Los brotes negros
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Los brotes negros

En los picos de ansiedad

Eloy Fernández Porta

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Los brotes negros

En los picos de ansiedad

Eloy Fernández Porta

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Un autorretrato roto, un cuaderno del sufrimiento psíquico que describe sin ambages los síntomas e intensidades de un trastorno de ansiedad prolongado, y su oscura floración.

¿Qué queda de una persona cuando escribe «mi cabeza es mi enemiga»?

Un autorretrato roto, un cuaderno del sufrimiento psíquico o el recuento de la vida de un ex: ex adicto al trabajo, ex pareja y ex miembro del Club de los Mentalmente Sanos. Los brotes negros, que podría titularse asimismo Los buenos lagrimales, describe sin ambages los síntomas e intensidades de un trastorno de ansiedad prolongado, y su oscura floración: las fases de desesperanza, los episodios de ira, las ideaciones suicidas.

Algo más o algo menos que un individuo, lo que en sus líneas se dibuja es un sujeto experimental –«veamos si esta otra píldora hace efecto»– cuyos biorritmos, alterados hasta el colapso, somatizan la velocidad exaltada de la producción, la profesión y el capital.

Escucha la música que recomienda el autor:

Stars of the Lid – The Tired Sounds of Stars of the Lid https://youtu.be/MaSi7Gut7xM

