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- Spanish
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eBook - ePub
Discurso sobre la I internacional
Descripción del libro
En Discurso sobre la I internacional Emilio Castelar analiza la situación de la Primera Internacional o Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), la primera organización transnacional para unir a los trabajadores de los diferentes países. Fundada en Londres en 1864, agrupó inicialmente a los sindicalistas ingleses, anarquistas, socialistas franceses e italianos republicanos. Sus fines eran la organización política del proletariado en Europa y el resto del mundo, así como un foro para examinar problemas en común y proponer líneas de acción. Colaboraron en ella Karl Marx y Friedrich Engels.
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Información
Discurso sobre la I internacional
Confieso que me siento perplejo como nunca al combatir la política resumida en las importantísimas declaraciones del señor Ministro de la Gobernación. Sus dudas han sido tantas, y tanta su incertidumbre; ha afirmado y negado los mismos propósitos en tan breve espacio y por tan palmarias contradicciones, que es imposible deducir el sentido práctico de este debate, ni el fin concreto a que en este debate caminamos. Ya parecemos austero tribunal de justicia, ya erudita Academia de economía y de derecho, ya antiguo Consejo, un cuerpo consultivo, a cuyas luces acude el Gobierno para esclarecer su inteligencia y determinar su voluntad a decisivas resoluciones, todo lo parecemos, todo, menos una Asamblea Legislativa.
No se traen de esta suerte los más pavorosos problemas a las más altas Asambleas. Aquí no se discute, no se ponen frente a frente los principios para definirlos o esclarecerlos como en las universidades; aquí se delibera; es decir, se piensa, se reflexiona, se discute para ir inmediatamente a la acción y tomar las resoluciones que a una Asamblea legislativa cumplen. Y en esta sabia controversia presente, ni sé qué quiere el Gobierno de nosotros, ni sé tampoco lo que nosotros representamos, y valemos, y somos.
Hay asociaciones, y no pueden ser prohibidas; que su derecho constitucional a existir es tan sagrado como el derecho del Rey a reinar. Pero con motivo del ejercicio de un derecho pueden cometerse crímenes o delitos. El procedimiento para castigarlos, claro está en el Código fundamental. ¿Faltan los individuos de una asociación? Pues se castiga a los individuos y se deja en paz la colectividad. ¿Faltan por los medios que la asociación les da? Pues el único derecho legal de la autoridad política y administrativa es suspender la asociación y entregarla a los tribunales inmediatamente. Ellos deciden del tuyo y el mío, y ellos decidirán entre el poder y la libertad, entre el Gobierno y las asociaciones. ¿Son éstas inmorales, proponiéndose cometer un hecho o una serie de hechos penados? Pues que las persiga el ministerio fiscal. ¿Son tan poderosas que con ellas no puede coexistir el Estado? Pues se trae aquí una ley para abolirlas. Tales son los procedimientos legales. Pero lo que no tiene nombre, lo que no puede tener explicación, señores Diputados, es lo largo y lo inútil de este debate, en que el Gobierno pide y obtiene por todo resultado una especie de información parlamentaria, extraña, antilegal, sin formalidad, sin madurez, impropia de nuestros deberes y de los suyos; una información que lo esclarezca para proceder contra una sociedad que lo aterra. ¿Es inmoral, es amenazadora?, pregunta al Gobierno. Pues la destruiremos. ¿No parece al Congreso ni amenazadora ni inmortal? Pues la respetaremos. Yo la creo, añade el Gobierno, perturbadora e inmoral. Mas ilustradme, señores Diputados, ilustradme. Y he aquí una Cámara legislativa, soberana en su esfera, hoy reducida a cuerpo consultivo. Mas resignémonos; ya que el Gobierno quiere ser ilustrado, ilustremos de buena fe al Gobierno; que harto lo necesita.
Y no podemos hacer más, porque ningún Diputado sabe lo que el Gobierno exige del Congreso. Ninguno sabe si pide que el Congreso legisle, lo cual estaría en sus atribuciones; o en que el Congreso juzgue, lo cual sería tanto como usurpar su ministerio a los tribunales; o que el Congreso ejecute, lo cual sería tanto como despojar de sus atribuciones al Gobierno. El Ministro, señores, no tiene idea alguna de los poderes públicos, ni de las varias y concéntricas esferas en que esos poderes se mueven. Constreñido, asfixiado ayer por la lógica inflexible, contundente, de un antiguo y queridísimo amigo mío, el señor Ministro de la Gobernación materialmente no sabía qué contestar, y yo tengo grande afición a luchar con enemigos que de esta manera se retiran, que de esta manera se esquivan, que de esta manera huyen. Hay además otra razón gravísima todavía para hallarme perplejo en estos momentos supremos. Yo creo, yo tengo, no por mi persona, sino por esta Cámara, la satisfacción de creer que en crisis tan difícil, cuando resolvemos el problema por excelencia de este momento histórico, el problema de aliar el orden con la libertad. Europa entera nos atiende. ¿Qué digo, Europa? todo el mundo civilizado nos atiende. Por eso me levanto a esquivar todo ataque fuerte, como ataque personal; por eso ni enconaré los ánimos, ni moveré ninguna pasión, a fin de que permanezcamos en la serena región de los principios.
Señores Diputados, cuál fue mi asombro cuando ayer, dirigiéndonos al señor Ministro de la Gobernación un argumento ad terrorem, nos decía: «Aquel que me llame reaccionario es un calumniador». Y yo, que digo que su origen es reaccionario, que su política es reaccionaria, que sus sentimientos son reaccionarios, que es reaccionaria su actitud ante la Internacional, tengo tan empedernido mi corazón y tan encallecida mi conciencia, que no siento aquí (señalando al corazón) ningún dolor, ni aquí (señalando a la cabeza) ningún remordimiento.
