Tinta simpática
eBook - ePub

Tinta simpática

  1. 144 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Un detective busca a una mujer desaparecida. Un hombre busca el rastro de un fantasma. Modiano deslumbra con su nueva exploración de la memoria.

Un aprendiz de detective llamado Jean Eyben recibe el encargo de la agencia Hutte, para la que trabaja, de seguir el rastro de una mujer. La mujer se llama Noëlle Lefebvre, y el joven investigador la persigue infructuosamente. Treinta años después, retoma por su cuenta ese caso y continúa las pesquisas.

En esos dos periodos de tiempo, Eyben va en busca de un fantasma. Recorre las calles por las que ella transitó, trata de encontrar alguna carta, localiza una agenda, habla con personas que la conocieron, husmea en su tal vez agitada vida sentimental. Y lo que van aflorando son pistas difusas, ecos del pasado: un Chrysler descapotable, un tal Sancho, un verano, un lago, un aspirante a actor... Sombras, retazos de memoria, recuerdos que el tiempo distorsiona o borra. ¿Quién es Noëlle Lefrebvre, la mujer en fuga, la mujer desvanecida? ¿Y quién es Jean Eyben, el hombre que sigue su huella, el hombre que vive obsesionado por su ausencia?

Bienvenidos de nuevo al territorio Modiano, ese escenario hecho de palabras en el que el autor explora el laberinto de la memoria, en el que las preguntas muchas veces conducen a nuevos enigmas. Una novela absorbente, puro virtuosismo literario de un maestro que, libro a libro, va depurando su estilo, añadiendo matices a un universo cuyo centro es París como espacio real y mítico a un tiempo, aunque aquí se le une Roma, la ciudad en la que evaporarse...

