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E1 día 15 de noviembre de 1984, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde, otorgó el II Premio Herralde de Novela a la obra El desfile del amor, de Sergio Pitol, por unanimidad.
Resultaron finalistas Me llamaré Tadeusz Freyre de Miguel Enesco, Tendrás oro y oro de Rafael Sender y Amado monstruo de Javier Tomeo.
I
Está sentado tras una enorme mesa y ni siquiera hace ademán de levantarse cuando entro en el despacho. Se limita a darme la mano. Tiene ojos azul porcelana que armonizan con el color de su corbata, pelo rubio de paja, mejillas sonrosadas y nariz afilada de canónigo intrigante. Su aspecto, en líneas generales, resulta afable. Veremos, sin embargo, qué sucede a partir de ahora. Me invita a tomar asiento, refuerza su sonrisa y se presenta como H. J. Krugger, Director del Departamento de Personal. Habla con un ligero acento extranjero arrastrando las erres y oscureciendo las vocales. Quiere dejar claro desde el principio que los métodos que utiliza para seleccionar a los futuros empleados del Banco son bastante heterodoxos y que nuestra entrevista va a ser bastante larga. Deberé responder a todas las preguntas que me haga, incluso aquellas que puedan parecerme excesivamente íntimas, sin omitir ningún detalle (tampoco los más insignificantes) porque en cualquiera de esos detalles puede esconderse el dato revelador. Tiene mi expediente sobre la mesa, pero me pide que le repita algunos datos personales.
Llegó, pues, el gran momento. Le digo que me llamo Juan D., que he cumplido ya los treinta años, que perdí a mi padre cuando yo era todavía un niño y que vivo con una madre que me idolatra, pero que me hace la vida imposible.
Krugger consulta brevemente el expediente y pregunta cómo es posible que ni siquiera terminase mis estudios primarios. Le digo que mi madre me sacó de la escuela antes de que cumpliese los ocho años, para librarme de los otros niños, que se complacían rompiéndome los cuadernos y pinchándome con los compases. A partir de entonces, fue ella la que cuidó personalmente de mi educación, siguiendo los mismos libros de texto que hubiese utilizado en la escuela, pero dándoles tal vez una interpretación bastante personal.
Se interesa por mi último empleo. Una pregunta de rigor. Le confieso que no he trabajado nunca y se maravilla de que, en estos tiempos que corren, pueda existir un hombre que haya sobrevivido treinta años sin necesidad de trabajar. Replico diciéndole que no se sorprendería tanto si conociese la obsesión de mi madre por tenerme constantemente pegado a sus faldas. En cierto modo (le digo) ella es la culpable de que no haya trabajado antes.
Empieza a comprender que mi madre juega un importante papel en mi vida. Carraspea, arquea las cejas y enciende un cigarrillo. Quiere conocer las razones que me impulsaron a escribirles. Las páginas de los diarios están llenas de ofertas de empleo. ¿Por qué les elegí precisamente a ellos?
Procuro responder con brevedad y precisión, sin alargarme demasiado. Le digo, que la primera razón (y la más importante) fue la imperiosa necesidad de empezar a trabajar, para no continuar viviendo de la sopa boba. Otra razón (que explica por qué les escribí precisamente a ellos) fue el profundo respeto que he sentido siempre por los bancos, a los que considero como una especie de catedrales laicas, como templos de acero y aluminio en los que se premia en este mundo el trabajo y el ahorro de los hombres.
Sacude la cabeza, sorprendido tal vez por mis metáforas, impropias de un hombre que apenas ha ido a la escuela. Tal vez sea la primera vez que oye llamar catedrales a los bancos. Pasado el primer instante de sorpresa, me mira a los ojos, como tratando de descubrir si le estoy tomando el pelo. Le sostengo la mirada sin parpadear, hasta que desaparece su expresión suspicaz. Prosigo diciéndole que les escribí la carta a escondidas de mi madre, mientras ella estaba en la cocina, pero que finalmente descubrió lo que me traía entre manos y que entonces se puso como un basilisco.
