Primera parte
Invulnerables e invertebrados
I. LA FANTASÍA DE INVULNERABILIDAD1
La semplicità è mettersi nudi davanti agli altri.
E noi abbiamo tanta difficoltà ad essere veri con gli
altri.
Abbiamo timore di essere fraintesi, di apparire fragili,
di finire alla mercè di chi ci sta di fronte.
Non ci esponiamo mai.
Perché ci manca la forza di essere uomini,
quella che ci fa accettare i nostri limiti,
che ce li fa comprendere, dandogli senso e trasformandoli
in energia,
in forza appunto.
Io amo la semplicità che si accompagna con l’umiltà.
Mi piacciono i barboni.
Mi piace la gente che sa ascoltare il vento sulla propria
pelle,
sentire gli odori delle cose,
catturarne l’anima.
Quelli che hanno la carne a contatto con la carne del
mondo.
Perché lì c’è verità, lì c’è dolcezza, lì c’è sensibilità, lì
c’è ancora amore.
«La semplicità»,2 ALDA MERINI
Me gustaría comenzar esta introducción contándoles un episodio que este mismo libro ha motivado, pues creo que puede ilustrar de forma gráfica lo que he llamado fantasía de invulnerabilidad, concepto al que dedicaremos este capítulo.
Verán. Para preparar esta investigación quise hacerme con dos libros en francés que me pareció que tenían que ver con el tema, y los solicité a Amazon.fr3 con tiempo suficiente para recibirlos y poder leerlos cuanto antes. Uno de ellos llegó tal y como estaba previsto según la fecha que te proporciona el vendedor; el otro se demoró más allá de la misma. Durante esos días de retraso recibí un correo de Amazon, como suele ser habitual, solicitándome que evaluase el servicio prestado. Puntué positivamente el libro recibido, y el apartado correspondiente al que todavía no había llegado con un rotundo «Exécrable». Al mismo tiempo, como aconseja la página, me dirigí al vendedor y le expuse mi queja ante la inexplicable demora.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, a vuelta de correo, el vendedor, que firmaba como Stéphane, me envió la siguiente respuesta:
El retraso es, en efecto, un poco largo, pero no es anormal, sin embargo. Pienso que usted recibirá el libro en poco tiempo. Diríjase a mí en algunos días y, si no lo ha recibido, le devolveré el importe de su compra. Una vez más le presento mis más sinceras excusas por este contratiempo, y le deseo un buen día. Stéphane.
P. D. Acabo de ver su opinión sobre mí. No entiendo por qué me hace responsable del retraso sabiendo que yo he expedido su encargo la misma mañana de su compra. Espero de corazón que reciba el libro y que esté de acuerdo en revisar la evaluación, pues me arriesgo ahora a no tener más los derechos de venta de Amazon. Amazon es mi única fuente de ingresos, y espero realmente su comprensión. Permanezco a su disposición para cualquier cosa. Puede también telefonearme al +33...
La explicación de Stéphane me llenó de perplejidad, pues me apenaba realmente que mi enfado pudiese perjudicarle. Yo había respondido a una evaluación impersonal, sin pensar en ningún momento que mi respuesta comportaría perjuicio alguno para una persona concreta, sino dejándome llevar por el ejercicio racional de mis derechos como «consumidora». Y ahí estaba Stéphane, haciéndome partícipe sin complejos de su fragilidad.
A partir de ese correo mantuvimos una correspondencia fluida y amable sobre los pormenores del envío, hasta que finalmente, dieciocho días después de la fecha prevista, el libro llegó y pude modificar mi evaluación sobre Stéphane. Como sugiere la opción de Amazon que elegí: el vendedor había resuelto mis problemas.
Sirve esta anécdota para ilustrar las relaciones impersonales que establecemos en este mundo virtual, relaciones que producen casi estructuralmente un incremento de la hostilidad... o de la impaciencia. Si el vendedor hubiese tenido un nombre y un rostro desde el principio de nuestros intercambios, mi evaluación no habría sido tan estricta. El anonimato contribuye a reacciones intemperantes hacia los otros, en alguna medida crueles e intolerantes, como señala Soto Ivars,4 unos otros convertidos en una simple función sin rostro.