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Información

ISBN de la versión impresa
9788433981165
ISBN del libro electrónico
9788433944290
Hay cosas en blanco en esta vida, cosas en blanco que se intuyen al abrir el «expediente»: una simple ficha en una carpeta de un color azul cielo que se ha desvaído con el tiempo. Casi blanco también, ese antiguo azul cielo. Y la palabra «expediente» está escrita en el centro de la carpeta. Con tinta negra.
Es el último vestigio que me queda de la agencia de Hutte, el único rastro de mi paso por esas tres habitaciones de un piso antiguo cuyas ventanas daban a un patio. No tenía mucho más de veinte años. El despacho de Hutte estaba en la habitación del fondo, con el archivador. ¿Por qué ese «expediente» y no otro? Por las cosas en blanco seguramente. Y además no estaba en el archivador, sino que ahí se había quedado, abandonado encima del escritorio de Hutte. Un «caso», como decía él, que no estaba resuelto aún –¿lo estaría alguna vez?–, el primero del que me habló la tarde en que me cogió «a prueba», como dijo. Y unos cuantos meses después, otra tarde a la misma hora, cuando había renunciado a ese trabajo y me fui definitivamente de la agencia, metí a hurtadillas en la cartera, sin que Hutte se diera cuenta y después de haberme despedido de él, la ficha, dentro de su carpeta azul cielo, que rodaba por su escritorio. De recuerdo.
Sí, la primera misión que me encomendó Hutte tenía que ver con esa ficha. Debía preguntarle a la portera de una casa del distrito 15 si sabía algo de una tal Noëlle Lefebvre, una persona que le planteaba a Hutte un problema por partida doble: no solo había desaparecido de la noche a la mañana, sino que ni siquiera había nada seguro sobre su verdadera identidad. Después de la portería, Hutte me encargó que pasara por una oficina de Correos llevando una tarjeta que me había dado. Estaba el nombre de Noëlle Lefebvre, sus señas y su foto y la usaba para recoger la correspondencia en la ventanilla de lista de correos. La persona conocida como Noëlle Lefebvre se la había dejado olvidada en su domicilio. Y después tenía que ir a un café para saber si habían visto por allí a Noëlle Lefebvre esa temporada, sentarme a una mesa y quedarme hasta media tarde por si Noëlle Lefebvre se presentaba. Todo esto en el mismo barrio y en el mismo día.
La portera del edificio tardó mucho en contestar. Estuve golpeando cada vez más fuerte el cristal de la garita. Por la puerta a medio abrir apareció una cara adormilada. De entrada, me dio la impresión de que ese nombre, «Noëlle Lefebvre», no le sonaba de nada.
–¿La ha visto últimamente?
Acabó por decirme con tono seco:
–... No, caballero, llevo más de un mes sin verla.
No me atreví a hacerle más preguntas. Tampoco me habría dado tiempo porque volvió a cerrar la puerta en el acto.
En la oficina de lista de correos, el hombre miró la tarjeta que le presentaba.
–Pero usted no es Noëlle Lefebvre, caballero.
–Está fuera de París –le dije–. Me ha encargado que le recoja la correspondencia.
Entonces se levantó y fue hacia una hilera de taquillas. Miró las pocas cartas que había en ellas. Volvió y negó con la cabeza.
–No hay nada a nombre de Noëlle Lefebvre.
Ya solo me faltaba ir al café que me había indicado Hutte.
Primera hora de la tarde. Nadie en ese local pequeño salvo un hombre, detrás de la barra, que estaba leyendo un periódico. No me vio entrar y seguía leyendo. Yo no sabía ya cómo formular la pregunta. ¿Alargarle sin más la tarjeta de lista de correos a nombre de Noëlle Lefebvre? Me sentía violento en ese papel que me hacía interpretar Hutte y que encajaba mal con mi timidez. Alzó la cabeza hacia mí.
–¿No ha visto a Noëlle Lefebvre estos días?
Me parecía estar hablando demasiado deprisa, tan deprisa que me comía las palabras.
–¿Noëlle? No.
Me había contestado con tanta concisión que sentía la tentación de hacerle otras preguntas relacionadas con esa persona. Pero temía despertar su desconfianza. Me senté a una de las mesas de la terracita que había en la acera. Vino a ver qué iba a tomar. Era el momento oportuno para hablarle y averiguar más cosas. Se me agolpaban en la cabeza frases anodinas que habrían podido sacarle respuestas concretas.
–Voy a esperarla por si acaso..., nunca se sabe con Noëlle... ¿Cree usted que sigue viviendo en el barrio?... Ha quedado aquí conmigo, ¿sabe?... ¿Hace mucho que la conoce?
Pero cuando me trajo el refresco de granadina me quedé callado.
Me saqué del bolsillo la tarjeta que me había dado Hutte. Hoy, un siglo después, he dejado de escribir por un momento en la página 12 del bloc Clairefontaine para volver a mirar esta tarjeta que forma parte del «expediente». «Certificado de emisión de la autorización para recibir correspondencia sin sobretasa en lista de correos. Autorización n.º 1. Apellido: Lefebvre. Nombre: Noëlle, residente en París 15.º. Calle y número: Convention, 88. Fotografía del titular. Autorizado para recibir sin sobretasa la correspondencia que se le envía a lista de correos.»