¿Por qué?, me pregunta cortésmente, entre las azuladas nubes de humo que se escapan de su cigarrillo.
No resulta fácil responder con cuatro palabras y me encojo de hombros. Le veo sonreír levemente, como si aceptase y comprendiese hasta cierto punto las inhibiciones y timideces de los candidatos. Establece una breve pausa y repite luego que necesita conocer todos los detalles de la vida de los aspirantes a trabajar en el Banco, porque esos detalles (por nimios que parezcan) suelen proyectarse luego ampliados sobre el quehacer cotidiano, con todo lo que ello puede significar para la buena gestión de cualquier empresa. Añade que, por otra parte, nadie es capaz de distinguir lo pequeño de lo grande sin riesgo a equivocarse y que son precisamente los pequeños detalles los que mejor pueden revelar el verdadero carácter de los hombres.
No tengo, pues, más remedio que entrar en pormenores, por muy doloroso que me resulte. Respiro a fondo por la nariz, busco una nueva postura en la butaca y le digo que mi madre no soporta la idea de quedarse sola en casa, ni siquiera durante algunas horas, porque me necesita ininterrumpidamente a su lado. Partiendo de esa premisa (añado), podrá usted imaginarse mejor cuáles son mis problemas.
Parpadea y sacude el cigarrillo sobre el cenicero. Su expresión se hace por momentos más tensa, como si empezase a descubrir en mi candidatura alguna circunstancia especial cuyo correcto tratamiento e interpretación fuese a exigirle esfuerzos complementarios. Me pide que le cuente qué pasó luego, después de que mi madre se enterase de lo de la carta.
Pues verá usted (le digo), cuando supo que me ofrecía para cubrir una plaza de vigilante nocturno le entró un ataque de risa. Luego, cuando se le acabó la cuerda, me puso como chupa de dómine. Estuvo a punto de romper la carta, pero se la quité de las manos antes de que pudiese hacerlo. Metí la cuartilla en un sobre, me escapé a la calle y eché la carta en el buzón. Cuando volví a casa encontré a mi madre derrumbada en su sillón, boqueando como un pez fuera del agua.
Krugger vuelve a sacudir el cigarrillo sobre el cenicero. Durante un momento permanece en silencio, con los ojos entornados, sacando sus propias conclusiones de lo que acabo de decirle. Frunce luego los labios y dice, midiendo cuidadosamente las palabras, que la actitud de mi madre le parece en cierto modo bastante normal y que no es la primera mujer que no puede vivir separada de sus hijos (sobre todo cuando son únicos) durante mucho tiempo. Me mira de soslayo y espera que le replique o, por lo menos, que le presente alguna objeción. Su juego está claro: quiere tirarme de la lengua y arrastrarme a una confesión exhaustiva y comprometedora, en la que deje a mi madre por los suelos. Me muestro sin embargo prudente y guardo silencio. Cuando comprende que no va a sacar nada por ese camino, me ataca por otro flanco: se refiere, como de pasada, a los remordimientos que debieron de acometerme cuando, al volver a casa, encontré a mi madre medio desmayada en su sillón.
Le digo con una sonrisa que no me preocupó encontrarla en ese estado, porque mi madre es una actriz consumada y desde el primer momento comprendí que estaba representando una de sus comedias. Así que no me dejé impresionar (añado). Me senté en mi sillón, frente al suyo, y le recordé que había cumplido ya los treinta años y que no estaba dispuesto a perder la oportunidad de trabajar en un banco, aunque fuese desempeñando el más humilde de los menesteres.
Krugger frunce el entrecejo. No está de acuerdo con mis últimas palabras y no se preocupa por disimular su disconformidad. Opina que trabajar de vigilante nocturno en un banco (sobre todo en el suyo), no es un menester humilde, sino todo lo contrario. Piensa, por ejemplo, que custodiar la fortuna de los demás a cambio de un salario reducido exige, en quienes la custodian, un elevado espíritu de sacrificio y un altruismo digno de elogio. Aplasta el cigarrillo contra el cenicero y en el silencio que sigue puedo escuchar, por primera vez, el silbido de sus pulmones. Ahora no sé qué decirle y me quedo observando el rayo de sol que se cuela por la ventana y que cae directamente sobre el tablero de su escritorio.