He llamado a estas relaciones entre un sujeto, en este caso yo misma, y un otro objetualizado, el invisible Stéphane, relaciones con un otro funcional, un ser humano que, en nuestro intercambio con él, existe solo para hacer un uso temporal de sus servicios, sin más consideraciones sobre su mundo interior o sus necesidades. De estas relaciones está necesariamente poblado nuestro mundo: no es preciso saber nada de la farmacéutica o del taxista (aunque algunos taxistas se empeñen en lo contrario), pero nos son útiles para simplificar nuestra vida; el problema comienza cuando la funcionalidad se impone sobre la totalidad de las relaciones intersubjetivas, que se convierten así en un mero intercambio entre un sujeto y un otro funcional 5 desprovisto de rasgos humanos.
Sobre este aspecto, el filósofo Antonio Campillo6 apunta que el tema de la impersonalidad y funcionalidad de las relaciones sociales no surge con la comunicación electrónica sino mucho antes, con la sociedad industrial y urbana como moderna «sociedad de masas». Se trata de un tema muy debatido por la filosofía, la sociología y la psicología desde finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los debates de esos años giraron en torno a dos cuestiones o dos polaridades: por un lado, la polaridad señalada por Ferdinand Tönnies entre la pequeña «comunidad» tradicional (donde todos se conocen y las relaciones de interdependencia se basan en los estrechos vínculos cara a cara, el parentesco, la vecindad, las costumbres compartidas, el apoyo mutuo, etc.), y la gran «sociedad» moderna, capitalista o de mercado (donde las relaciones de interdependencia se vuelven impersonales, porque se dan entre extraños y se basan exclusivamente en las leyes estatales, los reglamentos burocráticos y los contratos voluntarios y funcionales entre individuos que no comparten nada entre sí, excepto el respeto a las propias reglas de juego legales y contractuales); por otro lado, la polaridad señalada por Tarde, Freud y muchos otros, entre el «individuo» moderno (consciente, racional, libre, autónomo, etc.) y la «masa» arcaica (inconsciente, irracional, conformista, fácilmente manipulable y siempre dirigida por algún líder carismático, etc.).
Desde el psicoanálisis la idea de la fragilidad del ser humano deriva de su dependencia de los otros y de su extrema precariedad biológica desde su nacimiento. La llamada neotenia, nuestra precariedad al nacer, producto de la denominada paradoja obstétrica, consiste en que conservamos el cerebro sin mielinizar hasta después del nacimiento, y esa circunstancia está en la base de nuestra vulnerabilidad. Nacemos mucho más dependientes que otros mamíferos, y esta aparente desventaja evolutiva nos ha permitido incrementar nuestra enorme capacidad de aprendizaje y la creación de la cultura. El Homo sapiens sapiens, como apunta José María Asensio Aguilera,7 muy bien podría haber sido denominado Homo fragilis.
El psicoanalista argentino Luis Hornstein,8 ante el hecho evidente de que todos fuimos desvalidos, se pregunta sobre cuáles son las circunstancias que hacen que algunos humanos dejemos de serlo, es decir, ¿de dónde provienen los recursos para la adquisición de cierta autonomía y seguridad? El proceso por el cual el bebé consigue hacerse independiente de sus progenitores –asunto que nos llevará casi toda la vida– está en el centro de la psicología evolutiva y del psicoanálisis. Varios sociólogos y antropólogos9 elaboraron una teoría de la cultura como «compensación» de esa vulnerabilidad innata: las instituciones sociales proporcionan a los individuos la «seguridad ontológica» que necesitan, es decir, la supervivencia física, una identidad personal reconocida, una confianza básica en la relación con los otros, una comprensión del mundo más o menos compartida. Es el fallo en el funcionamiento de las relaciones e instituciones sociales destinadas a darnos seguridad, el que pone al desnudo nuestra extrema vulnerabilidad.
