerdan, ni atienden. Se han hundido en un pasado de dos días los hosannas de los hijos de los hebreos. La mirada de los discípulos tiene un aturdimiento infantil y amargo, viéndose desconocidos en el mismo lugar de su triunfo. De nuevo fermenta bajo las bóvedas santas la costra de los mercaderes. La mano del Señor los arrancó de la Casa de su Padre, y han vuelto las moscardas a su querencia. Cerca del Gazofilacio rebullen los levitas; se agrupan los fariseos rodeados de devotos. Y avanza el Rabbi, que «camina entre la muchedumbre, mostrando su enojo y su fortaleza», según la palabra de Isaías.
Ellos sonríen, viéndole solo y olvidado entre la confusión. Y la voz del Señor se levanta revibrando como una espada, y acomete a los «guías ciegos», a «los que limpian el vaso por fuera, sin reparar en la inmundicia de lo hondo», «sierpes y raza de víboras en quien caerá toda la sangre inocente vertida sobre la haz de la tierra, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que fue herido delante del altar...».
Pero más que su grito se oye el torrente de riquezas y dones que baja por los doce caños a las arcas del tesoro sagrado. Los mismos discípulos se distraen mirando el resplandor de las ofrendas de los poderosos. Y el Señor les busca y los recoge, y conmovido les muestra a la viuda pobre, que recatadamente deposita dos monedas, las cuales apenas alcanzan el valor de un cuadrante.
Todavía vuelven sus ojos los discípulos para ver la abundancia, y exclama el Señor:
-Mirad que esta mujer da más que los ricos; porque los ricos dieron de lo que les sobraba, y ella ofrece todo su sustento.
...Aun no viene el hijo, no viene el Señor, y la aldea y los senderos van llenándose de luna. La quietud es tan tierna, que la estremecen las más frágiles elictras y los ladridos de perros y chacales que están en lo hondo de muchas leguas. Bethania y el monte parecen contener su aliento, como el que aguarda contiene su pecho para oír y acercarse lo remoto. Y la madre del Señor y las hermanas de Lázaro pasan solas, calladas y leves; salen a la ladera, y sus mantos mueven la lumbre dormida y deshilada de la luna... Les sobrecoge el desamparo de la sierra en la noche tan grande, tan clara. Un chasquido del breñal hollado, una guija que ruede sobresalta el silencio, apresura el aleteo de los corazones. Y al transponer la cumbre se aprietan como corderos y gimen de felicidad. ¡Allí está el hijo, allí está ...
Índice
- El humo dormido
- Copyright
- Other
- Limitaciones
- Nuño el Viejo
- Don Marcelino y mi profeta
- El enlutado y el perejil
- Las gafas del padre
- La sensación de la inocencia
- Mauro y nosotros
- La hermana de Mauro y nosotros
- Don Jesús y la lámpara de la realidad
- Don Jesús y el Judío errante
- El alma del Judío errante y don Jesús
- El oracionero y su perro
- Tablas del calendario entre el Humo Dormido
- Sobre El humo dormido