Sun Araw – Horse Steppin' https://youtu.be/wa3qqfgp1Ns

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Información

Año
2022
ISBN
9788433944207
Por una vez la prensa no se equivoca: sí, el barrio se ha degradado. Los hornos caseros han sido sustituidos por franquicias. La propietaria de la librería especializada en libros de artista tuvo que cerrar cuando el casero le pidió el alquiler multiplicado por cinco. Los jóvenes han sido expulsados a las ciudades satélite. La bohemia local, sustituida por magalufas. Con la pandemia solo han quedado en pie las tiendas de souvenirs, que, sin turistas a los que vender, siguen lavando dinero. En la Rambla menor hacen su agosto los carteristas. El olor a orín.
Y luego están ellos.
Ya existían antes, pero los toques de queda y la reducción del tráfico los han hecho más visibles. Deambulan. Hablan solos. Se mueven como si fueran muy viejos o como si la calle les perteneciera, y así es: nadie la reclama; la policía debe de atender una llamada de cada veinte, y solo comparece cuando el griterío se hace demasiado fuerte y salen a los balcones los vecinos. Los uniformados bajan del coche, dan unos pasos toreros, hacen que corra el aire. Cuando se marchan, ellos vuelven a salir de cualquier esquina y siguen merodeando. El Ayuntamiento ha dedicado seis años de obras a restaurar el parking que daba al mercado y a la escuela de diseño y lo ha transformado en una soleada plaza dura. Pero ellos, uno a uno, solos o en grupos, han ido ocupando los bancos de piedra, las esquinas meadas, y la han hecho suya.
Así empezaría un libro en el que un vecino respetable, el que fui hace diez años, contaría, desde la seguridad de una cierta clase media de profesión liberal, los días oscuros de una zona céntrica. Ese libro, que hasta hace una línea parecía plausible y que ahora se ha vuelto dudoso, tendrá que terminar aquí. Está dando sus últimos vagidos. Apenas ha durado una página. Otro lo escribirá, o lo ha escrito. En ese libro que ahora está muriendo el vecino respetable seguía hablando de ellos, los que veía al pasar. Pero yo ya no puedo hablar por él. Así que el ciudadano probo abandonará la voz narrativa y solo volverá a aparecer como una sombra entrevista. Ahora vamos a despedirlo. Le concederemos una última gracia: la de la descripción. A continuación hablará por última vez y explicará lo que ve cuando los mira; cuando ve en la calle a uno de ellos.
Por ejemplo, a mí mismo.
Está ese hombre enflaquecido, con ese aspecto de chicuelo arrojado a la cuarentena. Viste camisetas oscuras con leyendas que debieron de ser ingeniosas hace dos o tres modas. No parece que las lave. Es demasiado delgado y anda encorvado; algo en su complexión física es antinaturalmente flaco, como si le faltara un hervor, pero aun así luce barriga. Esmirriado y panzudo, tiene un aspecto de posguerra. Tiene alopecia y se ha dejado crecer el pelo en una media melena desordenada, con mechones ralos. Su barba descuidada apenas llega a tapar las cicatrices de acné. Su expresión es inquisitiva y ausente. Lleva unas Adidas negras muy gastadas, de talla grande, debe de ser una 43; son desproporcionadas al resto de su cuerpo, como también lo son sus manos, que surgen de esos brazos de palillo y parecen garras. Se queda fumando en los cruces, despacio, como si no supiera adónde ir. La primera vez que se le oyó gritar no parecía que fuera él, porque resulta difícil asociar la figurita frágil con ese aullido, esa fuerza:
–¡A mí naaadie me toca los cojones! ¡A mmmmí nadie me toca los cojones!
Andaba aullando a paso firme, frente al edificio de Correos. También su boca es desproporcionada. Otro día, en medio de la plaza, solo, agitando los brazos:
–¡Hijo de la gran puta! ¡Racista de mierda!
Los bangladesíes sentados en las sillas de piedra lo miraban, divertidos; uno de ellos lo jaleó.
En otra ocasión, en una calle más estrecha, se encaraba a un balcón del segundo piso del que colgaba, como una sábana, una bandera:
–¡Venid a por mí, hijos de puta! ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Bajad a por mí!
Se le ve llorando. Pero de entre todos ellos no es el que más grita: ese honor corresponde a la artista austríaca, la que se instaló en la calle con sus cuadros. Lo suyo es el llanto.
Tiene buenos lagrimales.