Por su parte, el sociólogo Norbert Elias ya se esforzó por criticar la moral de la autosuficiencia, defendiendo la intrínseca necesidad y dependencia de los hombres entre sí. Helena Béjar,10 a propósito de lo anterior, destaca que para Elias: «La valoración del aislamiento y la independencia es una nueva forma que el deseo de inmortalidad adopta bajo el palio del individualismo. En realidad “el sentido de la vida” solo surge en relación con los demás...» (pág. 79).
Pero ese lazo con los demás ha sido el más dañado en nuestras sociedades digitalizadas, y ni siquiera somos conscientes del daño que nos causa la pretendida autosuficiencia que se predica como ideal.
En la clínica cotidiana, los analistas nos ocupamos del dolor psíquico de los seres humanos, del sufrimiento, de la inadaptación y del menosprecio por la falta de ese reconocimiento; una falta de reconocimiento que está en la base de muchos traumas, según muestran los últimos estudios. Así, para nosotros, la vulnerabilidad del yo y la fragilidad de los equilibrios psíquicos es una experiencia incontestable. La fragilidad de la especie es ontológica, dependemos de los otros para ser humanos, y esta experiencia de la interdependencia nos hace vulnerables al menosprecio, a la soledad y al abandono.11 PichonRivière,12 quien fuera el segundo psicoanalista de Alejandra Pizarnik –que mostró ampliamente en su obra su vulnerabilidad letal–, afirmaba que el ser humano sufre de dos miedos básicos: el miedo a la pérdida y el miedo al ataque, uno se nutre del otro. Dos miedos que nos acompañarán siempre, puesto que nuestra necesidad de los demás es extrema. Miedo a perder los lazos y a que esa ruptura nos haga más frágiles, presas de los depredadores de todo tipo que nos amenazan. Como recoge Adam Phillips en su libro Elogio de la bondad:13 «Nos pertenecemos los unos a los otros –dice el filósofo Alan Ryan–, y la vida buena es la que refleja esta verdad.»
Sin embargo, esta verdad ha pasado a ser clandestina. Para nuestros contemporáneos, las grandes aspiraciones dictadas por el pensamiento hegemónico son la independencia y la autonomía: el «pertenecernos los unos a los otros» inspira temor y silencio, y el reconocimiento de nuestra interdependencia se ha convertido en uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad.
La clínica moderna nos confronta así con un malestar diferente al que dio lugar al descubrimiento del psicoanálisis. Un malestar que parece negar la fragilidad, poniendo en su lugar una ilusoria fantasía de invulnerabilidad que modifica la expresión sintomática de ese mismo malestar. Es como si ante la experiencia de vulnerabilidad extrema a la que nos confronta la precariedad de nuestras sociedades, la respuesta más adaptativa fuese su negación, y el recurso a una fantasía de invulnerabilidad que nos mantiene a flote.
Nuevos síntomas, nuevos malestares, nuevas identidades sexuales nos confrontan como disciplina a nuestra propia fragilidad teórica, a la falta de certezas, a la necesaria articulación de unos saberes con otros.
Como señala Judith Butler,14 nos enfrentamos a la tarea de una nueva comprensión ontológica de la realidad del ser humano, una ontología de nuestro ser presente inserto en la precariedad vital generalizada de nuestras sociedades.
¿QUÉ SUJETOS PRODUCE EL NEOLIBERALISMO?
Lascia ch’io pianga
mia cruda sorte.
G. F. HÄNDEL, Rinaldo
E. P: En La corrosión del carácter describe la falacia de que la flexibilidad laboral mejora la vida. ¿Qué tipo de carácter van a producir Uber o Deliveroo?
R. S: Vidas sin columna vertebral. Un carácter cuyas experiencias no construyen un todo coherente. Algo muy circunscrito a nuestro tiempo y preocupante porque los humanos necesitamos una historia propia, una columna vertebral.
RICHARD SENNETT, entrevista1
El Estado del bienestar empieza progresivamente a desmoronarse a partir de la crisis del petróleo del 73, y culmina su desmantelamiento con la ofensiva neoliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, hasta llegar al deterioro actual de las redes de protección social que tanto lamentamos.2 El precariado y la fragilidad de las relaciones laborales que sufrimos en la actualidad (contratos basura, temporalidad, deslocalización), impiden a nuestros jóvenes, y ...