La foto es mucho mayor que una de fotomatón. Y está demasiado oscura. Sería imposible decir el color de los ojos. Ni el del pelo: ¿negro, castaño claro? En la terraza del café, aquella tarde, yo miraba fijamente, con cuanta atención podía, esa cara cuyos rasgos se veían apenas y no tenía la seguridad de poder reconocer a Noëlle Lefebvre.
Me acuerdo de que era a principios de primavera, La terracita estaba al sol y, a ratos, el cielo se nublaba. Un alero, encima de la terraza, me protegía de los chaparrones. Cuando se acercaba por la acera una silueta que podría haber sido la de Noëlle Lefebvre, la seguía con la mirada a la espera de ver si entraba en el café. ¿Por qué no me había dado Hutte indicaciones más concretas sobre la manera de dirigirme a ella? «Ya se las apañará. Esté a la mira para que sepa yo si sigue rondando por ese barrio.» La expresión «a la mira» me hizo soltar la carcajada. Y Hutte me contempló en silencio, frunciendo el entrecejo, con expresión de reprocharme mi frivolidad.
La tarde transcurría despacio y yo seguía sentado a una de las mesas de la terraza. Me imaginaba los trayectos que haría Noëlle Lefebvre de su casa a Correos, de Correos al café. Seguramente iba a otros sitios del barrio: un cine, algunas tiendas... Dos o tres personas con las que se cruzase con frecuencia por la calle podrían haber dado fe de su existencia. O una sola cuya vida compartiera.
Me había dicho a mí mismo que iría a diario a la ventanilla de lista de correos. Al final acabaría por caerme en las manos una carta, una de esas cartas que nunca llegan al destinatario. Ausente sin dejar señas. O me quedaría una temporada en el barrio. Cogería una habitación en un hotel. Recorrería la zona entre el edificio donde vivía, Correos y el café y ampliaría mi campo de observación con un movimiento concéntrico. Estaría pendiente de las idas y venidas de la gente por las aceras y me familiarizaría con sus caras, igual que quien acecha las oscilaciones de un péndulo y está preparado para captar las ondas más furtivas. Bastaba con tener un poco de paciencia y, en aquella época de mi vida, me sentía capaz de pasar horas esperando bajo el sol y los chaparrones.
Habían entrado unos cuantos clientes en el café, pero no había reconocido entre ellos a Noëlle Lefebvre. A través de la luna que tenía detrás los observaba. Estaban en los asientos corridos, menos uno que estaba delante de la barra y hablaba con el dueño. En ese me había fijado cuando llegó. Debía de tener mi edad, en cualquier caso no más de veinticinco años. Era alto, moreno, y llevaba una chaqueta de piel vuelta, forrada de borreguito. El dueño me señalaba con un ademán casi imperceptible y él había clavado la vista en mí. Pero con la luna que nos separaba me resultaba fácil desviar un poco la cabeza, hacer como si no hubiera notado nada.
–Caballero, por favor..., caballero...
Oigo a veces esas palabras en mis sueños, pronunciadas con un tono de fingida suavidad, pero en las que apuntaba una amenaza. Era el joven del forro de borreguito. Yo hacía como que no me enteraba.
–Por favor..., caballero...
El tono era más seco, como de alguien que te hubiera pillado con las manos en la masa. Alcé la cabeza hacia él.
–Caballero...
Me extrañaba esa palabra, «caballero», que usaba aunque tuviéramos la misma edad. Tenía la cara crispada y le notaba cierta desconfianza hacia mí. Le sonreí de oreja a oreja, pero esa sonrisa parecía exasperarlo.
–Me han dicho que buscaba a Noëlle...
Estaba parado delante de mi mesa, como si quisiera provocarme.
–Sí. A lo mejor puede decirme qué es de ella...
–Y eso ¿a título de qué? –me preguntó con voz altanera.
Me estaban entrando ganas de levantarme y dejarlo allí plantado.
–¿A título de qué? Bueno, pues es una amiga. Me encargó que fuera a recogerle la correspondencia a lista de correos.
Le enseñé la tarjeta en la que estaba grapada la foto de Noëlle Lefebvre.
–¿La reconoce?
Miraba la foto. Luego alargó el brazo como si quisiera coger la tarjeta, pero se lo impedí con un gesto brusco.
Acabó por sentarse a mi mesa, o más bien se desplomó en la silla de mimbre. Yo me daba cuenta de que ahora me tomaba en serio.
–No lo entiendo... ¿Iba a buscar su correspondencia a lista de correos?
–Sí, a una oficina de Correos que está algo más arriba, en la calle de la Convention.
–¿Roger estaba enterado?
–¿Roger? ¿Qué Roger?
–¿No conoce a su marido?
–No.
Pensé que había leído demasiado deprisa la ficha en el despacho de Hutte, una ficha muy breve, tres párrafos apenas. Sin embargo, me parecía que no se especificaba que Noëlle Lefebvre estuviera casada.
–¿Se refiere a alguien llamado Roger Lefebvre? –le pregunté.
Se encogió de hombros.
–De ninguna manera. Su marido se llama Roger Behaviour... Y usted ¿quién es exactamente?
Había arrimado la cara a la mía y me clavaba los ojos con mirada insolente.
–Un amigo de Noëlle Lefebvre... La conocí con su apellido de soltera...
Lo había dicho con una voz tan tranquila que se suavizó un poco.
–Es curioso que nunca lo haya visto con Noëlle...
–Me llamo Eyben. Jean Eyben. Conocí a Noëlle Lefebvre hace unos meses. Nunca me...

Índice

  1. Portada
  2. Tinta simpática
  3. Créditos
  4. Notas