Arriesgar la vida por un dinero que no nos pertenece (insiste) constituye un auténtico camino de santificación.
Comprendo que debo enmendar rápidamente mi yerro. En realidad (le digo), eso es también lo que yo pienso. Y eso fue lo que, con otras palabras, le dije a mi madre. Pero ella no dio su brazo a torcer. Desde el fondo de su sillón, me aconsejó que me dejase de aventuras estúpidas, porque con su pensión de viuda podíamos pasar los dos perfectamente. Me dijo también que solo trabajan los pobres y que nosotros, a Dios gracias, estábamos lejos de serlo. Al oírle decir eso no pude evitar una sonrisa, pensando en los apuros que tenemos cada final de mes. Comprendió entonces la endeblez de su argumento y empezó a hablar de los graves peligros que en estos tiempos que corren acechan en la calle a los hijos de las mejores familias.
Krugger levanta el índice. Quiere saber si mi madre, al utilizar el término «calle», estaba refiriéndose, de un modo general, a todo lo que quedaba fuera de los límites de nuestro hogar. Respondo diciéndole que, en efecto, utilizó ese término en su acepción más amplia, y que no era la primera vez que lo usaba en ese sentido, porque para ella el mundo se ha dividido siempre en dos partes, la que cae dentro de los límites de nuestro hogar y la que cae fuera.
Poco a poco, por lo tanto, vamos metiéndonos en harina. Krugger enciende otro cigarrillo y se queda con la mirada absorta en el humo que asciende hacia el techo. Sigo diciéndole (sin necesidad de que me lo pida) que mi madre (buscando siempre nuevos argumentos para hacerme desistir) se refirió al tic nervioso que desde el día anterior no le dejaba en paz el párpado izquierdo y que, según ella, le advertía de los peligros en los que me iba a ver envuelto, si no abandonaba pronto mis proyectos laborales. Krugger me escucha sin apartar la mirada de las volutas de humo. Opina, con una pálida sonrisa, que mi madre es una mujer ingeniosa y que a él jamás se le hubiese ocurrido pensar que un simple tic nervioso pudiera convertirse en oráculo de nuestro destino. Le digo que tampoco yo creo en esa y otras tonterías semejantes y que así se lo hice notar, pero que cometí el error de hacerle la observación con una sonrisa y que interpretó mal mi actitud benevolente.
Yo creo (sigo contándole a Krugger) que pensó que empezaba a convencerme. Imagínese que me cogió de la mano y pretendió que me sentase sobre sus rodillas. No acepté la invitación y tuvo que conformarse con tenerme cogido de la mano. Me dijo entonces (refiriéndose todavía al tic) que Dios se sirve de los detalles más insignificantes para indicarnos cuál es el mejor camino a seguir. Y añadió luego (creciéndose al ver que no replicaba, y desvariando cada vez más) que sabía muy bien que a todos los niños les llega fatalmente el día en que quieren sentirse hombres, pero que ese día no había llegado todavía para mí, porque ella y yo teníamos aún que hacer muchas cosas juntos.
En la mirada azul de Krugger se enciende un brillo nostálgico. Opina que las palabras de mi madre le parecen hermosas y replico diciéndole que tal vez puedan serlo en otras circunstancias, pero que a mí no me lo parecieron en aquel momento y que, al oírle decir todas aquellas estupideces, pensé que ya era hora de agarrar el toro por los cuernos y de hablar claramente.
Entonces (continúo diciéndole) me armé de valor, retiré mi mano de entre las suyas y le solté que lo que ella pretendía era tenerme toda la vida encerrado en casa, jugando con el tren eléctrico que me regaló cuando cumplí los doce años.