Pues qué, señores Diputados, ¿un calificativo político puede ser de ninguna suerte calumnioso? Yo hago al señor Ministro de la Gobernación completa justicia respecto de sus intenciones respecto de sus móviles patrióticos; pero si el llamar a uno reaccionario fuera calumnia, ¿qué diría esa fracción católica, en la cual se sientan venerables sacerdotes, muy venerables, muy dignos de su alto ministerio, y que sin embargo son reaccionarios? ¿Pues qué es lo que queréis? ¿Se quiere derrocar sin causa ni motivo un Gobierno liberal, cohibir la manifestación del pensamiento humano, vulnerar asociaciones legales, coincidir con el criterio de los alfonsinos, merecer los plácemes y los aplausos de los absolutistas, y luego alcanzar, por añadidura, el dictado de liberales? No, señores; el ser liberal consiste en aceptar la libertad con todos los inconvenientes que tenga, con todos los obstáculos que oponga, con todos los errores que siembre; pues por muchos que sean, jamás sobrepujarán a sus innumerables beneficios.
Señores Diputados, he dicho que ese Gobierno es reaccionario por el sentido político que tiene, y aquí voy a hablar de alguna cuestión que se ha debatido muchas veces, y la cual me toca personalmente, porque el Congreso, si no ha olvidado mis pobres discursos, recordará que yo soy el autor de la palabra actitud benévola respecto de un Gobierno liberal; palabra que trazada una conducta, seguida sin pacto ninguno, ni anterior ni posterior, con lealtad y consecuencia de que hay pocos ejemplos en los fastos nuestra la historia parlamentaria.
Había, ya no lo hay, un Gobierno liberal sentado en ese banco. Este Gobierno tuvo tal fuerza dentro, que pudo dar una amnistía, prenda de gratitud para quien la recibe y prueba de vigor en quien la da; y tal crédito fuera, que pudo levantar un empréstito en el extranjero a condiciones muy favorables para nuestro Erario. La política española había resuelto el problema cuya solución tan solo está reservada a los pueblos más ilustres de la tierra, a los Estados Unidos, a la Confederación suiza; el problema de aliar el orden con la libertad. Y cuando ese Gobierno presentábase aquí a someteros su conducta y a discutir su política, sin escucharlo, cual si se tratase de enemigos de la Constitución y de la Patria, en una serie de confabulaciones, si parlamentarias, también oscuras, como las confabulaciones de 1843 y de 1856, llamándoos progresistas y obteniendo por vez primera el poder para vosotros solos, después de treinta años de proscripción o de impotencia, derribasteis ese Gobierno, que también se llamaba como vosotros, para que el mundo diga de los antiguos progresistas, gentes sin ningún salvador instinto de conservación, para que diga el mundo del antiguo partido progresista, que es, como parecen ser los chinos en La Habana, una raza suicida. (Risas y aplausos en la izquierda.)
Yo soy, señores Diputados, yo soy el autor y el principal responsable de la frase expectación benévola ante un Gobierno radical. Yo acepto la responsabilidad de esta frase y de la conducta que expresa ante las Cortes; yo la acepto ante el juicio de la Nación; yo la pido, la reclamo para mí ante la parte más ardorosa y entusiasta de nuestro partido, que midiendo por su generosísima impaciencia la eterna paciencia de los pueblos, cree poder engendrar con una palabra una revolución, y poder cambiar con una revolución las perezosas e inertes sociedades humanas, las cuales solo marchan hacia adelante cuando, tras el impulso de muchos y muy repetidos esfuerzos, reciben el vapor de muchas y muy poderosas ideas. Voy, señores Diputados, a revelar a la Cámara el fondo de mi corazón y de mi conciencia; a depositar en el seno de la Cámara el secreto de toda mi política. Yo creo que vencidos los antiguos poderes, transformadas las presentes generaciones; roto el cesarismo, que era la clave de la reacción europea; caída la autoridad temporal de los Papas, que era como la última sombra de la Edad Media en nuestros horizontes; disuelta la antigua Austria, núcleo de la Santa Alianza de los Reyes, y más vivo cada día el ideal de la joven América ante los ojos de los pueblos, nadie puede impedir, nadie, por fuerte que parezca, el próximo advenimiento a toda Europa de la idea y de la fórmula social porque nosotros suspiramos, el próximo advenimiento de la federación y de la república. (Grandes denegaciones en la derecha.)
Señores Diputados, cuestión es de tiempo, y el tiempo dará razón o a mis afirmaciones o a vuestra negativa. Mas la fe en el progreso humano y el estudio continuo de la historia me inspiran confianza inalterable en el próximo cumplimiento de mi aserto. Hay dos caminos para llegar a la república: el camino de la legalidad y el camino de las revoluciones. Por el camino de la legalidad, la república vendrá más tarde, pero vendrá mejor, para los que sobre toda interés y sobre toda satisfacción personal ponemos los intereses y las satisfacciones de la Patria. Pero el camino de las revoluciones, que necesariamente ha de abrir una política tan ciega como la política que ahora se inicia, la república vendrá más pronto pero vendrá peor, porque vendrá en pos de una de esas crisis violentas, que no pueden atravesar sin resentirse y quebrantarse para mucho tiempo las sociedades modernas. Y he aquí por qué yo preferiré siempre la política del Ministerio anterior a la política de ese Ministerio. Aquella política me aseguraba el ejercicio de los derechos individuales, y con el ejercicio de los derechos individuales, el advenimiento más tardío, pero también más pacífi...
Índice
- Créditos
- Brevísima presentación
- Discurso sobre la I internacional
- Libros a la carta