Con la mano abierta me golpeo en la cabeza a la altura del temporal izquierdo, justo por encima de la oreja, con un ruido seco. La primera bofetada no surte efecto. Vuelvo a golpearme más fuerte, más arriba. Esta vez noto una especie de resonar metálico. El dolor físico empieza a atenuar un poco el rumor de termitas en mi cabeza. Sigo con una tanda de bofetadas continuas mientras el llanto persiste y voy oyendo un pitido, como si se me hubieran tapado los oídos en un aterrizaje. El dolor en la piel se hace más intenso y me procura algún alivio, que se mezcla con una desesperación rabiosa al cuarto o quinto golpe, cuando siempre lamento carecer de ánimo para darme un puñetazo y dejarme inconsciente. En algún momento, en el trance creciente de los golpes, me ilusiono con la idea de romperme el cráneo. A veces la ronda de bofetadas no basta y entonces tengo que pegarme en la cara. Me doy mucho más fuerte de lo que nunca me ha pegado nadie, hasta sentir unas cosquillas oscuras. Tengo buenas manos, grandes; mis dedos son finos y alargados y, en algunas fotografías, cuando gesticulo, parezco un insecto haciendo un movimiento retráctil o buscando una presa. Cuando hago como si me reventara la cabeza me mueve una necesidad de acallar ese sifón interior, hay algo de cariño y de piedad en las bofetadas; en cambio, al golpearme en la mejilla soy como una maestra que no pudiera soportar más el cafarnaún de los niños y los abofeteara con odio, con más fuerza de la que usaría con un adulto, hallando, en esa brutalidad desencadenada, unas migajas de calma.
Otras veces, cuando el sifón es más intenso, voy al baño, cojo con las dos manos la tapa de la papelera, que ya estaba rota cuando me trasladé al micropiso, y arremeto contra ella con la frente. Un golpe, dos, tres, hasta que empiezo a sentir un dolor oscuro y vagamente relajante.
Finales de 2019-principios de 2020
No hagas eso, cabeza. Por favor.
Uno no sabe qué decirse a sí mismo tras una sesión de llanto de seis horas. Trato de evitarme, como si fuera un compañero de trabajo a quien no me conviene ver. Al día siguiente, procuro no dirigirme la palabra.
Medio día sin haber tenido ningún ataque. Puede ser que llegue entero a la hora de la medicación. Me estoy viendo desde la media distancia, como el perro que observa al transeúnte borracho y, cauteloso, da un rodeo.
¿Por qué, angustia, dejas a medias tu tarea? ¿A qué este medio arrasar, este casi destruir y este conato de muerte?
Media tarde. Ningún acceso, por ahora. El día no está roto, aún no, pero lo recorre una atemorizada expectativa, un vigilarse en silencio, una mirada de animalillo agazapado. Puede ocurrir en cualquier momento. «Estoy teniendo un buen día»: una atemorizada indignidad. Alivio indeciso de preso amnistiado y, con él, la culpa, el perdón inmerecido. Me muevo con sigilo y voy descubriendo una vocación de súbdito, tibio, manso en su esquina: el sujeto idóneo de cualquier sistema de poder.
Quizá tengan razón los días rotos.
Tarde de delantal azul: abro el grifo, dejo correr el agua, meto la mano en la pila de platos negros. Echo Fairy en el lado verde de la esponja y comienzo los movimientos circulares. Primero, los vasos. Cuando he limpiado tres me llega un vago recuerdo de la época en que lo hacía para dos, noto un vacío que desde la base del estómago empieza a cundir y se expande, y sin dejar de fregar el sentimiento se ha instalado en mí, me llena: abrumado por la inmensidad del abandono, lleno de la certeza inconsolable de que un día entré en el camino errado y ya no puedo volver atrás. Las lágrimas brotan y la llamo sollozando; su nombre, que antaño yo pronunciaba en cualquier conversación casual, se ha convertido ahora en un emblema de todos los cuartos clausurados. Es un agregador afectivo que invoca a la vez todos los momentos de pérdida. Su nombre tiembla con los sollozos y se deshacen sus sílabas. Hay una intensidad monocroma en ese impulso que me tiene en pie, las manos apoyadas en la repisa, el gesto interrumpido, como si la suciedad de los platos fuera la de una cena compartida, ayer noche, y no pudiera limpiarse nunca. «Bueno, bueno, no es tan fuerte como ayer, va mejorando», digo en voz alta, con la voz tomada, y casi logro creerme que hay algún tipo de evolución, que hay un dique para estos desbordamientos y que quizá puedan ir siendo cada vez más breves.
Tres meses sin poner la lavadora. La sola idea de reunir la ropa y acercarme al tambor me produce escalofríos. El piso se ha ido llenando de rincones prohibidos, y en uno de ellos reina inútil la Balay, el trasto descompuesto.
Me despierto demasiado temprano y el rumor de las termitas me ataca desde primera hora. Mientras desayuno tengo que repetir en voz alta: «Para, para, para, por favor, por favor, por favor.» ¿Quién dice esas palabras? Es un capataz que se desgañita dando órdenes, solo en mitad de una nave industrial, en una fábrica abandonada. Con frecuencia digo mi nombre, como un autista, para intentar detenerlo.