Krugger resopla suavemente por la nariz y alarga las piernas por debajo de la mesa. Traza con la mano que sostiene el cigarrillo un ademán indefinido y recuerda que también él tuvo su tren eléctrico. Un trenecito que su madre (lo que son las cosas) le regaló asimismo el día que cumplió los seis años. Permanece en silencio durante un par de minutos y evoca luego otros juguetes amados: un ejército de soldados de plomo, un caballo de cartón y un mono con cascabeles. Un mono, por supuesto, de felpa. Recuerda también una cálida habitación, una alfombra roja y la lluvia cayendo mansamente a través de los cristales de la ventana. El silbido de sus pulmones, mientras tanto, va haciéndose más agudo.
¿Es normal (me pregunto) que un hombre de empresa, en plena jornada de trabajo, se muestre tan sentimental?
Parece como si hubiese adivinado mis pensamientos. Se pasa la mano por la frente, suspira y me pide disculpas por sus ensoñaciones. Dice que por lo general no tiene tiempo para recordar su infancia pero que, cuando lo hace, es como si cayese en un dulce pozo del que no resulta fácil emerger luego. Recoge las piernas, ofrece un aire más profesional y se interesa por la reacción de mi madre una vez que le hube sacado a relucir lo del tren.
Adoptó la actitud de una reina ofendida (le digo) y empezó a pontificar sobre la presunción de los hijos que alardean de saberlo todo, cuando en realidad saben muy poco. Me dijo también que esa presunción entraña un pecado de soberbia que luego suele pagarse caro. Añadió después, para quitar un poco de hierro a sus palabras, que el hecho de trabajar, considerado en sí mismo, no era malo, y que en otras circunstancias distintas de las mías podría incluso valorarse positivamente, pero que en mi caso era una tontería, y que si realmente quería hacer algo, podía tomar clases de piano, porque estaba dispuesta a comprarme un piano de cola, costase lo que costase, y a pagarme el mejor profesor de la ciudad.
Le veo agudizar la expresión como el centinela que, en el silencio de la noche, oye de pronto el rumor de pasos lejanos. Se quita el cigarrillo de los labios y me mira a los ojos. Quiere saber si me gusta la música y espera mi respuesta con expresión expectante.
No soy tonto: es evidente, a juzgar por su actitud, que preferiría que le dijese que no, pero no me resulta fácil mentir y le respondo con una evasiva. Le digo que a quien le gusta la música es a mi madre. Repite la pregunta en tono más perentorio y no tengo más remedio que confesar que la música me pone los pelos de punta y que, en ocasiones, me parece políticamente sospechosa, porque sugiere mundos utópicos y nos induce a la molicie.
Pienso que esa es la respuesta que mejor debe de corresponderse con los gustos de un vigilante e incluso con los de un hombre de empresa pragmático y realista, poco amigo de ensueños y fantasías. Cualquier otra contestación podría valorarse negativamente en un hombre que debe pasarse las noches con los ojos muy abiertos. Vigilar es una tarea que no entraña grandes dificultades de orden cultural, pero que exige en quien la desempeña una rapidez de reflejos que no suele darse en quienes viven siempre, como los melómanos, pendientes de lejanos violines.
Parece complacido por mis palabras, pero quiere darme a entender que, pese a todo, conserva todavía en su corazón un rinconcito para las emociones más nobles. Reconoce que hay un tipo de música que puede resultar políticamente sospechosa, pero admite también que, en ciertos momentos, sirve para aliviar nuestra soledad y para mantener nuestras esperanzas en un mundo mejor.
De cualquier modo (añade, mirándome a los ojos) no puedo imaginármelo interpretando una sonata de Chopin. No tiene usted pinta de músico.
Se trata posiblemente de una trampa que me tiende para comprobar hasta dónde llegan mis conocimientos musicales y, por vía indirecta, descubrir si es cierto que no me gusta la música. Si yo le dijese ahora que Chopin me apasiona y que, como suele decirse, me hace llorar infelicidades ajenas, podría inferir que le mentí antes. Levanto las cejas y le pregunto quién es Chopin, pero no responde. Puede que sea él quien no lo sepa. Vuelve a mirarme a los ojos y confiesa que nunca ha podido comprender la obsesión que tienen las mujeres por soñar a sus hijos (por rudos y feos que sean) convertidos en príncipes. Sacude luego la cabeza y r...