Me grito cada día. Mientras camino, mientras escribo. En casa, en la acera. Llamo a alguien, quizá a mí mismo, o al Eloy que se marchó hace tiempo. Cuando noto que arrecian las termitas digo «¡Para!». No basta, y tengo que repetírmelo pocos minutos más tarde. «¡Para! ¡Para!» Las grabaciones suben de volumen, se hacen más intensas, como una música totalitaria, y entonces empiezo a llorar, ando despacio por la habitación como andaba mi madre cuando el cáncer la consumía, empiezo a sollozar, suplico: «¡Para, por favor!» «¡Por favor!» Ando sin rumbo, tratando de fijarme en algún objeto del comedor –que hace las veces de cocina y estudio– para ahuyentar la música. Cuando se vuelve atronadora, un drone azul entre las templas, entonces la llamo: «Haz que pare, Olga, por favor, haz que pare.» Mientras lo digo experimento un alivio levísimo, creo por un momento que ella puede volver y detenerlo. A veces no puedo soportar la desesperación y hablo solo llorando durante largos minutos, digo: «Vámonos de vacaciones, Olga. No esperemos al verano. Iremos en coche hasta El Espinar. Tú conducirás y yo pondré los compacts. Daremos un paseo por el monte hasta La Panera y nos bañaremos en el lago. A ti te gusta bañarte aunque el agua esté fría.» Lloro mientras lo escribo. Suena de fondo un lounge con percusión suave que no consigue sosegarme. Las lágrimas me bajan por las mejillas y me llegan a los labios. Se me tapa la nariz. Me he quedado sin clínex. Me seco con papel de váter.
Neurotinderiana
Cuando abría la puerta de casa de Clàudia, la bulldog venía a recibirme, lenta y patosa, y al llegar a mi altura se daba media vuelta y restregaba sus cuartos traseros contra mi pierna derecha. Era muy mayor. Una noche rascó la puerta del cuarto, cedimos a su tierno ataque de celos y la dejamos entrar. Luego, todo se precipitó. Se desorientaba en el comedor de casa, giraba sobre sí misma, orinaba al aire; los gemidos, la masa de dolor y pelo desencajada. La primera visita a la veterinaria, la prognosis negativa; un olor fatal llenaba el salón. La segunda visita. Durante una noche en que Clàudia me requirió, parecía que la desgracia pudiera contribuir a unirnos. La cabeza en el vientre. Luego, todo se precipitó. El cáncer aceleró y la llevó en volandas hasta la camilla de la inyección letal; Clàudia se retrajo y su trastorno bipolar se manifestó en aplazamientos sucesivos y gestos de rechazo; mi incapacidad infantil para encajarlos, mi permanente sensación de que alguien me empuja fuera de su vida, me llevó a exigir imposibles, pedir reciprocidades, hacer chantaje emocional, arrastrarme como si en alguna mesa del bar donde se certificó nuestra ruptura hubiera un fotógrafo documentalista con la cámara dispuesta para captar un momento de ruego lastimero con croissants revenidos al fondo. Luego, todo se precipitó: el conflicto con su hermana, el intercambio ritual de reproches, el crescendo del desacuerdo, los unfollows. Solo unos pocos días antes yo la besaba en la barriga y ella decía, despacio: «Quants petons!» Luego, todo se precipitó. Se desorientaba en el comedor de casa, giraba sobre sí misma, orinaba al aire; los gemidos, la masa de dolor y pelo desencajada.
2011
Estaba ordenando la cocina cuando escuché su llamada desde la habitación: «Voy a vomitar.» Incluso en aquellos momentos encontraba expresiones claras y apropiadas para definir su dolor. Y siempre lo hacía a última hora: a pesar de la insistencia de los médicos en que verbalizara sus síntomas, persistía en esa actitud sufrida y austera que le impedía quejarse hasta que el sufrimiento era insoportable. Como había hecho en otras ocasiones, abrí de inmediato la puerta del lavadero, cogí la palangana y en cuatro pasos llegué al cuarto en cuya cama se había instalado desde hacía meses. Justo a tiempo, o no, porque en aquel preciso instante mi padre, que hasta entonces había estado reclinado en dos almohadas, se levantó como un resorte y, con un sonido regurgitante pero conciso, como una cañería que se libera, vomitó el desayuno y la comida en mi cara.
De cómo la escoria del barrio reconquistó la Plaça de la Gardunya
Dos botellas de lambrusco barato. Una de agua. Cuatro yogures de fresa. Uno natural azucarado. Un pack de seis cervezas, de las primeras que encuentro, Heineken, o quizá Estrella. Pan Bimbo. Una ensalada Florette. Total, 9,50 € en el Dia.
El cajero paquistan...

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